Foto cortesía de Vincent Steurs, usada con licencia de Creative Commons. |
Dedicado al profe Gerardo Piña-Rosales.
“Grande fue la derrota del hombre; grande su victoria. La ciudad está aún blanca; blanca y helada toda la bahía. Ha habido muertes, crueldades, caridades, fatigas, rescates valerosos. El hombre, en esta catástrofe, se ha mostrado bueno”.
José Martí, «Nueva York bajo la nieve», 15 de marzo, 1888.
«Escenas norteamericanas. Obras completas», Vol. 1. La Habana: Editorial Lex, 1946: 1879.
Hace años que nieva sobre Nuevayor y todavía no para. Los primeros copos cayeron poco después del desastre, cuando todavía corrían los cuerpos desalmados entre la atmósfera turbia de Manhattan.
Algunos dijeron que lo que parecía una nevisca inoportuna era el efecto del humo que ahogó a las nubes esa mañana, porque hasta esa hora el pavimento se ensanchaba con el calor típico de cualquier fin de verano, emitiendo un vapor que cocinaba la voluntad. El sol era un punto de luz que succionaba las pupilas. La brisa solamente un recuerdo.
Empezó a nevar. Los primeros en notarlo fueron los bomberos que acudieron al sitio del desastre, cuando miraron hacia arriba, al negro boquete de la torre fulminada, y el vértigo les hizo creer que un rayo la partía en dos, igual que sucedía en los íconos del tarot. Algunos cristalitos de hielo se les desbarataron en las caras, como los cuerpos que se dispersaban en explosiones atómicas al clavarse en el pavimento. Era de esperarse que se confundieran esos primeros copos de nieve con los chisguetes de sangre, o de benzol, e incluso los restos del agua fría, que inútilmente escapaba de las tuberías contra incendios.
Pero eran pedazos de cielo.
Nadie supo qué pensar. Todos eran presas del pánico. El estandarte del libre comercio se desmoronaba y se consumía en llamas, sin que nadie pudiera más que desear que todo fuera un sueño. Una pesadilla horrorosa nada más.
La atención de la ciudad se trasladó primero a la catástrofe. Por extraño que fuera el fenómeno atmosférico no dejaba de ser un capricho natural, que coincidía con un momento crítico de la historia.
Y la historia está ante todo: tiene prioridad.
Los medios fueron cómplices de los funcionarios del gobierno, que relegaron la tormenta a un último plano, asegurando que la precipitación blanca tendría alguna explicación científica, que la la investigarían quienes se dedicaban a esos menesteres, pero que la maldad humana era otro asunto, inexplicable, odioso, repugnante. Los pesimistas y los positivistas convirtieron todo en un enredo simbólico, declarando tanto que el milagro marcaba el principio del fin como que era una señal sagrada para devolverle el ánimo a la ciudad, y por ende al resto del mundo. Se especulaba también que el ingrediente frío amainaría los incendios feroces, salvando quién sabe cuántos bípedos atrapados bajo los escombros ardientes.
La cellisca, sin embargo, no cedió a explicación alguna. Más bien dejó de una vez su timidez y ametralló a la ciudad con brisas cada vez más repentinas, que convirtieron la mañana en un atardecer y el atardecer casi en noche. La noche fue un remolino sin fin.
Al otro día todavía nevaba y los neoyorquinos se levantaron sobre una ciudad esponjosa. Como si la muerte de miles y miles hubiera sido poco. No salieron las palas mecánicas ni los camiones que dispersarían la mezcla de tierra y sal, porque todos los empleados municipales se ocupaban de las dos o tres cuadras más importantes de la ciudad y del incendio que constituía la matanza más grande de su historia.
Otra vez la historia.
Nadie los culpó, porque tenían razón, pero las nubes no quisieron entrar en ninguna conversación lógica. Se condensaron sobre Nuevayor como una costa de chancros húmedos cuyas heridas no se volvieron a cerrar. Cagaron su churria blanca sobre la metrópolis, sin ningún escozor. Los ampos se volvieron un desecho asqueroso que se pegaba de todo; se metía por cualquier brecha y se acumulaba sobre los bordes salientes de los edificios. Hasta las mismas fosas nasales se querían tapar.
En tales condiciones las calles se hicieron intransitables. Los accidentes comenzaron temprano y siguieron todo el día. Hubo un amontonamiento en la boca del Túnel Lincoln. El tren zeta, cargado de obreros responsables, que iban a trabajar a pesar de la hecatombe, se deslizó sobre los rieles curveados que iban para el Puente Williamsburg y cayó sembrado sobre el final de Broadway, por allá por el borde de Brooklyn. Un autobús público se resbaló por un largo tramo de la Avenida Amsterdam y terminó ruedas arribas en el jardín de un complejo de viviendas públicas de Harlem. El Long Island Expressway se volvió un atolladero, donde muchos carros se arremolinaron hasta que algún muro de contención los detuvo cerca del mall de Queens. En el Bronx algunos vehículos se estrellaron contra las barandillas de una rampa y se desplomaron varios metros sobre el tráfico atascado del Deegan Expressway. Con sus puentes helados y uno de sus ferrys atrapados a media bahía, Staten Island volvió a ser ínsula, una huérfana aislada de los otros condados. En esos accidentes aparatosos nadie tuvo el valor de morirse y muchos sobrevivientes salieron en las noticias de las seis, jurando que la mano de Dios los usó para devolverle la fe a Nuevayor.
