Aquella noticia me hizo recordar conversaciones que tuve con otros que hilamos palabras y oraciones en la lengua de Cervantes, García Márquez, Fuentes y Cortázar (por poner algunos ejemplos) cuando se anunció el cambio de regla en 2010, unos que defendíamos el uso de esas tildes para distinguir entre distintos usos de la misma palabra y otros, los menos, que estaban a gusto con eliminarlas en esos casos.
Mi parte en esto era bien simple. Para citar un conocido refrán norteamericano: ¿Para qué arreglar lo que no estaba roto? Pero se encontraba también este otro asunto práctico del impacto inmediato de un cambio tan fundamental en la lengua escrita —muchísimos libros del español actual, y particularmente aquellos del reino de la expresión literaria en que el uso de variados pronombres y adverbios sería más frecuente, se volverían inmediatamente anticuados y tendrían que ser revisados y reimpresos en los siguientes años. Además, hay situaciones en las que la tilde ayuda a distinguir instantáneamente entre una palabra y la otra y este cambio parecía más motivado por consideraciones académicas de muy particular interés que por algún asunto evidente en la evolución del idioma.