22 de noviembre de 2016

'La verdad es un camino sin senderos'

Dicen que cuando el alumno --o el discípulo-- está listo, el maestro aparece, pero no nos quedemos ahí.

Estaba este que escribe en ese estado de ánimo, tal vez su juicio influenciado por una gripe invernal, cuando por allá a inicios de los noventa puso el canal de acceso público de la televisión por cable en Manhattan y vio venir a este hombre de edad mayor, pelo blanco, caminando firme hacia el frente de una multitud, donde le esperaba solamente una silla de espalda dura y un micrófono.

Me llamó la atención este maestro, no tanto por lo que decía, porque en principio me costó entender su mezcla de acento inglés e indio, sino por la intensidad e intencionalidad en su rostro. Capturé algunas frases, muchas de ellas sobre cuestiones como estas que parafraseo a mi manera: ¿Qué es la paz? ¿Es meramente la ausencia de guerra? ¿Qué es la violencia? ¿No es la no-violencia otra forma de violencia? ¿Es el pacifismo estar opuesto a la violencia? ¿Es el bien el opuesto del mal? ¿O es el bien algo completamente diferente? ¿Y qué es la sociedad? ¿No es la sociedad una proyección de nosotros mismos?

Este señor cuya presencia y preguntas me habían desarmado era Jiddu Krishnamurti y tendría en mí un impacto que yo consideraría significativo, aunque no tal vez en esa manera de maestro-discípulo que a veces añoramos.

Me han regresado sus preguntas en estos días de polarización política y de grupos e intereses que se interponen en pos del poder y la influencia, así como de retos existenciales para los que las respuestas convencionales parecen inadecuadas. Este tiempo en que las preguntas parecen más necesarias que las respuestas. Considero la pureza de algunas cuestiones que él proponía. ¿Puede uno darse el lujo de filosofar y buscar solamente un cambio íntimo cuando la casa se quema? ¿No tiene uno que correr, buscar las cubetas, llenarlas de agua y ponerse en acción?

Mientras tanto, Krishnamurti -- o K, como el mismo se apodaba -- me preguntaría: ¿Qué es acción? ¿Puede darse una acción sin un proceso de pensamiento? ¿Hay alguna acción que no siga siendo la proyección de nuestras propias mentes? ¿No recreamos desde esa mente desordenada y condicionada por el pasado los mismos problemas que buscamos solucionar?

Paralizado, dejo caer la cubeta al suelo y miro la casa consumirse en llamas.

9 de noviembre de 2016

En tiempo real

Cada vez se hace más fácil opinar sobre miles de cosas, decir de manera contundente lo que creemos y reaccionar a los sucesos y eventos “en tiempo real” para que todos los fulanos y sutanos que conocemos sepan dónde estamos parados.

Desde el punto de vista de la libertad de expresión esta masificación del individuo representa un triunfo contra la mordaza, pero esto me recuerda una imagen del buen sentido: el agua dentro de los cauces de un río, o saliendo del grifo de la casa como agua potable, es buena, pero inundando una casa o arrastrándonos contra la corriente se convierte en algo dañino, en una amenaza.

Esto puede suceder también con las palabras, y los pensamientos que éstas encierran: nos pueden inundar, se pueden meter en todas partes y nos pueden arrastrar en una corriente de cultura irreflexiva que nos roba el oxígeno.

Cada vez sucede con más frecuencia. Algún incidente se propaga por los medios sociales y a la vez arrastra consigo una ola de opiniones que en muchos casos representan posturas empaquetadas de acuerdo a los dogmas de la izquierda, del centro o de la derecha y que en tantos otros no son más que el vómito de pensamiento enlatado, a veces incoherente. De manera que quedamos expuestos, y sin aviso, a mentes cuyas elucubraciones no se editan y nos llegan en toda su crudeza. Cada cual parece ponerse en pie de guerra y decir: o estás conmigo, o contra mí. Dios o el diablo.

Este ir y venir de numerosos péndulos causa vértigo y náusea.

