Anduvimos dentro de ella antes que la terminaran, subiendo sus escaleras a medio hacer y admirando cómo cobraba forma en cada visita. Fue la primera vivienda de la calle en completarse y la primera en habitarse – un imponente armazón de dos pisos que hacía empequeñecer la nuestra, de menor estatura que cualquiera de las otras que se harían en esta calle.
El día de nuestra mudanza ellos estaban ahí. Nos llegó desde sus adentros el eco de la percusión de la salsa. Conocimos al fin a sus ocupantes, una pareja y su niño, más regocijados y menos asustados de estrenar casa que nosotros, sus nuevos vecinos -- aunque fuera la casa que lo estrenara a ellos. Optimistas y lo suficientemente patrióticos como para armar su propia celebración de fuegos artificiales en el día de independencia.
Vivían el cacareado sueño, sin importar si fuera a crédito.
Vimos el pasto enverdecer, el jardín florecer y, casi de inmediato, los primeros trabajos. Una nueva entrada, empedrada en imitación europea; los cómodos asientos a la sombra de la galería; los nuevos árboles y decoraciones tropicales a la entrada; el patio hecho para tardes de fiestas a la barbacoa. Y para culminar ese año las vistosas luces navideñas.
Estaban los nuevos y grandes vehículos de los días en que aparentemente no importaba el precio de la gasolina; los muebles sin estrenar que llegaban forrados en plástico; los juguetes del niño.
Nosotros apenas llenábamos un rincón de nuestra casa con muebles de sospechosa vejez.
Hemos visto el proceso invertirse en unos años. La grama tornarse en yerba y maleza que se desborda sobre las aceras; la casa vaciarse en repetidas ventas de marquesina; el hostigamiento de los cobradores y, luego, los camiones que se llevaban bienes.
Los intereses subieron. Las viviendas bajaron de valor. Muchos empleos desaparecieron.
Los vecinos han desalojado en la oscuridad de la madrugada, espantados de su propia sombra. La casa está vacía. Es un gran armazón sin vida.
Carta a mi hermano
Hace 1 hora.
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