Esa noche las iglesias de variadas denominaciones se llenaron de fieles, o gente que por lo menos creía que creía. Los tabloides, que tardaron dos días en narrar lo que todos ya sabían, bautizaron la tempestad como “La plaga blanca” y reiteraron el milagro de que la metrópolis siguiera en marcha a pesar de los embates en su contra. Todos fueron héroes: Los políticos que alentaban a las masas en televisión; los bomberos que rescataban a las víctimas de tanto desastre; los policías que manejaban el tráfico de almas; los paramédicos que deambulaban por los bordes de la vida; los maestros que mantenían a los niños engañados y la misma gente que en su testarudez no huía de la ciudad. Todos fueron héroes, hasta que no quedó gente ni animal doméstico de condición común.
No era que nevara las venticuatro horas del día, pero sí los siete días de la semana. Como al cuarto día escampó por unas ocho horas y media, el respiro más largo desde entonces. Las madres sacaron a sus crías a los parques para que disfrutaran de las últimas horas de la tarde, deslizándose desde cualquier promontorio terrenal. Quedaron, como restos fríos de la presencia humana, muñecos de nieve de todos los tamaños y huellas curvilíneas que iban para todos lados, incluso en círculos viciosos. Esa noche el pronóstico del tiempo fue certero: Seguiría nevando, debido al choque repetitivo de dos masas de aire, una caliente y la otra fría, sobre las coordenadas de la ciudad. Pero los expertos del clima, que hasta entonces dieron la cara en los programas noticiosos, auguraban un regreso a las temperaturas normales cuando sucediera una de tres cosas. La primera opción era que de tanta precipitación se agotara la humedad atmosférica y, como resultado, no quedara suficiente hidrógeno y oxígeno para hacer nieve. La segunda posibilidad era que el aire caliente, que subía del Atlántico y del Mar Caribe, domeñara la corriente de vientos helados y trajera varios días de aire tibio a la ciudad. La tercera, y peor alternativa, era que las corrientes árticas que llegaban a través de Canadá se sobrepusieran y empujaran la nieve hacia el mar, a la vez que arrastraban temperaturas bajo cero sobre buena parte de la costa este. Aún en ese caso, decían los estudiosos del Niño, La Niña, y otros fenómenos de nombres antropocéntricos, dejaría de nevar en cuestión de uno o dos días más.
Los meteorólogos abandonaron esas conjeturas la víspera del quinto día cuando arreció la tormenta y sus modelos computarizados revelaron un impasse entre las distintas corrientes de aire y nubes que convergían exactamente sobre la zona metropolitana. Nuevayor pasó a ser, oficialmente, el ojo de la tempestad.
El siguiente viernes el presidente habló a la nación en una transmisión sin precedentes que se repitió en todos los medios, pero el mandatario se perdió entre ínfulas patrióticas que servían de poco sobre las calles atolladas de la ciudad. Esa misma noche hubo disturbios en los ghettos. Se oyó primero de incendios en un distrito comercial de la Avenida Graham en Brooklyn, donde algunos residentes aguerridos destrozaron las rejas y resquebrajaron los escaparates de varias tiendas, pero en vez de cargar electrodomésticos o ropas de marca, los escaladores se robaron frizas, calefactores portátiles, gorros, bufandas, piyamas, sobretodos, medias, botas, orejeras y abrigos pesados. La escena se repitió en la Calle Dyckman de Washington Heights, en Manhattan; en el Fordham Road del Bronx y en la Avenida Jamaica de Queens. Los policías no podían más que mirar ante las multitudes que se desparramaron a las calles por un par de horas. Pero cuando la situación parecía más desesperante para los comerciantes impotentes la misma tormenta se encargó de apagar los disturbios, azotando a la ciudad con ráfagas que llegaron a las sesenta millas por hora. Otras nueve pulgadas de nieve se tendieron sobre las aceras.
Pasó un mes y la ciudad se tornó en una ruina escarchada donde la población acabó por rendirse. Un lunes cualquiera los seres fríos simplemente no se levantaron a batallar contra los elementos para ir a sus trabajos. Se quedaron encaramichados en sus edificios a mirar la sustancia algodonada caer. Después de los sueños diurnos que inspiró aquel ambiente trastocado – de árboles secos y calles blancas, de cielos turbios y luz tenue, de frío polar y resignación – los neoyorquinos despertaron de su invernación a una tarde en que brillaba el sol, pero supieron que aquello era solamente una caricia de vida antes de que regresara la belleza silenciosa de los cristales blancos.
