Dirán muchos que la gracia de leer una buena obra de ficción es que, a pesar de las terribles vicisitudes que enfrentan los héroes de una historia, el final restaura el orden y salva la ilusión que tanto deseamos los mortales: y fueron felices y comieron perdices. Esa es por lo menos la estructura en trama tras trama de las comedias livianas que favorece nuestra época, historias en las que todo estará bien. Esa no era para nada la idea que tenía en mente Víctor Hugo al escribir Notre-Dame de Paris.
Lo que Hugo tramaba cuando a sus veintiséis años se encerró con un tintero a escribir esta novela era una tragedia, aunque su voz narradora, hacia el final del libro, desestima el género como “el propósito más vano de todos”. ¿Una de sus estratagemas de escritor, quizás?
Yo terminé el año que acaba de concluir apurado en hora tras hora de lectura tratando de llegar al final de esta ficción que al principio me pareció pesada y difícil de leer y luego se volvió fastidiosa y hasta odiosa, cuando llevaba cientos de páginas dobladas y no llegábamos al meollo de la cuestión. Pero la última cuarta parte de esta novela fue otra cosa, porque lo toma a uno por asalto después de haber tendido trampa tras trampa en las primeras partes del texto para hacer eso posible. Hay que tener paciencia para saber sufrir este libro.
Me había propuesto en la última semana de 2022 que, en vez de empezar el siguiente año con algunos de esos propósitos vacuos de cambiar quien soy de una vez por todas, iba a terminar algo que había empezado (mi resolución de año viejo, le llamé), y el libro estaba ahí, languideciendo desde finales del verano en mi mesita de noche. ¿Qué tan difícil podría ser? Había visto la película animada hace muchos años y ya sabía cómo iba la historia.
¡Cuán equivocado estaba! El Jorobado de Notre Dame es, al fin de cuentas, una caricatura del jorobado que habita la catedral que suntuosamente describe Hugo; Claude Frollo es un villano que a la vez es menos villano y más humano y es más villano y menos humano que el que pintaban los dibujos; La Esmeralda era un ideal, una fantasía, sí, pero también un ser cercano a nosotros sobre el que se ensaña el destino, un pedazo de nosotros mismos del que nos enamoramos, como una encarnación errante de la Pistis Sofía perdida en el mundo de las sombras. El Febo que es objeto de sus latidos realmente no existe, como suelen descubrir los amantes de su enamorado o enamorada, aquella figura idealizada, cuando ya es muy tarde.
Aparte de todo, dos de los principales personajes de esta novela son inhumanos; son dioses o demonios. Está la catedral y está Paris, y en una se encuentra a la otra, y viceversa. Hugo exhibe un conocimiento enciclopédico de la arquitectura, geografía e historia de su ciudad, hasta el punto exhibicionista de un escritor que tiene dominio de la palabra. A veces harta leer cuánto sabe y cuánto quiere decirnos; de los designios de quienes la gobernaban; de los callejones inexplorados de su historia, con todos esos lastimosos latinismos en frases que aparentaban ser joyas de ingenio. Para probar la sustancia de la Notre Dame que Hugo ofrece hay que tener paciencia (ya lo dije arriba, pero vale repetirlo).
Quien aguanta y traspasa todas esas vertientes entrelazadas (en mi caso mientras el año amenazaba con llegar a su fin) tendrá su justa recompensa como lector: un castigo más tortuoso con cada página que le hará sufrir por el destino de La Esmeralda y por la soledad de Cuasimodo, cuya fealdad me recuerda aquellas líneas de horror que Pedro Calderón de la Barca puso en boca de una mujer en La vida es sueño:
Hipogrifo violento,que corriste parejas con el viento,¿dónde, rayo sin llama,pájaro sin matiz, pez sin escama,y bruto sin instintonatural, al confuso laberintode esas desnudas peñaste desbocas, te arrastras y despeñas?
