Estos días tengo que huir de todas mis obligaciones y del escritorio que una vez compré y armé con la esperanza de que sería el lugar de mis imaginaciones. Hay muchos asuntos de trabajo allí; mucha correspondencia abierta y sin abrir; muchos cables de computadora, impresora, monitor, bocinas, y el polvo que se acumuló entre ellos y sobre los libros que no leí en más de dos años de trabajo remoto por la pandemia.
Los asuntos prácticos se interponen: primero, hay que ser responsable y pagar las cuentas, desempolvar las superficies, organizar los libros, contestar las llamadas a mi mamá (siempre hay una emergencia que en realidad no es nada), y luego estoy cansado y necesito una siesta, y cuando despierto la casa está llena de gente, oigo los debates en la televisión y mejor me voy a cortar el pasto, que ya eso empieza a parecer un terreno baldío para criar becerros.
Hay que convertirse en Prometeo y robarse el fuego. Levantarse temprano en la única mañana de la semana en que uno podía dormir hasta tarde y con mucha lucha salir con el bulto de la computadora portátil antes de que empiecen las llamadas y los mensajes y las noticias, y todas esas vainas del diario vivir.
Hay que irse a varias millas de distancia y meterse en aquel edificio que es un templo de libros y silencio, excepto por esa puerta corrediza que abre y cierra, cierra y abre y vuelve a cerrar aunque no pase nadie, porque, bueno, están transitando los fantasmas. (Ah, ya veo que mi mente se pone en onda y quiere imaginar cualquier cosa).
Estoy en mi rincón y me siento libre. Ahora puedo escribir.
4 comentarios:
Huir para encontrarse.
Resumido en tres palabras. ¿Acaso eres editora?
Es poeta!
Pues sí.
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