Me preguntaba alguien el otro día por qué publiqué dos libros de ficción y después no he sacado nada más a la luz en estos años (aunque eso no es del todo cierto si los cuentos sueltos cuentan). Esta pregunta me hizo pensar en la agricultura.
Hace un par de décadas, escondido en los recovecos que en Nueva York llamamos apartamentos, fantaseaba yo con algún día en que tuviera un pedazo de tierra sobre el cual poner los pies desnudos, qué se yo, la idea esa de tener una casa con un patio, aunque no fuera muy grande, para quitarme los zapatos y sentir la naturaleza como cuando niño.
Imaginaba más, que podría llegar a ser uno de esos jardineros urbanos que siembran tomates, ajíes, limones, arándanos y berenjenas en su pedacito de tierra y los cultivan cualquier tarde antes de la cena, y regalan luego a sus amigos el vegetal primoroso y la fruta fresca.
Se me olvidó ese asunto y me fui por unos años de la gran metrópolis y mudé mi pequeña familia a una casa rodeada de patio por todos lados. Había un bosque de pinos detrás, mucho cielo abierto y toda la luz posible. Mucho más de lo que yo esperaba.
Entonces, tocaba empezar el trabajo en ese jardín, ¿cierto?
Fuimos cualquier tarde veraniega (casi siempre es verano en la Florida) a la ferretería y obtuvimos algunos implementos -- palas, guantes, barreras, carretilla, tierra negra, qué se yo -- y árboles o semillas de plantar. Buscamos por un rato en el patio hasta ubicar un pedazo de tierra que nos pareció ideal para nuestro primer jardín orgánico.
El sol y el calor se encargaron de matarme la motivación cuando empecé a cavar. Dejé el patio medio agujereado para seguir un poco a la vez por varios días, hasta que al fin quedó un rectángulo mal hecho, que más o menos delineamos con algunas piedras, palos y otras barreras. Lo de la siembra se lo dejé a mi esposa. Después nos fuimos a leer libros, a ver televisión y a surfear la red y se olvidó el patio.
A unos días encontramos todo alborotado. Entre los pájaros, las ardillas y los mapaches habían desenterrado semillas, tumbado ramas y, probablemente aquellos últimos, se habían meado y cagado sobre la siembra. ¡Malditos mapaches con caras de rateros! ¡Estúpidas ardillas! ¡Pendencieros pájaros!
Empezamos otra vez, pero esta vez pusimos mejores barreras, mallas de plástico y, por supuesto, el muñeco de una chica de paja para espantapájaros, tan adorable que resultaba ridículo, porque nada espantaba. No teníamos que ocuparnos mucho de regar la tierra porque en esa zona subtropical caía el aguacero vespertino casi todos los días, y luego salía el sol y lo secaba todo. Declaramos todo hecho otra vez.
Después de unos días vimos retoños. Y esos retoños empezaron a echar ramas, y uno de esas plantas, recuerdo que de calabaza, empezó a estirar sus brazos verdes fuera de la malla. Estábamos en camino a nuestra primera cosecha.
Luego pasó lo que tenía que pasar. Nos vinieron algunas tormentas, salimos a pasear, fuimos de viaje, nos quedamos escondidos dentro de la casa, porque afuera estaba el calor, y la humedad y los mosquitos, y, bueno, dejamos que la naturaleza hiciera lo suyo en el patio.
Y la naturaleza hizo lo suyo: volvieron los animales, desenrollaron la malla, se comieron los tomates, y una maldita ardilla salió corriendo con la única berenjena que mirábamos con esperanzas desde el interior acondicionado de la casa. A los mapaches los caché una noche en plena faena corporal justo al lado de la espantapájaros, como para faltarle al respeto.
Lo único que quedó del jardín fue la calabaza que se convirtió en una plaga, porque se regó por todo el patio nuestro y, por debajo de la cerca, hasta el del vecino.
Salí otro día con la pala y los guantes y corté y arranqué todo lo que habíamos plantado.
Es que nos faltó dedicación para hacerlo bien. Creíamos que con meter dos o tres semillas o pedacitos de árboles en la tierra iba a ser suficiente. Creíamos que un poco de esfuerzo traería muchos frutos. Creíamos que era tan fácil sembrar y cosechar.
Al hablar de escritura -- o de cualquier otro empeño por hacer algo maravilloso por sí mismos, porque queremos, no porque nos obligan o nos pagan -- se puede pensar en una siembra. Hay que preparar bien la tierra, escoger bien las semillas y plantas, delinear bien los límites y visitar una y otra vez el mismo lugar para mojar raíces, sacar hojas y ramas muertas, arrancar malezas y tomar medidas contra predadores. Hay que tener paciencia hasta ver los primeros retoños y frutos. Eso aprendí de esa experiencia, aunque todavía espero la buena cosecha.