25 de julio de 2016

Filadelfia

Looking up at Independence Hall in Philadelphia / Mirando hacia arriba al Salón de la Independencia en Filadelfia.


Al recorrer ciertas calles estrechas de Filadelfia -- o Philadelphia -- uno puede sentirse transportado a los finales del siglo dieciocho en que se fundó esta nación de trece colonias, ver los carruajes tirados por caballos, encontrarse al pie de un roble donde se enterraban los restos de algún mercante en el patio de la nueva iglesia episcopal.

Puede uno encontrarse temporalmente trastornado ante dos visiones, la de aquella pequeña ciudad de puerto y de tiendas que ocupaban el primer piso de negocios en la calle Market y el nuevo horizonte de edificios torres y grúas que como grandes patas de araña siguen tejiendo la estructura de una metrópolis.

Mas no hay mucho de novedad en lo nuevo. Todas nuestras ciudades contemporáneas se parecen con esos edificios que buscan en la altura la durabilidad.

Lo curioso de Filadelfia es que uno todavía puede entrar a la Iglesia Cristo, caminar sobre las tumbas de los fundadores, y sentarse en el mismo banco de madera que estaba reservado para George y Martha Washington y luego para John y Abigail Adams, entre los héroes patrios de estos Estados Unidos.

Puede uno salir a caminar por el callejón de Elfreth, la calle más antigua dentro de las trece colonias originales (aunque muchas veces se olvida que había colonos, aunque de otro rancio poder imperial, en la vieja Florida), y puede uno pensarse en aquella sociedad en que un herrero forjaba a fuerza de músculo las herraduras y herramientas de cocina. Puede uno mirar la Campana de la Libertad y apreciar en ella la grieta que se hizo peor en intentos de reparación.

9 de junio de 2016

Morir por palabras

Oscuridad

Avijit Roy regresaba en un bicitaxi con su esposa después de asistir a una feria del libro en Daca, Bangladés, cuando dos sujetos los detuvieron, arrastrándolos sobre el pavimento para caerles a machetazos.

En una de las imágenes que dio la vuelta al mundo por los medios de prensa se veía a un niño, apenas un adolescente de brazos largos, barriendo con una escoba de mano la mezcla de agua y sangre que quedó en la acera donde sucedió el crimen.

El pecado de Roy, un humanista secular de ciudadanía estadounidense y raíces bangladesíes, fue sentarse ante un teclado y escribir, tanto para las páginas de sus libros como para su blog. Expresar su pensamiento. Hacerlo en el seno de una sociedad con elementos radicalizados por las interpretaciones más férreas del fanatismo religioso.

Su error fue ignorar las amenazas que recibió por medios sociales.

Roy, quien falleció camino al hospital, tenía 42 años. Su esposa, también descrita como una bloguera, quedó gravemente herida y perdió un dedo en el ataque.

Eso sucedió en febrero de 2015.

El siguiente mes otro bloguero de convicción atea, de nombre Washiqur Rahman, fue atacado con largos cuchillos en esa misma ciudad y se desangró hasta morir. Sus conocidos lo describieron como un hombre muy humilde que escribía con una buena carga de sarcasmo. Tenía 27 años.

En mayo de ese mismo año Ananta Bijoy iba camino a su trabajo en un banco en la ciudad de Sylhet al noreste de Bangladés cuando cuatro hombres armados con machetes le fueron encima. Él trató de huir pero lo alcanzaron con ramalazos en la cabeza y terminaron despedazando su cuerpo, según los recuentos de la prensa internacional. Bijoy, de 33 años, blogueaba sobre ciencia; estaba interesado en la teoría de la evolución; gustaba de la ciencia-ficción y editaba una revista de corte racionalista. Pensaba demasiado.

15 de mayo de 2016

Madres de todos los días

Hands

Todos venimos de alguna madre y muchos hemos crecido bajo el cuidado de una o dos mujeres que sacrificaban su ser para que nosotros fuéramos.

Si de pagar se tratara, les deberíamos demasiado.

