Aquella noticia me hizo recordar conversaciones que tuve con otros que hilamos palabras y oraciones en la lengua de Cervantes, García Márquez, Fuentes y Cortázar (por poner algunos ejemplos) cuando se anunció el cambio de regla en 2010, unos que defendíamos el uso de esas tildes para distinguir entre distintos usos de la misma palabra y otros, los menos, que estaban a gusto con eliminarlas en esos casos.
Mi parte en esto era bien simple. Para citar un conocido refrán norteamericano: ¿Para qué arreglar lo que no estaba roto? Pero se encontraba también este otro asunto práctico del impacto inmediato de un cambio tan fundamental en la lengua escrita —muchísimos libros del español actual, y particularmente aquellos del reino de la expresión literaria en que el uso de variados pronombres y adverbios sería más frecuente, se volverían inmediatamente anticuados y tendrían que ser revisados y reimpresos en los siguientes años. Además, hay situaciones en las que la tilde ayuda a distinguir instantáneamente entre una palabra y la otra y este cambio parecía más motivado por consideraciones académicas de muy particular interés que por algún asunto evidente en la evolución del idioma.
Me parecía que el argumento más sólido que presentaban los que favorecían eliminar esas tildes era que necesitábamos simplificar la lengua y sacar requisitos innecesarios de la ortografía, afirmando ellos entonces (y todavía) que la distinción entre "sólo" de solamente y "solo" de soledad se podía deducir del contexto; que nadie iba a confundir un "éste" que es pronombre y sujeto con un "este" que es sustantivo o punto cardinal.
Otra persona me dijo en una de esas conversaciones que de insistir uno en seguir poniendo esos acentos, como yo dije que haría, parecería un escritor anticuado, igual que aquellos que, aferrados a reglas ortográficas de antes de 1959, seguían acentuando monosílabas agudas como "fué," "fé" o "dió".
Así fue que me convencí de regresar a escritos de antes de 2010 y sacar todas esas tildes, lo que incluyó mi primer libro de cuentos, escritos antes de 2008 y mi novela, escrita entre 2001 y 2004. Ya podrá alguien imaginarse lo tedioso que fue andar buscando tildes extraviadas en cientos de páginas para preparar una nueva edición. (¡Malditos sean los dioses caprichosos de la ortografía! —gritaba el escritor y se tiraba de los pelos). Claro, está también aquello de que después de aprender algo no queremos desaprenderlo así porque sí.
Ya habíamos pasado por esa crisis y muchos, francamente, nos habíamos rendido sin mucha resistencia, aunque no nos hubiese gustado el cambio. Otros autores reconocidos se negaron a cambiar y parece que el curso de los hechos les dio la razón.
Ahora, en este español de los tiempos de Bad Bunny (porque, nos encaje bien o no, las voces influyentes de la lengua no son exclusivas a las páginas de un libro), la misma Academia dice que, aunque se prefiere que sigamos sin poner esas tildes, está bien usarlas si "el hablante" —o mejor dicho, el escritor— "percibe que existe riesgo de ambigüedad" y puede "justificar" o defender el uso de dicha tilde. (Ahora el escritor aquel vuelve a tirarse de los pelos, mira desesperado a los cielos, y grita: ¿por queeeeeé?).
Es decir, ¿dónde queda el argumento ese de que estábamos tratando de simplificar la lengua? ¿No es la idea de tener unas normas de ortografía que no tengamos que debatirnos cómo se dice o escribe esto o aquello cada vez que lo escribamos? Entiendo que estoy recurriendo a la hipérbole, pero es asunto a considerar. No vamos a estar escribiendo (o leyendo) oraciones con acentos diacríticos todo el tiempo, pero sí lo suficiente como para tener que detenernos y pensar más de lo necesario. O se pone o no se pone. No puede ser que tengamos que decidir en cada caso si podemos justificarnos.
En estas circunstancias no sorprende que surja una nueva actitud de rebeldía contra reglas caprichosas entre quienes sentimos que esta es nuestra lengua y que tenemos algo de derecho en cómo usarla. Tal vez convendría adoptar la filosofía de Bad Bunny cuando se trata de estas particularidades lingüísticas: YHLQMDLG.
En inglés, por ejemplo, no existe una academia oficial que regule la evolución de la lengua, pero los diccionarios, los lingüístas, los escritores y las casas editoriales, y, en general, las instituciones académicas y los medios de comunicación con sus manuales de estilo cumplen esa función establecer un consenso que documenta la evolución de la lengua según su uso, en vez de dictar normas para fijar la forma correcta. Hay varios diccionarios principales que a veces se contradicen, pero sus indicaciones son preferencias bien informadas más que dictámenes que dividen al que sabe del que no sabe ni le importa.
En nuestro idioma ya existe esta estructura de las academias, pero valdría considerarse una conversación más amplia que incluya esos sectores de la sociedad de manera más deliberada, más aún cuando ya no se puede hablar de una lengua española, sino de muchas versiones de esta a través de numerosas fronteras y en reflejo de otras fusiones lingüísticas, tecnológicas y culturales.
En vez de anunciarse normas se podría documentar el uso actual del español en sus encarnaciones, con toda su riqueza, extrañeza y vivacidad. ¿Y esto dónde dejaría la cuestión de las tildes? Bien, gracias.