(Por cierto, si la persona que vive en aquella propiedad lee esto, le pido que por favor me envíe algún aguacate del árbol que más adelante sembré con tanta ilusión y dejé allí cuando el camino me llevó a otras partes).
Hace un par de décadas, escondido en los recovecos que en Nueva York llamamos apartamentos, fantaseaba yo con algún día en que tuviera un pedazo de tierra sobre el cual poner los pies desnudos, qué se yo, la idea esa de tener una casa con un patio, aunque no fuera muy grande, para quitarme los zapatos y sentir la naturaleza como cuando niño.
Imaginaba más, que podría llegar a ser uno de esos jardineros urbanos que siembran tomates, ajíes, limones, arándanos y berenjenas en su pedacito de tierra y los cultivan cualquier tarde antes de la cena, y regalan luego a sus amigos el vegetal primoroso y la fruta fresca.
Se me olvidó ese asunto y me fui por unos años de la gran metrópolis y mudé mi pequeña familia a una casa rodeada de patio por todos lados. Había un bosque de pinos detrás, mucho cielo abierto y toda la luz posible. Mucho más de lo que yo esperaba.
Entonces, tocaba empezar el trabajo en ese jardín, ¿cierto?
Fuimos cualquier tarde veraniega (casi siempre es verano en la Florida) a la ferretería y obtuvimos algunos implementos -- palas, guantes, barreras, carretilla, tierra negra, qué se yo -- y árboles o semillas de plantar. Buscamos por un rato en el patio hasta ubicar un pedazo de tierra que nos pareció ideal para nuestro primer jardín orgánico.
El sol y el calor se encargaron de matarme la motivación cuando empecé a cavar. Dejé el patio medio agujereado para seguir un poco a la vez por varios días, hasta que al fin quedó un rectángulo mal hecho, que más o menos delineamos con algunas piedras, palos y otras barreras. Lo de la siembra se lo dejé a mi esposa. Después nos fuimos a leer libros, a ver televisión y a surfear la red y se olvidó el patio.
A unos días encontramos todo alborotado. Entre los pájaros, las ardillas y los mapaches habían desenterrado semillas, tumbado ramas y, probablemente aquellos últimos, se habían meado y cagado sobre la siembra. ¡Malditos mapaches con caras de rateros! ¡Estúpidas ardillas! ¡Pendencieros pájaros!
Empezamos otra vez, pero esta vez pusimos mejores barreras, mallas de plástico y, por supuesto, el muñeco de una chica de paja para espantapájaros, tan adorable que resultaba ridículo, porque nada espantaba. No teníamos que ocuparnos mucho de regar la tierra porque en esa zona subtropical caía el aguacero vespertino casi todos los días, y luego salía el sol y lo secaba todo. Declaramos todo hecho otra vez.
Después de unos días vimos retoños. Y esos retoños empezaron a echar ramas, y uno de esas plantas, recuerdo que de calabaza, empezó a estirar sus brazos verdes fuera de la malla. Estábamos en camino a nuestra primera cosecha.
Luego pasó lo que tenía que pasar. Nos vinieron algunas tormentas, salimos a pasear, fuimos de viaje, nos quedamos escondidos dentro de la casa, porque afuera estaba el calor, y la humedad y los mosquitos, y, bueno, dejamos que la naturaleza hiciera lo suyo en el patio.
Y la naturaleza hizo lo suyo: volvieron los animales, desenrollaron la malla, se comieron los tomates, y una maldita ardilla salió corriendo con la única berenjena que mirábamos con esperanzas desde el interior acondicionado de la casa. A los mapaches los caché una noche en plena faena corporal justo al lado de la espantapájaros, como para faltarle al respeto.
Lo único que quedó del jardín fue la calabaza que se convirtió en una plaga, porque se regó por todo el patio nuestro y, por debajo de la cerca, hasta el del vecino.
Salí otro día con la pala y los guantes y corté y arranqué todo lo que habíamos plantado.
Es que nos faltó dedicación para hacerlo bien. Creíamos que con meter dos o tres semillas o pedacitos de árboles en la tierra iba a ser suficiente. Creíamos que un poco de esfuerzo traería muchos frutos. Creíamos que era tan fácil sembrar y cosechar.
Al hablar de escritura -- o de cualquier otro empeño por hacer algo maravilloso por sí mismos, porque queremos, no porque nos obligan o nos pagan -- se puede pensar en una siembra. Hay que preparar bien la tierra, escoger bien las semillas y plantas, delinear bien los límites y visitar una y otra vez el mismo lugar para mojar raíces, sacar hojas y ramas muertas, arrancar malezas y tomar medidas contra predadores. Hay que tener paciencia hasta ver los primeros retoños y frutos. Eso aprendí de esa experiencia, aunque todavía espero la buena cosecha.
(Por cierto, si la persona que vive en aquella propiedad lee esto, le pido que por favor me envíe algún aguacate del árbol que más adelante sembré con tanta ilusión y dejé allí cuando el camino me llevó a otras partes).