3 de abril de 2024

Odiseo

Cabeza de Odiseo
No hay que leer los veinticuatro cantos del poema clásico griego para saber qué es una odisea. Ni siquiera hay que conocer que existe esa obra de Homero para entender el término, aceptado en los diccionarios de los idiomas de Occidente, como un viaje literal o figurado que evoca exploración, aventura y conquista.

Yo conocía la Odisea por las versiones resumidas que se citaban en estudios secundarios y universitarios y uno que otro fragmento que había leído aquí o allá como la historia de un viaje heroico en que su protagonista se sobreponía a obstáculos fantásticos para regresar al hogar.

A principios de este año me había propuesto leer el relato épico para comenzar este ciclo con alguna semejanza de viaje iniciático, y estaba a medio libro cuando un cohete con ese nombre llegó a la luna y se cayó de lado, algo que para esa parte del libro yo sabía que se podía esperar de un Odiseo. (Me pregunté entonces si quienes pusieron el nombre a la nave espacial, o los que bautizaron de igual manera la famosa furgoneta familiar, habían leído a Homero).

En resumen: El personaje Odiseo empezó sus aventuras en la Ilíada, también de Homero, donde se le reconoce como el astuto guerrero a quien se le ocurrió el uso de un gigante caballo de madera, a guisa de regalo, dentro del que se infiltraron treinta hombres armados en Troya para destruirla desde adentro. Pero es en la Odisea, el tomo que sigue a la Ilíada, donde se cuentan las hazañas de este héroe cuando, después de la caída de Troya, se encontró naufrago en tierras extrañas, lejos de lo que su corazón anhelaba y prisionero de una ninfa que lo aprisionaba para satisfacer sus propios deseos. Y así lamentaba Homero (esta es mi traducción de una traducción) y, a través de él, Odiseo, su destino:

“…Los dulces días de su vida
se extinguían de ansiedad por su exilio,
porque por largo tiempo la ninfa había dejado de darle placer.
Aunque luchaba por liberarse de ella y su deseo,
él se acostaba con ella cada noche, ya que lo obligaba.
Pero al llegar el día él se sentaba en la orilla rocosa
y rompía su propio corazón gimiendo, con los ojos húmedos
rastreando el horizonte vacío del mar”.

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