Parece que nos empeñamos en hacerlo a plazos cada mayo cuando nos esmeramos en expresar gratitud en un día, y escribimos en tarjetas, y compramos regalos (supuestamente a precio de descuento), y regalamos flores, y nos congregamos en torno a ellas y les deseamos un feliz día.

No hay nada de malo en ello, pero estas prácticas no nos llevan a una apreciación verdadera de la maternidad y consisten más bien de una descarga tribal de nuestras culpas. Sobra decir que no hay excusa que no sirva para que una tienda no te venda algo que no necesitas y que en la economía se vale recurrir al abuso de las emociones.

En nuestra era el culto a la madre tiene su origen histórico en el deseo de la estadounidense Anna Jarvis de marcar un día en que se reconocieran sus contribuciones y en que las madres a su vez pudieran unirse para trabajar por la paz del mundo, reflejando así los deseos que flotaban en el ambiente de esa etapa previa a las guerras mundiales, aquellos finales del siglo diecinueve y principios del veinte cuando no era descabellado pensar que las madres podían crear un mundo mejor con ciertos gestos que llamaban a la unidad de todos sus hijos.

Jarvis quiso en mayo de 1908 recordar a su madre, muerta tres años atrás, con un servicio conmemorativo a ella y dedicado a todas las madres en una iglesia episcopal de West Virginia. Sin darse cuenta, Jarvis estaba iniciando la costumbre que sostendría toda una industria floral a nivel internacional al regalar para la ocasión cientos de claveles blancos a quienes asistieron al servicio.

Dicen que Jarvis misma se disgustó ante las primeras señales del comercialismo materno, de aquel asunto de las tarjetas impresas y los regalos, y las tiendas que empezaban a anunciar la fecha como una obligación. Ella misma trató, en la última década de su vida, y después del desengaño de las dos guerras mundiales, de impedir que se siguiera celebrando el día, pero ya era demasiado tarde.

29 de abril de 2016

Los límites del absurdo

Todo a su tiempo

Vamos por los días y las noches arrastrando los mismos objetos y ejercitando algunas rutinas que nos dan una ilusión de continuidad a la que llamamos vida, y hacemos planes e imaginamos el futuro con cierta convicción de permanencia, aunque la realidad dura sea otra.

En cualquier momento una de las piezas de esa estructura que simula una máquina de Rube Goldberg -- aquellas entelequias que complican las tareas más simples, pero a la vez las hacen más interesantes -- se va a pique y quedamos a la deriva, expuestos a aquel engranaje que otros llamaron “el absurdo de la vida”, o en otros términos más corrientes ese “lento y pesado ir y venir a los pesqueros” que el personaje Juan Salvador Gaviota de Richard Bach asociaba con el sinsentido.

Aquí podríamos escoger entre el existencialismo desesperado de Jean-Paul Sartre, que nos habla de un universo darwiniano y nauseabundo en el que no somos ni significamos nada; el compromiso que pensó Søren Kierkegaard, en que podemos darnos el permiso de “un salto de fe” para explicar lo inexplicable y operar desde una hipótesis filosófica o religiosa del mundo; o una visión como la de Albert Camus, que propone que a pesar del sinsentido y la constante amenaza de la muerte nos ocupemos de crear nuestros propios significados, algo así como si nos riéramos en la cara de la muerte.

No puedo entregarme de lleno a ninguna de estas visiones, aunque veo el valor de todas ellas. Para mí hay verdades, pero no una verdad, como escribió el mismo Camus.


25 de abril de 2016

Letanía de un escritor cualquiera

El EscritorTú escribes porque quieres decir algo que sea verdadero y te pasas horas, días, semanas, quizás meses de tu vida, sentado frente a un teclado y poniendo una palabra detrás de la otra. Luego depuras el lenguaje en ese mundo narrativo de tu soledad y vas dándole forma a una expresión que para ti tiene sentido. Terminas y quieres compartir lo escrito, pero a la vez no quieres, porque te sueñas caminando completamente desnudo por una avenida llena de gente, tirando tus papeles a todos lados con escritos tuyos y se van como hojas marchitas que se lleva el viento.

Has caminado tan lejos que ya no puedes regresar al punto de partida, a aquella tarde lluviosa de oraciones melosas.

