17 de diciembre de 2008
El juego literario de Ruiz Zafón.
Lo más interesante de Carlos Ruiz Zafón es su habilidad para hilvanar historias. Este escritor español, que sin dudas es la sensación de los últimos años, sabe cómo tramar.
He leído su último libro, «El juego del ángel», que resultó hacer juego con «La sombra del viento», el libro anterior que lanzó a Ruiz Zafón al estrellato. Ese también lo leí, sin entender del todo, entonces, por qué me atraía, pero en esta segunda oportunidad lo tengo algo aprendido.
Atravesé las más de seiscientas páginas de «El juego del ángel» a pesar de que a mí mismo la historia me parecía grandemente inverosimil y, francamente, algo ombliguista.
Así la resume la cubierta del libro: En la turbulenta Barcelona de los años 20, un joven escritor obsesionado con un amor imposible recibe la oferta de un misterioso editor para escribir un libro como no ha existido nunca, a cambio de una fortuna y, tal vez, mucho más.
Lo que he descubierto, lo que me ha enseñado Ruiz Zafón, es que no importa que la historia sea creíble, e incluso que los personajes parezcan extensiones del narrador, siempre y cuando el escritor mismo se convenza de que la historia y los personajes representan una realidad.
Y es obvio que Ruiz Zafón lo logra de manera magistral. Narra apasionadamente, a pesar de la extensión del texto, lo que se siente como una película de misterios que, a pesar de todo lo que uno pueda suponer, termina sorprendiendo.
Me guste o no este género, creo que lo que logra Ruiz Zafón es bueno.
16 de noviembre de 2008
Huckleberry Finn
¿Qué hacer al tener la libertad? Encontrar otra razón para huir de nuevo.
27 de octubre de 2008
Procesador de palabras.
No es que uno no tenga nada qué decir sino que tal vez uno no se permite decirlo. Las prioridades pueden ser otras: pagar las deudas, mudarse, criar niños, trabajar, resolver lo del carro, poner una cerca, arreglar por fin el maldito rechinar de la puerta de la ducha. En fin, vivir tan en paz como sea posible. Vaya idealismo: pequeña burguesía.
Pero uno está al acecho del momento.
Cuando llega uno lo sabe. Lo sabe porque lo sabe. Y tira uno las sábanas a un lado, y abandona el estupor y la comodidad de la cama, y se va como un borracho en la oscuridad, tropezando con los muebles que parecen haber cambiado de lugar, y llega apenas a la cámara oscura y enciende alguna lucecilla y, sin dudas, la computadora -- y desespera uno ante el sonido de comienzo de Windows --¡cállate y prende!--, y la página de entrada, y la maldita palabra clave que se olvida a deshoras, y el antivirus que insiste en hacer una inspección completa de los contenidos del disco duro.
Y, al fin, abre la página virtual --ese fantasma de la página en blanco de antaño-- y empieza uno a desnudarse con las palabras y a gritar las cosas que hace tiempo no podía decir, y llega uno prendido a las oraciones del último párrafo, y decide de una vez que esto no está nada mal. Nada mal. Tiene vida propia. Y cualquier arte, ante todo, debe cobrar vida propia. Y graba uno el documento y se va, felizmente, a roncar.
Se ha abierto la vena de un manantial, y se repite el proceso una, dos noches: empieza uno a desbordarse por unos senderos que van hacia algún lugar, aunque no se sepa exactamente cuál -- y eso es parte de la excitación, ese no-saber en el propio interior.
Otra sesión fructuosa llega a su fin. Está uno alegre, genuinamente alegre, y, cuando va a poner el punto final, justo en ese momento, la virtualidad deja de existir. Todo cesa. Esos puntitos de colores de la pantalla no responden. Se ha perdido todo, todo, todo, y el escritor devastado se lleva las manos a la cabeza y sabe que, otra vez, la tecnología ha masacrado a la inspiración.
14 de octubre de 2008
No todas las gordas son iguales.
Uno ve una gorda del colombiano Fernando Botero y reconoce en ella una apreciación voluptuosa y erótica que trasciende a las primeras impresiones. Él las humaniza más allá de la distorsión física y los pliegos de celulitis -- y humanizándolas a ellas humaniza al espectador que se ve forzado a examinar sus impresiones.
