14 de junio de 2020

La invención de Morel: el tedio y la duda del encierro

La invención de Morel, Adolfo Bioy Casares
Buscaba en los días de cuarentena del coronavirus un lugar donde estacionar mi mente en el fastidio de noches en que la casa iba de ser lugar de trabajo a lugar de descanso, a lugar de recreo, a lugar de trabajo, cuando tomé un libro al azar de la pila sin leer. De pronto estuve en una isla con un hombre que se escondía “en los bajos del sur, entre plantas acuáticas, indignado por los mosquitos, con el mar o sucios arroyos hasta la cintura”.

Este hilo narrativo prometía el tipo de escape que buscaba después de ver las mismas paredes, día y noche, noche y día. 

Estaba leyendo La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, un autor de quien sabía vagamente por su conexión con Jorge Luis Borges y cuyo libro tenía en lista sin ninguna urgencia. Había llegado el momento apropiado para esta historia que no me prometía mucho más que entretenimiento, un hombre “condenado injustamente” se ocultaba en una isla que ni siquiera él mismo conocía muy bien: “Creo que esta isla se llama Villings y que pertenece al archipiélago de Las Ellice”, decía en una parte.

A esa isla habían llegado unos extraños, aparentemente franceses, que irrumpían en su soledad de fugitivo, tomaban posesión de una especie de mansión abandonada donde él se había alojado y generaban en él—nunca nos dijo su nombre—el temor de la captura. 

Ahora todo su tiempo consistía en ocultarse, vigilarlos, estudiarlos sin ser visto y tratar de entender quiénes eran y qué buscaban, y algo parecía azucarar la trama y prometer cierto desenlace: Se había enamorado de una mujer que allí estaba, una tal Faustine por quien se sintió dispuesto a arriesgarlo todo y exponerse, así fuera para dedicarle un verso: “Sublime, no lejana y misteriosa, / con el silencio vivo de la rosa”.

Otro de los personajes de la isla, el tal Morel que da nombre al libro, parece interesado en Faustine de una manera particular, completando con celos el triángulo de tensión para esa trama que imaginábamos.

Pero resultó que la tal trama no era más que eso, una ilusión más de la isla, porque el fugitivo trata y no alcanza a comunicarse con Faustine, ni con alguno de los otros. Ella, especialmente, le ignora o no le ve o no le escucha y—como es de esperarse ante el silencio de una mujer—él enloquece de indignación. Cada vez más, espía desde su impotencia y más aislado se siente de estas gentes que parecen estar en la mansión, en la pileta, en las rocas, en la vida, haciendo absolutamente nada.

Aquí empieza a enloquecer también el lector, porque observar desde lejos las vidas de otros puede ser muy aburrido y frustrante. Hay muchas intrigas inventadas, suposiciones, cuestiones prosaicas y aislamiento en ser un acechador, precisamente porque el acechador es en sí un ser en encierro—como lo éramos nosotros en estos días de pandemia. Empecé a sentir que, aunque este libro es tan corto que dudo en llamarlo una novela, era demasiado largo el tiempo que se pasaba en no hacer nada y mirar desde lejos para adivinar motivos y encontrar conexiones que podían ser imaginarias.

El personaje también se aburría y al buscar contacto con los demás arriesgaba más exponerse, hasta descubrir uno de esos días que no estaban, que se habían esfumado, se habían ido, o tal vez nunca habían existido. Todos los objetos estaban donde él los había dejado y él hasta un punto buscaba confirmación de que él en sí mismo existía, llamando a gritos a la mujer de sus sueños.

Me encontraba atrapado en una historia de aislamiento desde otro tipo de aislamiento. Cuando los personajes reaparecen, así también de la nada, surge un nuevo interés, porque entonces hay nuevas preguntas: ¿eran ellos fantasmas? ¿era él un fantasma? ¿somos todos fantasmas? ¿creo yo, acaso, en los fantasmas?

El personaje reflexionaba sobre aquella confluencia de lo real y lo imaginario en su experiencia:

“Nuestros hábitos suponen una manera de suceder las cosas, una vaga coherencia del mundo. Ahora la realidad se me propone cambiada, irreal. Cuando un hombre despierta o muere, tarda en deshacerse de los terrores del sueño, de las preocupaciones y de las manías de la vida”.

En ello, como siempre, el lector puede encontrar algo que aplique a su propia vida, y a esta realidad trastocada en que nos encontramos, donde hemos perdido gente cercana y multitudes también, hemos alterado nuestra manera de vivir y vacilamos sobre quiénes somos, o podemos ser, en ese punto de ruptura.

La invención de Morel es la historia de otro tipo de cuarentena, pero cuarentena al fin, que nos recuerda cuánto de lo que somos depende de nuestras relaciones con otros. El libro llega a un desenlace que solamente se intuye en esas páginas finales (y que me propongo no arruinar), porque Morel es quien ha coordinado aquella excursión a esa isla y es quien ha logrado trastocar la realidad en su deseo de poseerla para siempre.

Borges alababa en el prólogo del libro—yo solamente leo los prólogos cuando he terminado los libros, y este valió la pena—esta inventiva de su amigo Bioy Casares, que él bien explica como una llegada al misterio por la vía racional.

Esta ficción también es su propio invento y nos encierra en el tedio y la duda, tal vez para volver de ese aprisionamiento con otra apreciación por la realidad que tenemos.

7 comentarios:

Recomenzar dijo...

bueno yo vivo en Miami y vos en N york
Felicitaciones por tu blog

Víctor Manuel Ramos dijo...

Hola, y gracias por la visita. He sido floridano también, aunque esa queda como una de mis migraciones.

Carmen dijo...

J'aime bien ce roman de Bioy Casares.je connais un autre roman de Casares"las novelas fantasticas".Gracias

Carmen dijo...

Tres beau roman de Bioy Casares qui nous fait réfléchir sur l'immortalité. Bravo pour ce blog.je vis en France mais j'aime les romans latino.

Víctor Manuel Ramos dijo...

Merci Carmen. Je ne parle pas français, mais je comprends ce que vous dites. Je pense que la littérature est un excellent moyen de découvrir d'autres réalités. Bienvenue.

Unknown dijo...

Borges y Bioy Casares eran ultraquistas y defendían que lo único que valía perder el tiempo escribiendo una novela de 500 páginas, era si contenía una buena metáfora. Como el nuevo testamento o el Quijote. Borges esribió un cuento sobre Morelli, el sonoro a partir de Marconi, Bioy sobre el invento del francés Morel. Cortázar recogió el guante y se refugió en el Club de la serpiente donde sus socios admiraban y detestaban a Morelli y leían Chaiers du Cinema, revindicando el cine de autor, algo que ya no se lleva en estos tiempos de Batman 14 y otras precuelas.

Víctor Manuel Ramos dijo...

"Desconocido", gracias por el comentario. Interesante relación de estos autores argentinos.

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