Pero entré por la puerta como periodista y salí hecho miembro del grupo.
Intenté pasar toda la reunión jugando mi papel de mosca pegada a la pared – así describimos a veces los periodistas nuestro rol silente y desapegado en eventos que cubrimos –, mientras tomaba apuntes de una discusión muy animada sobre «Memorias de mis putas tristes», una novela corta que Gabriel García Márquez acababa de publicar por esos días.
A diferencia de otros temas de política y demás – en los que logro observar con buen desapego – en este asunto se me hacía imposible mantener la distancia, sobre todo por la manera en que los participantes relacionaban las historias con sus propias vidas, y cómo se revelaban a la luz de la experiencia literaria.
Como una señora mayorcita, más fácil de imaginar sentada en los bancos de dura madera de alguna iglesia, que esa noche defendió el derecho de las putas a ser putas. O un ex-profesor latinoamericano, desempleado en el exilio, que relacionaba aquella novela a la de Vladimir Nabokov y el posible deseo de García Márquez de darle a esa historia un final feliz. O la ex-psicóloga, empleada en otra cosa más pedestre, que discutía las obsesiones de la pederastia. O aquel otro, empleado de un parque de diversiones durante el día y recitador de poesías durante las noches, que decía que la novelita no tenía nada que ver con sexo.
En el seno de una comunidad supuestamente conservadora nadie consideraba que el autor era un viejo verde de inclinaciones machistas y depravadas, a pesar de aquella sentencia que resumía de manera limpia y descarada el motor de su trama: “El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor con una adolescente virgen.”
Yo quería explotar. No porque estuviera en acuerdo o desacuerdo (posturas sin importancia, al fin), sino porque quería formar parte de lo que estaba presenciando: aquí estaba un grupo de adultos, que igual que yo tenían que pagar la renta al fin de mes, pero que conversaban desenfadadamente sobre asuntos que no les generarían ningún lucro. Adultos enfrascados en una soberana pérdida de tiempo, como los niños.
Pero qué bonito es perder el tiempo. Qué humano es hablar. Cuán valiosas suelen ser en nuestra experiencia las charlas inútiles – cada día más escasas, más fuera de lugar y más difíciles en un mundo donde ya no es el tiempo que es oro, sino el oro que es tiempo.
Cuando menos lo pensaba me daba cuenta de que había dejado de tomar notas en mi cuaderno, que lo había puesto a un lado, y que interrumpía la conversación para meter la cuchara y decir yo mismo dos o tres cosas sobre la novela (que casualmente había leído en esos días) y sobre el autor, y sobre sus memorias, y no sé que otra cosa sobre la vejez y la juventud y lo que el libro decía de esos temas.
Y luego me di cuenta, tal vez por la manera en que todos me miraban, sorprendidos ante mi transfiguración de mosca – o insecto kafkiano – a un defectuoso ser humano, lleno de prejuicios y opiniones como todo el mundo, incapaz de controlar esa noche mi propia lengua. Anuncié de una vez que no podría escribir un artículo periodístico sobre el grupo, pero que me interesaba seguir asistiendo, si ellos me aceptaban.
Asistí por los próximos siete años y casi nunca fallé los segundos martes de cada mes en el pequeño círculo de sillas que acomodábamos en la parte trasera de la librería. Ante aquel grupo presenté por vez primera los cuentos que publiqué en 2005, y a ellos les conté de la novela que editaba, y mucho más: con ellos compartí discusiones y risas, confesiones y bromas, noches de lluvia y navidades de canto y poesía. Y ahora puedo decir que los extraño, y que esta humilde nota es el artículo que les debía y que nunca podré escribir de manera objetiva.