Yo esperaba una experiencia similar cuando empecé a leer "El susurro de la mujer ballena", una novela del peruano Alonso Cueto que debió delatarse por su título. Pero esta trama, que involucra la reaparición de una amiga obesa en la vida de una mujer esbelta y de carrera exitosa, trae una apreciación de la mujer gorda que no difiere a la predominante antes de que apareciera el nuevo esquema de Botero.
Cueto nos presenta a la mujer gorda en toda su aberración: fea, pesada, resentida, antisocial y amenazante. El lenguaje desapegado que me pareció genial en "La hora azul", su otra novela sobre las reverberaciones de una época oscura en el Perú, parece un examen quirúrgico, despiadado y doloroso en esta narración.
Tal vez es culpa de Botero, pero yo esperaba un viaje distinto a la interioridad de la gordura, ese testimonio aparente de los excesos de nuestra época.
(Fotografía es cortesía de El Tecnorrante)
6 de septiembre de 2008
El porqué de la literatura
Recordemos que "En el principio era el verbo..."
Hay una tendencia posmoderna a creer que se puede escribir sin decir nada, con el solo objetivo de entretener. Pero, aun cuando es sin intención, hay mucho de filosofía en lo literario. El mismo intento de negar cualquier significado ulterior es un ejercicio retórico para una visión de la vida.
Y lo más delicioso del ejercicio literario es la confluencia del arte con el pensamiento profundo, un casamiento extraordinario entre la imaginación, el razonamiento y la aprehensión emocional de las cosas.
Algunos ejemplos.
Franz Kafka nos dejaba una declaración existencial al narrar:
"Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto".
Fiódor Dostoievski nos hablaba del castigo inherente en el crimen mismo en su "Crimen y Castigo," como sugería en las situaciones de su novela y las palabras de su hostigado personaje:
"-¿Compadecerme? ¿Por qué me han de compadecer? -bramó de pronto Marmeladof, levantándose, abriendo los brazos con un gesto de exaltación, como si sólo esperase este momento -. ¿Por qué me han de compadecer?, me preguntas. Tienes razón: no merezco que nadie me compadezca; lo que merezco es que me crucifiquen. ¡Sí, la cruz, no la compasión...! ¡Crucifícame, juez! ¡Hazlo y, al crucificarme, ten piedad del crucificado! Yo mismo me encaminaré al suplicio, pues tengo sed de dolor y de lágrimas, no de alegría. ¿Crees acaso, comerciante, que la media botella me ha proporcionado algún placer? Sólo dolor, dolor y lágrimas he buscado en el fondo de este frasco... Sí, dolor y lágrimas... Y los he encontrado, y los he saboreado. Pero nosotros no podemos recibir la piedad sino de Aquel que ha sido piadoso con todos los hombres; de Aquel que todo lo comprende, del único, de nuestro único Juez".
Y qué del Pedro Páramo de Juan Rulfo y sus exploraciones por las veredas de la muerte:
"Fui andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas desportilladas, invadidas de yerba. ¿Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba esta yerba ? " La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya la gente para invadir las casas. Así las verá usted".
Es evidente. La mejor literatura nos habla sobre las inquietudes más profundas del ser humano, y esta es la razón primordial para leerla -- y escribirla.
23 de julio de 2008
Compartir el nombre.
Nada raro que un nombre como el mío exista en América Latina. De hecho, en el barrio donde crecí había un tocayo que no solamente tenía mi primer y segundo nombres, sino también mis dos apellidos -- y el tipo no me caía muy bien, por copista. Lo que sí me pareció extraño --además de la casi idéntica dirección electrónica de este nuevo homónimo-- es que él también estuviese picado por el virus de la escritura.
Me puse a investigarlo. Encontré un par de artículos en la prensa hondureña y vi los títulos de algunos libros por ahí. Supe que su profunda aficción es por los libros infantiles.
Al fin, le escribí.
Hará años de eso. Desde entonces el doctor Víctor Manuel Ramos y yo, que no soy doctor de nada, llevamos una correspondencia esporádica y amistosa. Tenemos un pacto: yo le paso sus correos desviados y él me pasa los míos. Hemos decidido compartir el nombre.
En todo esto no le había leído, hasta que hace poco intercambiamos libros. Creo que él salió perdiendo en esa transacción. Yo le envié mi «Morirsoñando» y él me hizo llegar un sobre con títulos y personajes tan tiernos que me dan ganas de ser niño.