Descubres como cualquier escribidor -- prefieres este vocablo profano -- que la gente piensa que tiene mejores cosas que hacer que ponerse a leer.

Hay un nuevo programa en la tele en que un hombre y una mujer primermundistas tratan de sobrevivir desnudos en la jungla y se mueren de hambre y de sed, y los bichos se los comen vivos, pero son ellos los que aprenden a comer gusanos. Los ves tiritando desnudos en la oscuridad de la noche mientras se tapan bajo unas ramas y se abrazan. La gente de privilegio es así. Les gusta sufrir a voluntad.

Los más jóvenes no necesitan imaginar personajes cuando ellos pueden ser esos personajes en alguna realidad virtual que, sin ningún sentido de ironía, se empeña en parecer más real que la misma realidad de la que escapa. Ellos pueden pilotear una nave, volar cabezas, seducir al sexo opuesto y vivir todo un arco narrativo de subidas y bajadas inmensas. Siempre con miles de oportunidades para salir triunfadores.

En este mundo comercial todo se ha vuelto una marca. Tú no eres una marca. Nadie te reconoce. Nadie te va a comprar.

18 de abril de 2016

En tributo a Mamá Fefa

Queridos familiares y amigos:

Me pidieron que dijera hoy unas palabras en honor a la vida y memoria de mi abuela y debo decirles que esto no será nada fácil. Lo voy a intentar, aunque no estoy seguro de poder contener la emoción al recordarla, y me perdonan si por momentos no puedo hablar.

María Josefa (Fefa) González (1924-2016)
Voy a empezar con la parte más sencilla, decirles que mi abuela, María Josefa González, mejor conocida como "Fefa", "Doña Fefa" o, para mucho de nosotros, "Mamá Fefa" nació el 28 de marzo de 1924 en un paraje conocido como Damajagua Adentro, y allí se crió. Para quienes no lo conocen, este es un campo en la región de San José de las Matas, en la provincia de Santiago en República Dominicana. Fue allí donde ella también conoció a Rafael Antonio Núñez, mejor conocido como Fello —o Papá Fello para nosotros— y allí empezaron una familia. (Él, como ustedes sabrán, falleció unos 21 años antes que ella en 1995, después de toda una vida juntos).

Mi abuela tuvo siete hijos. Uno de ellos, que ella recordaba por su apodo Toñito, murió cuando era adolescente, pero ella siempre lo tuvo presente. Los demás ustedes los conocen y están aquí hoy: Enedina, Matilde, Otilio, Catalina, Emilio y Eugenio. Hoy somos una multitud de hijas e hijos, yernos y nueras que ella recibió con gusto en la familia y, según mi cuenta, unos 16 nietos y 13 bisnietos – más tres en camino, que se sepa.

Volviendo a la historia de mi abuela, su niñez, sus primeros años de edad adulta y el comienzo de su familia transcurrieron en aquel campo, que entonces era un lugar sin carreteras, sin servicio de agua, sin electricidad, y donde se sobrevivía como se podía. Yo sé, porque ella me lo contó, que hubo noches en las que faltó hasta la comida, pero ella no era persona de quejarse, sino que ponía su fe en que las cosas iban a mejorar y de alguna manera salían adelante, aunque fuera a fuerza de oraciones y optimismo.

Mi abuela Fefa siguió a sus hijos cuando se mudaron a la ciudad de Santiago en busca de trabajo y la familia se había ubicado a los principios de los 1970 en una casa en un barrio conocido como el Cerro de Papatín. Allí pasaron la difícil prueba de ver un incendio devastar esa barriada en la que se quemó la casa donde vivían con las pocas pertenencias que tenían. Yo no estaba en esos días, pero sé que pasaron un tiempo desalojados o quedándose en otros lugares de manera temporaria.