Claro, que no le faltan a Hugo palabras para vituperar a su personaje: “Él era como un gigante roto en pedazos y vuelto a reensamblar de mala manera”. Y dice que era toda su persona una mueca, un sujeto con una enorme joroba entre sus hombros, con piernas desproporcionadas y retorcidas, pies y manos de enorme monstruosidad y un rostro retorcido de un solo ojo, que añadía extrañeza a su sordez. Y como decía uno de los personajes era un deforme con la lamentable facultad de conocer su estado de fealdad y los prejuicios de la sociedad en que vivía: “Él sabe de lo que carece”.
No es nada nueva la obsesión con las apariencias si es asunto del pasado; vivimos, después de todo, en unas sociedades obsesionadas con las celebridades y sus cuerpos, y los bienes materiales que derivan de ello. El feo tiene mala suerte, o sería víctima en otros tiempos del odio de los dioses, hasta el punto de que en el caso de Cuasimodo el pensamiento convencional de otros personajes de paso era que su apariencia física reflejaba un alma de maldad. Coronado como el hombre más feo de su ciudad, era Cuasimodo quien veía otro tipo de fealdad en la gente de apariencia normal.
La catedral lo dice en su lenguaje de piedra: “Tempus edax, homo edacior”. Según el narrador, “El tiempo es ciego, el hombre es estúpido”.
En la historia se exalta la belleza de La Esmeralda, como si eso la hiciera merecedora inmediata de nuestras simpatías (y del amor, la obsesión y el odio de otros). Y Frollo, el archidiácono y secreto alquimista, se ha pintado como un demonio terrorífico en algunas representaciones, pero a veces no parece más que un pobre diablo que sacrificó todo en busca de lo sagrado para encontrar esa experiencia solamente en el deseo: No puede permitir a otros la realización de lo que él no tiene.
Llegamos a amar y a odiar estos personajes, a veces en extraña sucesión que confunde, y entendemos que Cuasimodo es también parte de la catedral y de Paris, que todos los personajes no son más que infinitésimas fracciones del sufrimiento de ese mundo:
La vieja iglesia dondequiera se sacudía y resonaba, en un júbilo perpetuo de campanas. Uno podía sentir la presencia constante de un espíritu de ruido y capricho que cantaba a través de esas bocas de bronce.
Hugo mezcla todas estas malas vueltas de la fortuna en el ambiente de oscurantismo de la Edad Media, en un Paris dado a las orgías de patíbulo para crear desgracia tras desgracia para Esmeralda y Cuasimodo, sin dejar de inspirar alguna fe de que al final (al final, como uno lo espera) todo saldrá bien.
Y así me llegaban las doce campanadas (fueren o no imaginarias) de la última medianoche del año, sin saber que me enfrentaría al final fulminante. La catedral también parecía hablar a través de Hugo, como esa criatura de capricho que repica las campanas para todos.
Imagen: "Chimera", fotografía de Steve Begin, reproducida con licencia de Creative Commons.
3 comentarios:
Elocuente presentación -amena y realista- de la obra de Víctor Hugo que no he leído no sé por qué. Tal vez porque su caricatura en el mundo de Disney u otras me ha hecho pensar que ya sabía de qué iba, pero en tu comentario, me doy cuenta de que va mucho más allá. Creo que la tengo en casa. A ver si me pongo a leerla, aunque ya adviertes que hay que echarle paciencia en buena parte del libro para llegar a un desenlace que sorprende. Me ha gustado leer tu reseña entre otras cosas porque mantienes el interés y en un estilo directo, sin florituras, expresas lo esencial de lo que quiere decir. Y me has hecho deseable un libro que tenía fuera de mis expectativas.
Gracias Joselu. Pues sí, tal vez las películas hacen daño a los libros, si suponemos que haberlas visto es suficiente. Esta a la que nos referimos es una interpretación que es prácticamente tergiversación.
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