Está, por ejemplo, «Aventuras de un globo terráqueo», la historia de un globito viejo al que le faltaban letras pero le sobraba cariño. Tiene mi tocayo el arte de intercalar diálogos sencillos entre el globo terráqueo y un niño con observaciones como estas:
"Las estrellas son como florecillas perfumadas tiradas al azar en toda la extensión del cielo; la luna es como un inmenso campo de tranquilidad. Pero no todos los niños son felices".
Y tiene cuentos infantiles de mucho brillo, como «Mario Fernando quiere una estrella» de su libro «Monsieur Hérisson y otros cuentos». ¡Qué dulzura! Es la historia de un pequeño que va en busca de un lucero, y de un ser vivo que no tiene el corazón para defraudarlo.
Pero el libro que más me ha llegado es el dedicado a "una faceta desconocida de Víctor Manuel Ramos", según dice en su cubierta. Se llama «Paseo por La Leona» y es una lírica colección de poesías eróticas. He tenido la extraña sensación al leerla de que combina la intensidad de la sensualidad con la inocencia del autor de niños -- presentando una visión pura, y por lo tanto bella, de la mujer y la sexualidad. Una visión que comparto.
Me atreveré a reproducir aquí «Dormir a tu lado», una de sus poesías, porque solamente así puedo transmitir a otros la sensación de paz que deja su lectura.
De esta manera, se me hace muy fácil compartir el nombre.
Dormir a tu lado.
Dormir a tu lado,
compartir la almohada
y tener dispuesto el brazo
para estrecharte.
Sentir tu pecho
palpitar de vida.
Quererte
más allá del olvido
y sentir el amor
como la sustancia
de la eternidad.
Acunarme en tus brazos,
protegerme bajo el palio
de tus cabellos,
oír la música que nos sustancia
y explorarte dulcemente.
Amarte
y decir tu nombre
que se repite con el mío
como el eco
desde tus labios.
Desearte
y escuchar el pulso
trepidante en tus arterias
como ríos caudalosos
sobre las limpias sábanas.
Poseerte
con vital aliento
y escuchar en silencio
el renacer de la vida.
Dormir contigo,
quiero decírtelo,
es hilvanar
la eternidad de nuestras vidas.
28 de junio de 2008
Escritores, entre comillas.
Mucha de esta inseguridad surge de una suposición mía. Creo que escribir es un asunto opcional y que puedo, si así lo decido, dedicarme a vender frutas en alguna esquina y nunca más plasmar una idea. Pero siempre termino haciéndolo.
Me escondía bajo un alero, esperando a que se disipara la lluvia y que abrieran la puerta de aquella especie de castillo medieval que era la escuela adonde nos reuniríamos. En eso llegó otro. Lo reconocí como el tipo-escritor: traía jeans negros, chaqueta de cuero sobre una camiseta, el pelo sin peinar y esa especie de grandeza ensayada.
Se presentó como un escritor y me preguntó si esperaba para la conferencia. Entonces me miró: yo venía de la oficina, con el uniforme de pantalones caqui, camisa azul celeste y corbata de un día de entrevistas y reuniones. Parecía un contador, un trabajador de recursos humanos, un vendedor de zapatos; cualquier oficinista alejado del mundo de las letras.
--¿Eres escritor? -- me preguntó.
Yo noté la ciudad, su movimiento perpetuo y la lluvia: ese palpitar que podría describirse de tantas maneras en un texto. No quise comprometerme con una respuesta.
--Más o menos -- contesté.
--¿Más o menos?
El gran portón de madera se abrió y una mujer flaca, que parecía haberse quedado atrapada en las modas de los años setenta, nos invitó a pasar a la conferencia. Yo aproveché para evadir la conversación. Entré y seguí por el pasillo hacia la sala de reuniones.
Aquel me siguió.
--No se puede ser 'más o menos' un escritor --me reclamaba--. Una mujer no está más o menos embarazada. Lo está o no lo está. ¿Cuál de los dos es?
No contesté más que con una sonrisa, pero pensé que hay gestaciones que terminan en abortos.
26 de mayo de 2008
La blanca arena de Daytona
Saco esta bolsa de plástico que traigo y extraigo de ella un espécimen raro: es un ejemplar de una edición limitada de «La realidad y el deseo», el poemario del escritor Luis Cernuda. Mi esposa lo rescató hace varios años del basurero de una biblioteca y me lo regaló. Es solamente uno de veinticinco libros impresos en una primera edición de lujo de 1940.