La familia luego se mudó a un barrio de damnificados que nombraron Los Quemados alrededor de 1973, y allí tuvimos nuestro hogar por muchos años. La búsqueda de superación hizo que mis tías y tíos y mi mamá se mudarán poco a poco a Nueva York, como tantos dominicanos lo han hecho. Mis abuelos y yo los seguimos hasta acá en 1990, un día soleado de agosto. Veníamos mi tía Catalina, papá y mamá y si mal no recuerdo nuestros vecinos, doña Leonidas y don Ortega, que en paz descanse, y aquello fue un desastre al momento de subirnos en las escaleras eléctricas del aeropuerto Kennedy, porque Cathy y yo no dábamos a bastos para explicarles cómo subir y bajar de esos aparatos que caminaban solos.

El asunto es que mamá llegó ese día a Nueva York y decidió que aquí se quedaría, no porque no extrañaba a los familiares, amigos y vecinos que quedaban en nuestro país, sino porque aquí estaban sus hijos, y si algo ella tenía muy claro era que donde estaba su familia estaba su hogar.

Vivimos en Graham Avenue aquí en Brooklyn; luego aquí en Los Sures, prácticamente al doblar dos o tres esquinas de esta funeraria, y finalmente cruzamos el puente al Lower East Side de Manhattan, donde ella vivió, la más de las veces contenta de tener cerca a su familia desde la noche de espera de año nuevo a final de 1993 hasta estos días. Este sábado, 16 de abril, ella se levantó, preparó su café como todos los días, y después de un breve malestar cerró los ojos y nos dejó físicamente, pero sabemos que ella sigue con nosotros, en nuestras mentes, en nuestros corazones y en el espíritu generoso que ella compartió con todos nosotros y que perdurará más allá de sus 92 años de vida.

Esta historia que les he contado es solamente un resumen superficial de su vida, porque quienes, como yo, tuvimos la dicha de conocerla sabemos que mamá nos enseñó con su ejemplo más que lo que se aprende en una escuela o en una universidad. Ella nació en la pobreza de nuestros campos y no tuvo la oportunidad de estudiar, pero era una persona observadora y que se proponía llevar una buena vida, acorde a su fe en un Dios de amor y en su naturaleza bondadosa.

Nosotros la recordaremos la más de las veces sonriente, positiva, dispuesta a saludarnos con un abrazo, a regalarnos una menta, a brindarnos café, a preguntarnos si teníamos hambre, a recomendarnos que fuéramos por buen camino y a dedicar una oración a las muchas personas vivas y muertas que ella conocía de sus años en Damajagua, o en Santiago o en esta ciudad.

Algo que tenía mi abuela: si ella conocía a una persona yo creo que nunca la olvidaba. Se recordaba de todos los cumpleaños de sus hijos, nietos y bisnietos, y repartía sus bienes, pasándoles algunos dólares en sobrecitos a los pequeños cuando cumplían años y echándonos siempre bendiciones. Lo primordial en su mente era el bien de su familia y de los suyos y yo solamente tenía que visitarla para saber qué estaba pasando en Damajagua, en Los Quemados, en Orlando o con los otros miembros de la familia y conocidos donde quiera que se encontraran, porque ella estaba atenta a todo y quería que todos estuviéramos atentos a todos.

Ustedes sabrán que esta es una familia de orígenes humildes, y yo les diré que siempre vi a mi abuela compartir lo que tenía, ya fuera que recibiéramos a gente que llegaba a quedarse con nosotros en Santiago o guardar un plato de comida para "Charo," un hombre de discapacidad mental que caminaba descalso por las calles del barrio. Mamá Fefa nos enseñó que la vida tiene sentido cuando la compartimos con los demás.

Voy a contarles, si puedo, una corta historia que tal vez solamente yo me sé de esta manera.

Ustedes saben que mi abuela encontraba en su fe en Dios el motor de su vida. Ustedes saben que ella encontraba paz en la oración y en oír de la promesa de vida eterna en las Escrituras.