Esa tarde se descubrieron los primeros casos de adaptación. La transfiguración empezó por los dedos, que después de ablandarse y volverse gelatinosos presentaron dolores artríticos y llagas similares a las de la mazamorra. No valían los tratamientos con pomadas, polvos y otros antibióticos contra el pie de atleta y los hongos conocidos, porque el aparente mal se curaba por sí sólo al secretar un caucho líquido y amarillo que manchaba los pies hasta los tobillos. La sustancia elástica se secaba como un moco y se distendía hasta ser una membrana dura y aceitosa de cartílagos que sellaban juntos los dedos que antes eran unidades de un todo. El resultado, después de unos días de andar sin zapatos, era que los pies se moldeaban con cada paso hasta convertirse en patas palmeadas, como las de los ganzos o los patos. A pesar del grito de alarma que aquella transfiguración provocó, los primeros en experimentarla llegaron a descubrir que esas falanges y plantas deformes, que luego se volvían escamosas y algo flácidas, eran ideales para andar sobre el hielo y la nieve, sin que molestara el frío y sin que resbalara el cuerpo. Poco a poco, los neoyorquinos se convirtieron en criaturas palmípedas.
Para cuando se manifestaron los siguientes cambios, entre los seis y doce meses después, nadie se alarmó, sino que todos esperaron desde el espacio que queda entre el asombro y el terror. El siguiente salto se daba cuando la gente caía prendida en fiebre y con dolores en el cuerpo, presentando los síntomas de una influenza común, pero al cuarto día se bañaban de un sudor que era más bien una resina viscosa, aunque no pegajosa. El efecto era que la piel quedaba manchada, hasta que el aceite penetraba en la epidermis. Los neoyorquinos generaron así unos cuerpos gelatinosos e impermeables, como un cruce entre los pingüinos y las babosas. Esos cambios, así como la profusión de pelos en sus cabezas, y en los pechos, quijadas, piernas y brazos de los hombres, devolvieron la productividad a la ciudad. Todos se sintieron a gusto en la nieve y salieron a las calles con el mismo ímpetu de hacer dinero y hacerse ricos para comprarse apartamentos en los grandes iglues que se levantaban por doquier y obtener trineos motorizados con los que pudieran recorrer las nuevas calles heladas. El ejército de ingenieros, arquitectos y maestros de construcción urbanos se unió con espíritu emprendedor y puso en buen uso la nueva materia prima, empleando bloques de hielo para erigir una enorme ciudad de cristales fríos, más monumental y prodigiosa que la anterior. Con tales avances el gobierno se lanzó a la conquista de la Antártida y de cualquier tierra helada que los demás poderes hubieran descuidado, expandiendo con su ingenio el imperio frío, duro e implacable que nació de entre las ruinas.
Nuevayor volvió a ser Nuevayor, sin importar los muchos obituarios que escribieron sus detractores, intelectualoides que no entendían que Nuevayor no era un lugar. Nuevayor no era sus edificios. Nuevayor no era, tampoco, su comercio ni su fama.
Nadie esperaba más saltos en la adaptación hasta que se dieron nuevos malestares hace unas semanas. Las criaturas viscosas y de piel escamosa que se trasladaban por la ciudad, dejando su consabida baba por dondequiera que iban, pasaron por una nueva metamorfosis. Sus espaldas quisieron romperse con dolores que las mujeres comparan a los del parto. La espina dorsal se les volvió un gusano vivo que se retorcía y generaba convulsiones. La mañana del sábado pasado muchos se levantaron con colas. Hoy lunes el frío polar que les quemaba por dentro salió por sus faringes como un vapor gélido, dando lugar a un vacío en sus adentros. Al tocarse las gargantas, los neoyorquinos descubrieron que ya no tienen amígdalas. En sus lugares, como llagas que no sangran, se abrieron unos estigmas en cinco arcos sucesivos. Al verse en los espejos casi huyen de sí mismos: les salieron opérculos y agallas.
Derechos reservados (c) Víctor Manuel Ramos.
Escrito el 21 de enero, 2003, en Albany, Nueva York.
Última revisión: 10 de febrero, 2013.
7 comentarios:
Surreal.
Hola. No creo que caiga en la definición estricta del surrealismo como movimiento, pero contiene elementos prestados.
Wow! Que manera de describir un momento histórico y al mismo tiempo desgarrador, no sólo para New York, sino para mundo entero!
"Todos esperaron desde el espacio que queda entre el asombro y el terror"... Una historia que remueve las entrañas con imágenes que trascienden lo real con un profundo sentido humano y social.
"El imperio frío, duro e implacable que nació de entre las ruinas"...Líneas enrojecidas que se quedan tatuadas en la conciencia del lector, con la figura retorcida del metal humeante y los frios pedazos de cielo... de cualquier manera, al final, todo quema con la misma intensidad.
Hola Massiel, gracias por tu visita y por tu apreciación del cuento. Estos escritos no-periodísticos quedan abiertos a interpretación y por eso se enriquecen de la perspectiva de cada lector. Saludos en este día invernal.
Buen dia para leer esto.
Cada vez que neva en new york vengo a leer esto.
Gracias anónimo.
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