El poema que busco está en la página sesentiséis y, al leerlo en este lugar, me siento más seguro de que Cernuda lo escribió con los dedos de los pies enterrados en esta misma arena que ahora toca los míos.
Hemos venido a la playa por esta poesía, escrita en el destierro por un poeta que moriría en el destierro. Se llama «Daytona», igual que esta ciudad floridana, igual que esta playa que dice el eslogan es (érase una vez; posiblemente cuando Cernuda anduvo en ella) “la playa más famosa del mundo”. Leo la poesía --de la que incluyo un fragmento-- en voz alta. Las olas hacen música de fondo.
Sólo un lugar existe, cuyos días
Nada saben de aquello,
Aunque todo allí sea mortal, el miedo, hasta las plumas;
Mas las olas abrazan
A tanta luz aún viva.
A tanta luz desbordando en la arena,
Desbordando en las nubes, desbordando en el tiempo,
Que dormita sin voz entre las ramas,
Olvidado fantasma con su collar de frío.
Me asalta la pregunta de qué es ese “aquello” del que esta playa nada sabe -- y supongo que Cernuda habla de otra orilla, de la suya, de esa España que él dejó atrás; buscando quizás una expresión más libre, encontrando tal vez una libertad menos deseable. Este libro es la obra cumbre de Cernuda y en ella se encuentra más que nada el sufrimiento del destierro, como en la poesía de la que provienen estos versos, que él precisamente tituló «Destierro»:
Una luz lejos piensa
Como a través de un cielo.
Todos acaso duermen
Mientras él lleva su destino a solas.
Esta Daytona ya no es la misma que él pisó: es un monstruo que se alimenta de su arena; repleta de hoteles de menor y peor calidad; abarrotada por esa costra de restaurantes que venden conceptos tropicales; triturada, ensuciada, aplastada, por las llantas de los vehículos. Daytona cayó en el olvido.
25 de mayo de 2008
Los emigrantes del siglo.
Desde entonces no suelto el libro. Se ha mudado conmigo a varios edificios de Nueva York y luego hacia el sur del país. Ello se debe mayormente a una sola poesía. Como sucede con los amores, me gustaron varias de las que se incluyeron en la antología, pero me cautivó una sóla.
Se llama «Los emigrantes del siglo», una elegía de Héctor Rivera a todos los dominicanos que, "documentados de soledades", atravesaron el océano rumbo a Nueva York.
Es poco lo que puedo decir de Rivera. Sé que nació en Yamasá, República Dominicana, en 1957, y que murió, relativamente joven, en Nueva York el 24 de julio de 2005, postrado ante un cáncer. Sé que estudió en las universidades públicas de la ciudad y que era padre de familia.
En la antología, que se publicó a finales de los ochenta, se le describió como parte de “un grupo de poetas jóvenes... que lucha no sólo por la supervivencia económica sino también por educarse”.
Sé que su poema a los emigrantes me pareció, y me sigue pareciendo, uno de los mejores retratos poéticos del destierro dominicano. Y me consta que no soy el único que piensa de esa manera. He visto en la revista de internet Letralia una referencia del también escritor dominicano Franklin Gutierrez, describiendo el poema como “el texto de los escritores dominicanos de la diáspora que mejor describe la nostalgia y la melancolía del emigrante dominicano en Nueva York”.
Quisiera reproducirlo en su totalidad, pero por respeto a los derechos de autor solamente puedo presentar algunas partes, como esta introducción tan sencilla y concisa que abruma:
Nosotros
los emigrantes del siglo
vagaremos
con un pedazo de tierra
colgado del pecho
¿No es ese el sentimiento universal de quienes emigran, independientemente de los gentilicios? ¿No se vuelve la experiencia de partida el punto definitorio de los que nunca regresamos?
Todos los desterrados tenemos un punto muy claro a partir del cual marcamos un antes y un después, y como Rivera escribió:
...ineludiblemente
surgirán comentarios
que nos harán situar
justamente en el punto
de partida
Siempre sentí, sobre todo, el escrito de Rivera como un llamado a la expresión – dirigido a esos mismos emigrantes que somos nosotros, que en el fondo podemos ser todos, porque como él dice “todos los dolores del mundo/ se resumen en un solo dolor”.
