Foto: Jorma. Usada con licencia de CC. |
Llevo los minutos calculados: tantos para caminar de mi escritorio a los ascensores, y para bajar y para salir al estruendo de las calles de Manhattan y sentir esos aires del otoño nueva vez, y luego, a esquivar cuerpos, porque si no, se me va el tren.
Parece que todo va bien, pero los duendecillos hechos de unos y ceros empiezan a hacer de las suyas y no puedo publicar el trabajo de horas. Parece que de repente no existe nada, que todo se va a perder, y vienen los técnicos de informática y pronto me doy cuenta de que ellos también tiran dardos a ver si dan al blanco. No se puede, no se puede, no se puede…
Mejor hago que lo que debí hacer desde un principio: empezar de cero. Lo bueno es que viene otro tren, y otro tren, pero después de ese vendrán menos trenes y habrá que esperar más. Se me va el segundo tren y logro terminar con apenas suficiente tiempo para el tercero, y el último de la hora pico.
Voy pasando a través de la gente, metiéndome entre los cuerpos de dos turistas que arrastran maletas y apuntan para acá y para allá. Soy una de esas estelas de cuerpos que quedarán en el retrato de dos muchachas que se toman un selfie con la intersección de Times Square en el trasfondo. Logro cruzar la avenida antes de que los carros arranquen.
Una esquina más abajo aminoro la rapidez de mis pasos: Un hombre duerme en la acera. Se encuentra entre los cargadores de teléfonos y el bote de basura, enroscado en una frazada gruesa y prístinamente blanca. Descansa su cabeza sobre una almohada. Veo que lleva semanas quizás sin rasurarse. No hay nadie con él, pero su aspecto me dice que es un migrante de los que llegan a la terminal de autobuses de la ciudad. La gente camina por sus lados, y hasta dan zancadas para pasarle por encima sin pisarlo, y las sirenas de ambulancias siguen sin interrumpir su sueño. ¿Qué caminos habrá recorrido? ¿A quiénes habrá dejado atrás?
¡El tren! Mejor sigo. Todavía puedo. Soy el típico neoyorquino entre el punto a y el punto b: camino como si corriera, y pronto estoy ante el cruce donde el tráfico de la Calle 34 hace que nos apelotonemos en la esquina. Más turistas se toman selfies, esta vez con el Empire State Building detrás, que refleja la luz anaranjada del último sol que viene del Hudson. Cambia la luz, pero el cruce peatonal está cerrado y un empleado de construcción nos grita que si nos caemos o nos choca un carro la ciudad no se hará responsable. La verdad, cruzamos por ahí de todas maneras. Era de esperarse cuando no había tiempo: este es el día en que otra multitud se atraviesa, camino al Madison a ver nada más y nada menos que a Stevie Wonder cantar.
Finalmente, halo esas puertas pesadas y entro a la terminal, y voy zigzagueando y evito las escaleras eléctricas y bajo a trote por los peldaños y desciendo hacia la plataforma, a tiempo para ver las luces del tren que se va hacia el túnel. Me quedo ahí parado un rato.
Reacciono y pienso, si tomo aquel otro tren, lo puedo alcanzar y hacer un cambio luego, y ya no pienso más. Tengo suerte y encuentro donde sentarme, al lado de una muchacha que mira para arriba y para abajo su Instagram. Saco el libro de turno y me pongo a leer, y Corman McCarthy me lleva bastante lejos a una escena que es violenta y alucinante a la vez, y cuando vuelvo en sí, me miro como si buscara los rastros de sangre y levanto la cara para ver las puertas cerrarse desde adentro. Esa era la estación donde debía salir.
Termino por allá muy lejos en una estación secundaria donde tendré que esperar veinte minutos al tren en la dirección contraria. Es una de esas donde ni siquiera hay un puente peatonal para ir desde el lado de los trenes que van al este a los que van al oeste. Tengo que caminar hasta el final de la plataforma, bajar unas escaleras y, mirar de lado a lado, y atravesar los rieles. Me río de mí mismo: Este día ha sido una comedia de errores, y ya es de noche.
Una vez en la plataforma me relajo con la brisa otoñal y miro hacia arriba. El cielo hacia el suroeste se ve profundamente negro y, en su centro, está la luna en su primer día de cuarto creciente. La miro y no se me ocurre nada poético, sino pensar que es una roca grisácea.
Oigo el traqueteo de los rieles y luego la bocina, y entonces lo veo. Llega el tren y se abren las compuertas y una luz amarillenta me baña el cuerpo y pienso que no voy a leer a McCarthy para que no se me vuelva a pasar la estación. No me doy cuenta de que en el cielo a mis espaldas sucede algo, que unos rayos lila y un resplandor verdoso infunden al cielo de luz.
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