Para aquellos de nosotros que vimos el nacimiento de la superautopista de información (¿se acuerdan de esa tonta frase?) podría parecer que la promesa del medio se ha diluido en nuevas y más perniciosas formas de entretenimiento que buscan nuestra atención para vender anuncios, productos y suscripciones y que a la vez recopilan datos sobre predilección y hábitos para ofrecernos al mejor postor. Como dicen, somos el producto.
Esa no era la promesa del internet según se ofrecía en sus inicios.
Se hablaba entonces de una especie de aldea global donde predominaba el intercambio de ideas, la colaboración en proyectos de interés mutuo y el surgimiento de comunidades y líderes que en base al diálogo y el activismo digital ayudarían a crear un mundo mejor.
Qué utópico era todo eso: yo me acuerdo cuando entré por primera vez a una red de internet previa a la era de los navegadores gráficos donde el acceso se pagaba por hora (así que no íbamos allí a perder el tiempo) y en el que el acceso a listservs (listas de correo) y newsgroups (foros de “noticias”) llevaba a conversaciones y debates sobre temas de actualidad o asuntos de conocimiento especializado. Parecía entonces que el internet iba a ser un medio para intercambios académicos y de investigación.
En esos mismos días del pre-internet de hoy asistí a una conferencia en Harlem donde académicos y expertos en las nuevas redes discutían las posibilidades que se cernían en ese mundo de pantallas y teclados, módems (esta palabra entre tantos términos tecnológicos tan extraños al español) y proveedores de señales y servidores y lo que se imaginaba entonces como un inmenso sistema nervioso de fibras ópticas que empezaba a tejerse en las grandes ciudades y cruzaría distancias transoceánicas. La gran preocupación de aquella conferencia era que las comunidades pobres y minoritarias no debían quedarse sin rampas de entrada y salida hacia aquella imaginaria autopista cibernética.
Se quería internet para todos.
Vivimos ya en el futuro, desde esas perspectivas, aunque también se habla de un nuevo horizonte para las redes de telecomunicaciones computarizadas que se han vuelto parte del diario vivir. Ahora miramos cuántos megabits por segundo podemos recibir y transmitir, de cuántos terabytes podemos guardar en pequeñas unidades de memoria y de nuevos sistemas con transistores de grafeno y de procesadores cuánticos que saltarán sobre nuestras configuraciones binarias de unos y ceros para computar un número exponencial de procesos.
Más internet, más velocidad, más comunicación instantánea, como si tuviéramos el don de la ubicuidad que antes le quedaba reservado a los dioses.
En serio, fuimos de los teléfonos pegados a la pared en una parte de uso común de la casa del siglo veinte, a teléfonos por todas partes, a teléfonos “inteligentes” que en realidad son computadoras, a textos y Facetime y grupos de Snapchat, What’s App y quién sabe qué más -- todas esas maneras en que podemos molestarnos e interrumpirnos unos a otros, a todas horas del día o de la noche. Hasta los libros son interactivos.
Esto va combinado con un gran empuje a la conveniencia: lo que quieres ver y escuchar debe estar disponible aquí y ahora, en “tiempo real” y a tu gusto, porque quién tiene tiempo para esperar a que llegue la información.
Esta es la irónica curiosidad: a mayor velocidad, nos queda menos tiempo para simplemente ser.
(Esta nota se escribió el 4 de abril de 2018, pero por alguna razón que desconozco había quedado sin publicar. Al descubrirla, la publico).
Esa no era la promesa del internet según se ofrecía en sus inicios.
Se hablaba entonces de una especie de aldea global donde predominaba el intercambio de ideas, la colaboración en proyectos de interés mutuo y el surgimiento de comunidades y líderes que en base al diálogo y el activismo digital ayudarían a crear un mundo mejor.