20 de mayo de 2008
Un futuro brillante para los libros
Ese salto ya se dio, aunque no haya trascendido del todo a la cultura popular, con la creación de lectores electrónicos como el Kindle de Amazon, el Cybook de Bookeen, o el Reader Digital de Sony. Es una tecnología en pañales, pero prometedora que de seguro atraerá pronto a los amantes de la lectura y será para los libros, revistas y periódicos lo que fue el I-Pod para la diseminación de música popular.
En términos generales, estos aparatos son del tamaño y peso de un libro en rústica, pero ofrecen la posibilidad de guardar cientos y miles de libros, que se adquieren de las tiendas de libros electrónicos sin necesidad de conectarse a computadoras ni a internet. Usan una tecnología similar a los teléfonos móviles. Y ofrecen unas pantallas que no son como los monitores de las computadoras típicas, sino que imitan la experiencia del papel: significando esto, por ejemplo, que no proyectan luz y deben leerse en un lugar iluminado como si fueran libros comunes y corrientes.
No entraré en detalles técnicos que desconozco. Para eso están los tecnófilos del mundo. Pero para los que leemos y escribimos esta es una buena noticia. Permitirá que los lectores en serie llevemos toda una biblioteca en el espacio que antes ocupaba un libro y liberará al contenido de la forma para quienes buscan publicación, ofreciendo una manera más barata y ecológica de diseminar los escritos.
¿Quién dijo que los libros habían muerto?
16 de mayo de 2008
Asuntos pendientes.
Podría dar ejemplos menos dramáticos, pero no lo haré. El caso es que el abanico de posibilidades que traemos al mundo --de por sí condicionado por la herencia-- se va cerrando: y con él perdemos algunos sueños. Esto es parte de crecer.
Mas lo que se pierde en ilusión se puede ganar en determinación. Hay una, dos o quizás hasta tres cosas que podemos hacer, antes de que sea demasiado tarde.
12 de mayo de 2008
Flores amarillas
En memoria
de Hecsa Costa.
Recuerdo sus ojos claros, pero no sé si azules, verdes o amarillos. Me decía que escribiera cuando yo no sabía que escribiría. Acepté que si algún día lo hacía la buscaría para compartir lo escrito.
Era mi primer profesora universitaria en aquella clase de humanidades. Es posible que yo, también, haya sido su primer estudiante, aunque éramos más de una docena. Nos contaba de la clarividencia del escritor: aquella facultad de hilvanar historias con algún germen de verdad.
Llegué por los pasillos que antes recorrí, pero no estaba. Había dejado las aulas. Recordé el final de clase en su apartamento. Allí estábamos todos, aquel grupo de inmigrantes disparejos que acababan de completar su primer semestre. El examen consistía en una discusión sobre los personajes de «Cien años de soledad» -- texto de la clase junto a «La vida es sueño» y «La metamorfosis».
A varios nos asignó personajes. Me tocó José Arcadio Buendía --ese loco idealista del Macondo primeval-- y estuve hasta la víspera marcando párrafos en amarillo y rosado.
Abro el libro en cualquier página y ahí están las marcas todavía, como este párrafo, sin duda de los que me parecieron más importantes:
“Entonces entraron al cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas sus fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo. Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas...”.
Yo estaba nervioso. Se me dificultaba describir a José Arcadio Buendía tanto como si se tratara de mí mismo. Discutimos el libro: hablamos de Úrsula, del Coronel Aureliano, de Pilar Ternera, pero nunca me pidió que expusiera mi parte. Solamente años después, cuando no la encontraba en ningún sitio, comprendí que esa asignación no era para la clase. Era solamente para mi.
Obtuve algunos datos: calles, números de edificios y de apartamentos, teléfonos. Llamé y estaban desconectados, o eran incorrectos. Salí una tarde de sábado, con mi borrador de novela bajo el brazo, y la busqué. Anduve horas por los barrios del Bronx, siguiéndole el rastro. En la mayoría de los apartamentos no respondieron. En una de sus viejas direcciones había un taller de mecánica. Ninguna de esas direcciones era actual.
Hace años de eso.
Esta semana la encontré en el archivo de clasificados de un periódico:
HECSA COSTA SANTIAGO, natural de Humacao y residente en Bayamón, falleció el 9 de noviembre de 2007, en Bayamón. Sepelio pendiente, en el cementerio Los Ángeles Memorial, en Guaynabo.
No queda nada que hacer. Vuelvo al resto de aquel párrafo que marqué para su clase, y esta vez lo leo para ella:
“...Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro”.
27 de abril de 2008
La realidad virtual.
