25 de julio de 2016

Filadelfia

Looking up at Independence Hall in Philadelphia / Mirando hacia arriba al Salón de la Independencia en Filadelfia.


Al recorrer ciertas calles estrechas de Filadelfia -- o Philadelphia -- uno puede sentirse transportado a los finales del siglo dieciocho en que se fundó esta nación de trece colonias, ver los carruajes tirados por caballos, encontrarse al pie de un roble donde se enterraban los restos de algún mercante en el patio de la nueva iglesia episcopal.

Puede uno encontrarse temporalmente trastornado ante dos visiones, la de aquella pequeña ciudad de puerto y de tiendas que ocupaban el primer piso de negocios en la calle Market y el nuevo horizonte de edificios torres y grúas que como grandes patas de araña siguen tejiendo la estructura de una metrópolis.

Mas no hay mucho de novedad en lo nuevo. Todas nuestras ciudades contemporáneas se parecen con esos edificios que buscan en la altura la durabilidad.

Lo curioso de Filadelfia es que uno todavía puede entrar a la Iglesia Cristo, caminar sobre las tumbas de los fundadores, y sentarse en el mismo banco de madera que estaba reservado para George y Martha Washington y luego para John y Abigail Adams, entre los héroes patrios de estos Estados Unidos.

Puede uno salir a caminar por el callejón de Elfreth, la calle más antigua dentro de las trece colonias originales (aunque muchas veces se olvida que había colonos, aunque de otro rancio poder imperial, en la vieja Florida), y puede uno pensarse en aquella sociedad en que un herrero forjaba a fuerza de músculo las herraduras y herramientas de cocina. Puede uno mirar la Campana de la Libertad y apreciar en ella la grieta que se hizo peor en intentos de reparación.

Queda aún la entrada de la que fuera la casa y la imprenta de Benjamin Franklin, aquel héroe patrio al que le debemos los lentes bifocales. Este neo-renacencista publicó un periódico, fundó biblioteca, hospital, oficina de correos y universidad y condujo experimentos para entender la electricidad contenida en los rayos atmosféricos. Como si fuera poco, firmó la Declaración de Independencia, ayudó a formular la que sería la Constitución de su nuevo país y entró en alianza y tratados con Francia antes de lograr un acuerdo de paz con Gran Bretaña. Esto de un hombre que solamente recibió educación formal hasta los diez años de edad. Aquí en Filadelfia podemos pisar los mismos ladrillos que usó para pavimentar la entrada a su casa, como testamento de que fue un hombre más.

Puede uno en Filadelfia cruzar esas calles que Franklin y otros conocieron y entrar al Salón de la Independencia donde representantes de las primeras colonias se sentaron a discutir los intereses que los separaban de la Corona y a examinar aquella Declaración que Thomas Jefferson --también en una casa que antes quedaba en las afueras de la ciudad, pero ahora es un minúsculo punto en su centro-- redactó para hablar de “verdades evidentes por sí mismas” (mi traducción, en vez de la oficial que omite este concepto) y de “derechos inalienables” entre los que están “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” (aunque el problema con estos derechos fuera, desde los inicios, que se habían escrito para “todos los hombres” pero en esas mentes compartimentalizadas ni siquiera todos los hombres eran considerados humanos).

Sin embargo, lo interesante de esta nación que emergió de las colonias es que se basó desde sus orígenes en una intencional expansión de los derechos del individuo y que sus fundadores se pronunciaban desde ya contra “una larga serie de abusos y usurpaciones” que como tales reducían la dignidad de los súbditos y quitaban validez a cualquier estructura de gobierno tirano.

En otras palabras, este se proponía como un gobierno por la gente y para la gente.

Una vez que se inició el proceso de reconocer los derechos de la gente sobre su gobierno sería imposible matar esa idea; ese “sentido común” del que escribió Thomas Paine (un inmigrante que era amigo de Franklin) en esos mismos días en que Nueva York era colonia, arguyendo, entre otras ideas radicales, que aún los hombres que no tenían propiedad a su nombre debían tener el derecho a votar y a elegir sus gobiernos. Luego se tendría que reconceptualizar el sentido común con ideas más liberales y redefinir el término “gente” para incluir a las mujeres, a las personas “de color”, a quienes vienen de otras naciones y a quienes cuestionan esa misma idea de “hombre” o “mujer” según viejos parámetros autoritarios.

En fin, la idea es que todos los seres humanos merecemos “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Es algo que parece demasiado obvio después de estos siglos, pero que no lo era entonces.

Pensaba en todo esto sentado allí en Filadelfia en uno de los puestos designados a los nuevos miembros de la Cámara de Representantes de aquella nueva nación: ¿por qué lo que sucedió en aquel pequeño recinto de un pueblecito como lo era entonces Filadelfia sirvió de base para que nacieran estados de colonias, una república de un territorio y, al fin, un imperio de una nación?

Creo que parte de la respuesta se encuentra dentro de aquellas paredes donde los representantes se reunieron en la Convención de Filadelfia para establecer un poder ejecutivo, un poder judicial y un Congreso con potestades separadas. Lo hicieron con toda la intención de disolver el alcance del poder e impedir que emergiera algún gobierno déspota de su Unión. Defendían sus intereses personales, pero en sus formulaciones se encontraban incrustadas esas ideas universales que han seguido germinando en otras mentes a través de los siglos.

Las enmiendas que han seguido el establecimiento de la Constitución como la ley de esta tierra no han hecho más que expandir derechos: entre otros, de libre expresión; de que los civiles puedan poseer armas; de requerir procesos legales basados en evidencia; de abolir la esclavitud; de dar voz y voto a las mujeres, a los negros y a los jóvenes, y de limitar la reelección del presidente.

Estos derechos no han sido regalados, sino que han requerido sufrimiento, lucha, protesta y un continuo y lento empuje político contra la resistencia al cambio.

Esta ideología de cambio también fue encapsulada por otro estadounidense, Henry David Thoreau, en su tratado sobre la “desobediencia civil” de mediados del siglo diecinueve y fue encarnada por activistas que lucharon por el sufragio femenino, como Susan B. Anthony; los derechos civiles de los afroamericanos, como Martin Luther King Jr. y Malcolm X, y las garantías legales de sus sindicatos, comunidades, ciudades, estados y país, y hay demasiados nombres que podrían añadirse a esa lista. No es esta una democracia pura, sino una república constitucional, donde los derechos se inscriben dentro del marco de instituciones a la que cada generación puede y debe contribuir sus ideas.

Hasta ahora este proceso de deliberada tensión política y compromiso ha impedido que surja una tiranía al estilo de los dictadores, sultanes y hombres fuertes de otras latitudes, aunque bien se sabe que las partes racistas, clasistas, nacionalistas e imperialistas de esta historia contradicen los ideales en que su democracia representativa dice fundamentarse (eso es tema que da para muchos más días). Esta forma de gobierno que nació en Filadelfia no es un sistema perfecto y, hasta ahora, ninguna utopía lo ha sido. Hasta ahora la democracia en todas sus formas es un ideal que se trabaja y se garantiza en la ley. Hasta ahora este es un proceso lento para las clases oprimidas, pero que se presenta preferible ante las revueltas de otros países donde cada caudillo re-escribe la constitución, rehace los parlamentos e instaura los gobiernos a su manera.

Aún aquí, la lucha continúa entre quienes buscan expandir, o siquiera retener, esos derechos forjados en Filadelfia y quienes se sienten tentados a suspenderlos e investir de más autoridad a su gobierno.

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