Qué utópico era todo eso: yo me acuerdo cuando entré por primera vez a una red de internet previa a la era de los navegadores gráficos donde el acceso se pagaba por hora (así que no íbamos allí a perder el tiempo) y en el que el acceso a listservs (listas de correo) y newsgroups (foros de “noticias”) llevaba a conversaciones y debates sobre temas de actualidad o asuntos de conocimiento especializado. Parecía entonces que el internet iba a ser un medio para intercambios académicos y de investigación.
En esos mismos días del pre-internet de hoy asistí a una conferencia en Harlem donde académicos y expertos en las nuevas redes discutían las posibilidades que se cernían en ese mundo de pantallas y teclados, módems (esta palabra entre tantos términos tecnológicos tan extraños al español) y proveedores de señales y servidores y lo que se imaginaba entonces como un inmenso sistema nervioso de fibras ópticas que empezaba a tejerse en las grandes ciudades y cruzaría distancias transoceánicas. La gran preocupación de aquella conferencia era que las comunidades pobres y minoritarias no debían quedarse sin rampas de entrada y salida hacia aquella imaginaria autopista cibernética.
Se quería internet para todos.
Vivimos ya en el futuro, desde esas perspectivas, aunque también se habla de un nuevo horizonte para las redes de telecomunicaciones computarizadas que se han vuelto parte del diario vivir. Ahora miramos cuántos megabits por segundo podemos recibir y transmitir, de cuántos terabytes podemos guardar en pequeñas unidades de memoria y de nuevos sistemas con transistores de grafeno y de procesadores cuánticos que saltarán sobre nuestras configuraciones binarias de unos y ceros para computar un número exponencial de procesos.
Más internet, más velocidad, más comunicación instantánea, como si tuviéramos el don de la ubicuidad que antes le quedaba reservado a los dioses.
En serio, fuimos de los teléfonos pegados a la pared en una parte de uso común de la casa del siglo veinte, a teléfonos por todas partes, a teléfonos “inteligentes” que en realidad son computadoras, a textos y Facetime y grupos de Snapchat, What’s App y quién sabe qué más -- todas esas maneras en que podemos molestarnos e interrumpirnos unos a otros, a todas horas del día o de la noche. Hasta los libros son interactivos.
Esto va combinado con un gran empuje a la conveniencia: lo que quieres ver y escuchar debe estar disponible aquí y ahora, en “tiempo real” y a tu gusto, porque quién tiene tiempo para esperar a que llegue la información.
Esta es la irónica curiosidad: a mayor velocidad, nos queda menos tiempo para simplemente ser.
(Esta nota se escribió el 4 de abril de 2018, pero por alguna razón que desconozco había quedado sin publicar. Al descubrirla, la publico).
2 comentarios:
Internet en su origen fue ideado por ingenieros contraculturales casi anarquistas que querían extender el poder entre la gente común. Tenía un propósito revolucionario contra el poder y el stablishment. De ahí ese momento mágico que refieres en que internet iba a ser un instrumento para intercambiar información entre los más comprometidos. De ahí aquellos debates para implementar un medio totalmente revolucionario. Esto duró unos años. Yo viví algo de aquel paisaje salvaje y sin domesticar. Había que pagar tarifa telefónica para conectarte. Tuvo algo de mágico. Desafortunadamente, todas las revoluciones son fagocitadas tarde o temprano y todo se ha convertido por obra de Steve Jobs, creador del teléfono inteligente, en the game. La vida se ha convertido en un juego, la enseñanza se ha convertido en un juego, nuestros teléfonos son simples por fuera y complejos por dentro. No hay que ser un lumbreras para manejarlos. Todo se ha banalizado y ha sido absorbido por grandes intereses y corporaciones tecnológicas. La mayor parte de la gente utiliza internet para tonterías. Aquel propósito revolucionario se ha perdido y nuestras vidas se han visto transformadas por mecanismos que nos abducen.
Hola Joselu. "Fagocitar" me parece un verbo apropiado para el caso.
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