Este grupito, que lleva por nombre Tertulia Cultural Hispana y existe en la Ciudad de Orlando del estado de la Florida, me enseñó muchas cosas, que tienen y no tienen que ver con literatura. Porque hay clubes y clubes, talleres y talleres, pero en mi experiencia muchos de estos se convierten en espacios para que algunos participantes con aires de literatos luzcan sus pretensiones artísticas o empujen teorías y movimientos – a veces muy poco acabados – sobre cuál debe ser la apreciación del arte o cuáles son las obras que valen o no valen la pena. En este caso no había mucho de eso, sino simplemente un grupo de personas que encuentran a través de la lectura una ventana al diálogo.
Aunque yo era de los más críticos en cuestión de criterios, no tuvimos miramientos en leer tanto a Gioconda Belli como a Paulo Coelho, tanto a Mario Vargas Llosa como a Jorge Bucay, tanto a Isabel Allende como a Juan Rulfo, tanto a Gabriel García Márquez como a Roberto Bolaño, tanto a Carlos Ruiz Zafón como a Miguel de Cervantes Saavedra.
Si alguien no leía el libro, no había problema – todavía podía presentarse y discutir los temas.
Total, que al fin y al cabo casi siempre nos íbamos por unas tangentes y terminábamos hablando de asuntos remotos, solamente para regresar al libro al final y darnos cuenta de que existía alguna conexión – muchas veces inconsciente – entre ese diálogo grupal y la voz del autor.
Aprendí con este grupo que la literatura no necesita pretensiones y que la lectura puede, y debe ser, una conversación. Si no es así, tanto el autor como el lector han fracasado.
Dedicado a todos los amigos con los que compartí en los años de la Tertulia Cultural Hispana, y en agradecimiento a su fundador y directora, pero en especial entre ellos a los que tuve la dicha de conocer más: César, Clemencia, Gisela, Norma, Magda y María. Qué la vida, y sus historias, sigan dándonos de qué hablar.
8 comentarios:
¡Qué hermosa esa tertulia de personas diversas y sin pretensiones que hablaban simplemente de lo que habían leído? Yo no he encontrado nada semejante y por tus palabras, veo que me gustaría. Lo que más me atrae de la historia es que los miembros de esa tertulia no dialogaban por vanidad y sí por el placer de intercambiar historias y puntos de vista. Un relato intenso y bien narrado, como los que acostumbras a escribir tan llenos de vida y humanidad. ¿Eras el único hombre en la tertulia? Ah, las mujeres.
Saludos.
Disculpa, me había basado en la dedicatoria del final, pero observo que sí que había hombres en esos debates. Pero en todo caso no invalida la realidad de que son las mujeres los más ávidos lectores. En el metro de Barcelona, hay veinte mujeres que leen por cada hombre que lo hace. Me refiero a literatura.
Joselu, gracias. Pero es cierto: las mujeres leen más que los hombres. Pero no es problema: yo me siento a gusto entre ellas.
Ay Víctor que nostalgia me dan tus palabras porque de igual manera extraño La Tertulia desde que me mudé.
Lo interesante del grupo es que los miembros son muy receptivos y efectivamente no se discrimina a nadie ni se hace alarde de los conocimientos.
Cuando me acerqué al grupo, me enteré por un periódico local, iba un poco tímida porque ese tipo grupo suele ser formal y no, alli encontré lo que buscaba relajarme y a la vez nutrirme de los libros y de sus integrantes. Que interesante!
Hermosa experiencia. ¿Cuándo nos animamos a replicar la experiencia en NY? :). Me muero de ganas de ser parte de un círculo de lectura.
Rosa María -- y eso que solamente participaste por unos meses, ¿verdad? Pero, bueno, de aquí pueden brotar otras iniciativas. Tú ya me dijiste cómo estás participando de un grupo en Cape Cod y yo estoy en el proceso de formar uno en Nueva York con los amigos que se quieran apuntar.
Sonia -- Ya vamos a hacerlo. Es bueno contar contigo.
¿Yo no te puse ya un comentario diciendo que me encantaban esas tertulias y ojala las tuviera yo aquí? Pues ya lo sabes, me encantaría.
Un abrazo de Lola
http://boheme.zruspas.org
Lo pensaste, Lola. Gracias.
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