El Gran Hermano siempre está mirando y lo sabe todo. La verdad es un asunto relativo y manejado por ministerios de información que componen la historia a su manera. La clase marginada es casi vista como subhumana, mientras que la gran mayoría se encuentra sumida en el sueño profundo del entretenimiento masivo.
La guerra es la paz. La libertad es esclavitud. La ignorancia es fuerza.
Los hechos no son los hechos.
Le he oído a varias personas con conocimiento general de la literatura comparar los tiempos en que vivimos con el mundo distópico de “Mil novecientos ochenta y cuatro”, la novela de George Orwell en cuya trama un sistema totalitario mantiene el control de la población por medio de la vigilancia masiva por medios tecnológicos y la represión de las dictaduras convencionales.
Estas comparaciones me han puesto a pensar sobre las distopías y el papel que juegan en nuestra conciencia colectiva.
Ese tipo de ficción no me ha atraído como lector, tal vez por la experiencia que he tenido con otros lectores, personas de pensamiento conspiratorio que he conocido por ahí y que me han citado este 1984 de Orwell, o su otra novelilla “Animal Farm”, o el “Brave New World” (“Un mundo feliz” de Aldous Huxley), o el “Farenheit 451” de Ray Bradbury, hablando de estos textos casi como si fueran presagio o evidencia de un mundo en el que nos controlan quienes manejan la información.
He visto sus ojos abrirse, animados, y trazar paralelismos a los medios de hoy en día, o a las tecnologías de telecomunicaciones, o a juntas secretas que mueven los hilos de los gobiernos.
No me convence del todo ese pensamiento tecno-apocalíptico como no me convencen las narrativas de finales del mundo de los cultos religiosos, pero veo el atractivo de estas visiones pesimistas en un mundo en el que hay razones para sospechar que somos manipulados.
Me puse a reevaluar esos textos recientemente, algunos leídos antes en asignaciones escolares y otros abandonados en el hastío de las tramas conspiratorias. No puedo adentrarme del todo en los mundos totalitarios que conciben estas narrativas, pero a veces los paralelismos entre las exageraciones ficticias y las ridiculeces de nuestra era política son demasiados cercanos como para ignorarlos.
He llegado a ver en estas relecturas que las distopías son tan desiguales en su relación con la realidad como las utopías, y son parte esencial de estas. Primero hay que creer en la utopía --ya sea de un paraíso terrenal o celeste-- para terminar en lo distópico. En ese sentido, estos escritos son un toque a rebato que nos dice: Cuidado con poner la fe en las ideologías y los sistemas.
En las sociedades más o menos democráticas, o sea de sistemas políticos representativos y negociaciones de intereses que habitamos, vivimos en un dos mil diecisiete (y probablemente muchos años por venir) en que se ha dado por hablar de la era de “la post-verdad” o “la verdad alternativa”. Son otras frases para la verdad maquillada; o sea, la mentira.
No se puede, por tanto, confiar en las declaraciones del debate político porque en gran parte su propósito es vender una imagen que apoye a políticas partidistas rígidas y que favorezcan al fin a variados intereses y sectores económicos -- y el debate, mientras tanto, se divide en campos de batalla en torno a temas como el manejo de la economía, la imposición y el uso de impuestos, las políticas migratorias y el reconocimiento de derechos. Parece que los extremos del debate político dominan la conversación y que, a la vez, el compromiso que muchas veces se logra es una negociación entre poderes ajenos a esas necesidades.
Pero este mundo de pragmatismos y fuerzas nebulosas me hace pensar más en la tiranía del absurdo que en estos sistemas de completo control de la ficción especulativa, y pienso que este es un asunto más difícil de encapsular en alguna visión coherente y sencilla que se pueda comentar de manera casual -- primero, porque el absurdo, el azar y el caos se relacionan y resisten fácil clasificación, y, segundo, porque todos somos partes del sinsentido.