Yo cuando era niño iba con ella a la iglesia. Caminábamos por las calles del barrio, y pasábamos por Corea y la Avenida los Jazmines para ir a la Iglesia Santa Ana. Un domingo íbamos tarde y caminábamos apurados. Yo tendría unos diez años o algo así y estaba caminando al frente y ella venía detrás. Pasamos por el frente de un colmado donde acababan de lavar la acera con agua, y yo solamente la oí caerse detrás de mí y cuando volteé estaba en el piso y el cuerpo le había caído encima del brazo. Yo la ayudé como pude a pararse y podía ver claramente que tenía la muñeca doblada y que se le estaba hinchando. Ella se limpió el vestido con la otra mano y me dijo que siguiéramos para la iglesia, que la misa iba a empezar.

Yo era un niño pero yo podía ver que ella no estaba en condiciones de ir a misa, que adonde tenía que ir era a un hospital. Me recuerdo como ahora mismo del rostro de determinación que ella tenía cuando me mencionó algo que decía la Biblia, y que ella había oído en misa. Ahora sé que era una cita del Evangelio Según San Lucas, capítulo 9, versículo 62, que dice así:

Jesús dijo: El que pone la mano en el arado y sigue mirando atrás, no sirve para el reino de Dios.

Ella me dijo que no quería ser como quien pone la mano en el arado y sigue mirando atrás. Aquella mañana tuve que esforzarme mucho para convencerla de que estaba bien, que Dios la perdonaría si ella se devolvía a casa para que Emilio la llevara al hospital (y resultó que tenía la muñeca quebrada y la tuvieron que enyesar), pero yo aprendí algo de ella entonces y muchas veces me acuerdo de ese momento de esta manera: que hay que mirar hacia adelante, siempre adelante, y que uno no debe rendirse ante la primera dificultad.

También podríamos decir que la fe mueve montañas.

Mi abuela siempre tuvo esa fe.

Es importante tener la fortaleza para seguir adelante, como ella quiso, y ser generosos como ella lo fue.

Gracias a todos por acompañarnos.


Leído por Víctor Manuel Ramos el 18 de abril de 2016 en la Funeraria Ortiz de Williamsburg, Brooklyn.

18 de enero de 2016

Más allá del desastre de Chernóbil

Portada de "Voces de Chernóbil. Crónica del futuro" - Svetlana Alexiévich
El 26 de abril de 1986 no es una fecha muy conocida en la historia, pero debería serlo. Ese día la planta nuclear eléctrica de Chernóbil se fue a pique, explotando e incendiándose para liberar desde sus entrañas los desechos radiactivos que carcomerían parte del territorio de la Unión Soviética de entonces, y en particular las repúblicas satélites de Belarús (o Bielorrusia) y Ucrania.

Decir esto es hablar en los términos lineales de la información; cosas que no significan mucho para quienes no palparon el desastre y sus consecuencias.

No es lo mismo leer datos de lo que empezó como una avería técnica y terminó borrando más de cuatrocientos aldeas bielorrusas que enterarse en detalle de la muerte de un bombero que se desintegraba poco a poco frente a su joven mujer, hasta que: “Todo él era una llaga sanguinolenta”.

Tampoco es igual a adentrarse en la memoria de un cazador empleado por las autoridades de entonces para ir a matar a tiros a los perros y a los gatos, o a los caballos, todas esas mascotas amistosas que se volverían radiactivas después que sus amos las dejaron al ser evacuados de la zona. “En los últimos instantes ves que tiene una mirada que entiende, unos ojos casi humanos”, dice uno de los cazadores.

Los mismos humanos de Chernóbil que lograron huir se convirtieron en unos apestados, sus vísceras concentraciones de radiación y sus conciencias traumatizadas por el efecto de un nuevo tipo de guerra – del ser humano puesto en jaque por las consecuencias inesperadas de su propia tecnología.

Todo esto se siente más cercano en los testimonios recopilado por Svetlana Alexiévich, ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2015, en su libro “Voces de Chernóbil” (título original: Tchernobylskaia Molitva), que ella presenta como una “Crónica del futuro”. Hemos leído el libro en el círculo de lectura que hemos constituido por estos medios, tras escogerlo en ocasión del premio, y los que nos reunimos para comentarlo concordamos en que es una lectura difícil pero inolvidable.

Más leídas hoy

Más leídas del año

Girando en la blogósfera