Una noche cualquiera se propagaba un rumor por las calles del barrio que hizo que un buen grupo de nosotros, algunos descalzos y sin camisa en esa vida desnuda del Caribe, termináramos en la esquina que era punto de congregación porque allí se encontraba el poste de luz.
Un hombre desconocido y de extraño aspecto, con su piel descolorida y su pelo crespo enrojecido en una tierra de mestizaje, capturaba la atención de los que llegábamos: varones casi todos entre la niñez y la adolescencia, años vividos en esas mismas calles donde no había nada más que ver que las casas construídas hasta todas las orillas de las propiedades y el colorido de los marchantes que pregonaban verduras y maní tostado.
El hombre decía que era galipote, uno de esos seres que en las noches de apagones habitaban las esquinas más remotas. Eran criaturas malignas que se transformaban en grandes perros peludos y de dientes afilados, o en murciélagos gigantes y gelatinosos, o en búhos de grandes ojos amarillos, y que salían a la caza de jovencitas que anduvieran en la oscuridad para hacerlas suyas y devorarlas.
El galipote no había sido para mí más que un ser hecho de palabras e imaginación, pero todo el mundo que existía más allá de esos senderos estaba hecho de lo mismo: igual que nuestra historia y que los sueños; tal y como los relatos que nos llegaban de los que se habían ido a una ciudad lejana, blanca y fría; también como las promesas de vida eterna que oíamos desde la cuna.
Cuando alguno le pidió al galipote que nos demostrara sus poderes no fue porque dudáramos sino porque nos mataba la curiosidad. Queríamos ver algo milagroso para ir de casa en casa y contar, igual que nos habían contado a nosotros, que éramos testigos de algo extraordinario.
El galipote no se negó, pero dijo que teníamos que darle algo. Tiramos monedas sueltas en una gorra de béisbol, que el galipote evaluó de un vistazo y aprobó con un gesto de la cabeza: tenía allí unos cuantos pesos, tal vez suficiente para una fría.
¿En qué te vas a convertir? -- le preguntó uno de los muchachos.
El galipote lo miró al rostro, pensó por un momento y dijo que se iba a hacer pequeñito. Casi juntó las dos palmas de las manos para mostrar una estatura de pulgadas y dijo: "Tan pequeño que pueda meterme en una botella".
El galipote pidió una botella y alguien consiguió una de Pepsi.
Entonces comenzó la demostración. El galipote empezó a torcerse sobre la botella que había puesto sobre la tierra arenosa. Se doblaba como si hubiera sido de goma. Parecía que empequeñecía, pero no lo suficiente todavía.
Los más pequeños nos empinábamos para alcanzar a ver sobre cabezas redondas y hombros que se apretujaban, pero casi no se distinguía nada y no se sabía si él había desaparecido debajo de la turba de muchachos o se había esfumado ante la vista.
Después de un rato de forcejeo, el galipote se puso de pie y sacudió la cabeza. Ese no era un buen terreno para hacer magia, dijo. La tierra estaba desnivelada. La lámpara del poste de luz vibraba demasiado. Los insectos que volaban alrededor de la luz parpadeante tratarían de comérselo cuando vieran que se había hecho pequeño.
En lugar de la demostración el galipote nos contó la historia de una vez que se convirtió en burro y cruzó campos y montes para asistir con prisa al velorio de su padre. Pero al llegar allá nadie lo reconoció y lo usaron en el entierro para arrastrar una carreta sobre la que llevaban el cadáver. Nadie sabía que sus rebuznos eran de tristeza.
Yo no sé los demás, pero yo quedé satisfecho de haber pagado unas monedas por esa historia. Sin darme cuenta, acababa de presenciar lo real maravilloso en una calle cualquiera de un barrio cualquiera en mi ciudad natal.
LIBRO DE JOSÉ FERNÁNDEZ PEQUEÑO
Hace 5 horas.
3 comentarios:
He escrito mi comentario tres veces :(
Pues se quedó en el reino de lo real maravilloso y solamente este último salió.
No está mal.
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