Este es uno de los ángulos más interesantes de la narrativa, particularmente del cuento y de la novela que son primo-hermanos. Se puede descubrir a través de su experiencia aquello que tal vez nunca contemplamos, quedando nosotros, en el mejor de los casos, con una comprensión más elástica del mundo.
Esta, me parece a mi, es una experiencia que, aunque no sea vivencia, vale la pena.
9 de abril de 2008
No te rindas
Cuando era apenas niño un familiar pegó una hoja a la puerta de su cuarto. Leí ese papel cientos, sino miles, de veces. Era como si, entonces, hubiera estado escrito para mi.
Lo leí cuando no tenía nada que hacer. Lo leí cuando buscaba algún motivo para actuar. Lo leí cuando buscaba alguna razón para fracasar. Y aquellas palabras anónimas me trataron siempre con la misma severidad. No me daban espacio para excusas. No me dejaban contemplar alguna salida fácil. Me confirmaban, como había yo leído por ahí en alguna cita de Emerson, que estamos hechos para la lucha y no para el descanso. Me decía que no me rindiera.
Por eso en ocasiones, cuando las cosas salen mal como a veces pasa, escucho esa voz que me indica que en la vida no hay otro camino sino seguir adelante. Y me habla así:
No te rindas.
Cuando las cosas vayan mal como a veces pasa;
cuando el camino parezca cuesta arriba;
cuando tus recursos mengüen y tus deudas suban,
y al querer sonreír tal vez suspiras;
cuando tus preocupaciones te tengan agobiado;
descansa si te urge, pero no te rindas.
La vida es rara con sus vueltas y tumbos,
como todos muchas veces comprobamos.
Muchos fracasos suelen acontecer;
aún pudiendo vencer, de haber perseverado.
Así es que no te rindas, aunque el paso sea lento;
el triunfo puede estar a la vuelta de la esquina.
El triunfo es el fracaso al revés;
es el matiz plateado de esa nube incierta
que no te deja ver su cercanía,
aún estando bien cerca.
Por eso, decídete a luchar sin duda,
porque, en verdad, cuando todo empeora
el que es valiente no se rinde, ¡lucha!
25 de febrero de 2008
Paracaidismo hacia la nostalgia.
Esta noche no puedo dormir. He caído en el mundo que habité como bebé, como niño y como adolescente, sin ninguna otra defensa ni preparación que el asombro. Buscaba una referencia geográfica y encontré un mapa: una imagen de satélite que me mostraba una calle conocida.
Entonces me pregunté: ¿y si busco uno de esos lugares que me dieron el ser? ¿lo encontraré?
No me costó mucho espiar minutos después sobre la vertiente del Río Yaque, mirando desde algún satélite anónimo las aguas donde alguna vez hice chapuzón y anduve cerca del ahogo. Miraba a Santiago de los Caballeros, mi ciudad natal, desde muy arriba – y de repente descubría que me hacía falta.
Miré desde la órbita del mundo hacia esa avenida que tantas veces recorrí sobre el transporte público y que más de una vez caminé sosteniendo alguna cruz o alguna vela en cualquiera de tantas procesiones de semana santa: y por ella llegué después de todos estos años hasta mi barrio, Los Quemados. Pude descender hasta las cinco o seis calles donde transcurrió mi niñez y ver allí el nuevo techo --ya de concreto y no de hojalata-- de la casa de esquina que alguna vez habité.
¿Cómo podría yo adivinar que la tecnología estaría hoy de parte de la nostalgia?
Vi mi barrio, mi escuela, mi campo de béisbol, mi calle, mi casa... No vi mis amigos, pero vi aquel rincón donde iba algunas tardes a contemplar el horizonte y a mirar el sol que se ponía. Vi la pequeñez del mundo, de mi mundo, y quedé trastocado: como si algo se hubiera quedado allí que ya nunca recuperaré.
Ver mapa en tamaño más grande
7 de febrero de 2008
No tener tiempo.
Me cuestionaba qué hacer con esta necesidad que sentía de escribir.
Llegué a las oficinas del periódico, enfundado en el único traje que tenía, demasiado brilloso para el gusto de una redacción. Lo había comprado en el mercado negro del barrio chino por cincuenta dólares y no me daba cuenta hasta ese momento de que, aunque era negro y de corte conservador, sus rayas de canquiña lo hacían más acorde para un mago que para un hombre serio.