En esta última mezcolanza de ideas, debates circulares y condiciones de vida no somos simplemente víctimas, aunque podemos serlo, sino partícipes de las sociedades que creamos.
La guerra es la paz. La libertad es esclavitud. La ignorancia es fuerza.
Los hechos no son los hechos.
Le he oído a varias personas con conocimiento general de la literatura comparar los tiempos en que vivimos con el mundo distópico de “Mil novecientos ochenta y cuatro”, la novela de George Orwell en cuya trama un sistema totalitario mantiene el control de la población por medio de la vigilancia masiva por medios tecnológicos y la represión de las dictaduras convencionales.
Estas comparaciones me han puesto a pensar sobre las distopías y el papel que juegan en nuestra conciencia colectiva.
Ese tipo de ficción no me ha atraído como lector, tal vez por la experiencia que he tenido con otros lectores, personas de pensamiento conspiratorio que he conocido por ahí y que me han citado este 1984 de Orwell, o su otra novelilla “Animal Farm”, o el “Brave New World” (“Un mundo feliz” de Aldous Huxley), o el “Farenheit 451” de Ray Bradbury, hablando de estos textos casi como si fueran presagio o evidencia de un mundo en el que nos controlan quienes manejan la información.
He visto sus ojos abrirse, animados, y trazar paralelismos a los medios de hoy en día, o a las tecnologías de telecomunicaciones, o a juntas secretas que mueven los hilos de los gobiernos.
No me convence del todo ese pensamiento tecno-apocalíptico como no me convencen las narrativas de finales del mundo de los cultos religiosos, pero veo el atractivo de estas visiones pesimistas en un mundo en el que hay razones para sospechar que somos manipulados.
Me puse a reevaluar esos textos recientemente, algunos leídos antes en asignaciones escolares y otros abandonados en el hastío de las tramas conspiratorias. No puedo adentrarme del todo en los mundos totalitarios que conciben estas narrativas, pero a veces los paralelismos entre las exageraciones ficticias y las ridiculeces de nuestra era política son demasiados cercanos como para ignorarlos.
He llegado a ver en estas relecturas que las distopías son tan desiguales en su relación con la realidad como las utopías, y son parte esencial de estas. Primero hay que creer en la utopía --ya sea de un paraíso terrenal o celeste-- para terminar en lo distópico. En ese sentido, estos escritos son un toque a rebato que nos dice: Cuidado con poner la fe en las ideologías y los sistemas.
En las sociedades más o menos democráticas, o sea de sistemas políticos representativos y negociaciones de intereses que habitamos, vivimos en un dos mil diecisiete (y probablemente muchos años por venir) en que se ha dado por hablar de la era de “la post-verdad” o “la verdad alternativa”. Son otras frases para la verdad maquillada; o sea, la mentira.
No se puede, por tanto, confiar en las declaraciones del debate político porque en gran parte su propósito es vender una imagen que apoye a políticas partidistas rígidas y que favorezcan al fin a variados intereses y sectores económicos -- y el debate, mientras tanto, se divide en campos de batalla en torno a temas como el manejo de la economía, la imposición y el uso de impuestos, las políticas migratorias y el reconocimiento de derechos. Parece que los extremos del debate político dominan la conversación y que, a la vez, el compromiso que muchas veces se logra es una negociación entre poderes ajenos a esas necesidades.
Pero este mundo de pragmatismos y fuerzas nebulosas me hace pensar más en la tiranía del absurdo que en estos sistemas de completo control de la ficción especulativa, y pienso que este es un asunto más difícil de encapsular en alguna visión coherente y sencilla que se pueda comentar de manera casual -- primero, porque el absurdo, el azar y el caos se relacionan y resisten fácil clasificación, y, segundo, porque todos somos partes del sinsentido.
En esta última mezcolanza de ideas, debates circulares y condiciones de vida no somos simplemente víctimas, aunque podemos serlo, sino partícipes de las sociedades que creamos.