Una secretaria que era mayor de edad, pero de pelo suelto y rebelde me pidió que me sentara fuera de la pared de vidrio que encerraba la oficina de aquel editor, cuyo nombre me reservo. Alrededor mío había cajas que exhalaban ese adictivo olor a libro nuevo. La secretaria notó mi curiosidad y me dijo que era la última novela de aquel editor. Estaban allí para que él las dedicara.
Aquel hombre de barba rojiza y barriga cervecera se acercó y me saludó enérgicamente, invitándome a su oficina. Tropecé con otras cajas de libros camino a la única silla que podía ocupar. Le felicité por la publicación y él me preguntó si yo escribía. Le dije la verdad: que me gustaba escribir y que había empezado varias cosas, pero que mi trabajo de reportero policial no me dejaba mucho tiempo para enfocarme de lleno a eso. Casi de inmediato, me dí cuenta de lo ridículo de mi afirmación. Yo, un reportero cualquiera, no tenía tiempo para escribir; mientras él, el editor de uno de los diarios más grandes del país, iba por su tercera novela.
Varias semanas después recibí una carta de rechazo de aquel editor. Dijo que yo no era la persona acorde para la posición que buscaba, y me deseó suerte. Yo sigo convencido de que perdí el empleo, aunque me llevé una lección, por mi falta de tiempo.
3 de febrero de 2008
De los escritores dominicanos fuera de República Dominicana.
Es difícil, sin embargo, captar esa unicidad desde la intimidad del escritor y su página en blanco.
Le queda a los expertos identificar trazos comunes.
Una manera de hacerlo es en el estudio de la condición geográfica y cultural que llamamos nacionalidad. Las literaturas nacionales comparten sus temas, sus voces y sus tendencias, tomando como base la experiencia común que se da entre los cercos de una frontera. ¿Pero qué pasa cuando la nacionalidad no es algo tan definido, cuando es un punto de referencia que se esparce y se redefine como otra cosa que no es la afiliación obligada a un punto geográfico? ¿Qué sucede cuando la nacionalidad es el destierro? ¿Queda un hilo conectivo entre las voces?
Parece que sí, sobre todo si consideramos que mucha de la literatura “latinoamericana” se escribe fuera de América Latina. ¿Qué tan “latinoamericana” realmente es?
Rubén Sánchez Féliz, un joven narrador radicado en Nueva York, se propuso esta cuestión en lo que se refiere a lo dominicano: este destierro que no es del todo exilio político, que se tiende a llamar diáspora, pero que conlleva una pérdida de la patria material y la adopción por necesidad de identidades más complejas (o nebulosas). En estos casos, el destierro suele convertirse en la nueva identidad: un extranjerismo permanente.
Sánchez Féliz acaba de sacar a la luz su antología de narradores dominicanos: «Viajeros del rocío: 25 narradores dominicanos de la diáspora» y me atrevo a anticiparla aquí, aunque no la haya leído todavía, porque el autor tuvo a bien incluir en ella uno de mis cuentos: el más humilde y tal vez el más espontáneo de todos, sin que esto sea declaración de alguna falsa modestia.
Allí también hay escritos de Julia Álvarez, Junot Díaz, Franklin Gutierrez y René Rodríguez Soriano, entre otros narradores cuya trayectoria en unos casos y fama literaria en otros alcanza otros cielos por los que no he alcanzado a volar. Se habla de que esta antología reúne “los 25 escritores más representativos de la narrativa quisqueyana --o dominicana-- en la diáspora”.
Estos cuentistas responden a una necesidad interior y forjan, a través de sus textos, una relación con el país dejado atrás. Desde tierras extrañas, cada uno con su estilo, edifican sus "casas" mediante el ejercicio de la escritura. Aquí, la palabra escrita pasa a ser el hogar imaginario y, paradójicamente, real del escritor, se lee en la contraportada.
Resulta interesante vislumbrar que aquella vez que me senté a escribir, sin saber del todo qué me proponía, ello formara parte de alguna invisible relación que todavía no alcanzamos a comprender.
6 de enero de 2008
Algunas razones para leer.
Sin esos escritos, y muchos otros, las sociedades que habitamos no existirían como tales. Eso es así para bien o para mal. ¿Qué es el dinero sino papeletas y metales con inscripciones? ¿Qué son las leyes? ¿De dónde surgen los movimientos políticos?
La palabra escrita importa. Afecta cómo vivimos día a día.
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