28 de abril de 2018

Mareados sobre el Malcolm de Cortázar

La novela Los premios empieza con una promesa de trama, un viaje en el que un grupo de extraños abordará un crucero con destino incierto tras ganar un premio auspiciado por el gobierno. Podría pensar el lector en cualquier tipo de aventura que sucederá en ese trayecto, pero con cada página leída se va uno dando cuenta de que este barco no va para ninguna parte, aunque ya es muy tarde para regresar.

No estamos hablando de cualquier escritor, sino de una de las lumbreras de la literatura latinoamericana (y de más allá) y cabe sospechar que no fue falta de dominio del oficio de escribir que llevó a Julio Cortázar a emprender un viaje sin destino en el que la falta de sucesos se convierte en el principal hecho, algo así como el motor de la no-acción. Los premios fue su primera novela publicada por allá en 1960.

No lo niego. Maldije la hora en que me puse a leerla, porque esta novela era una trampa. Como señalé antes, era muy tarde, demasiado tarde, para dar marcha atrás cuando me di cuenta de que no pasaba nada y que el final no traería gran revelación. Esta era una excursión ficticia que se emprende en grupo donde después de escalar más de la mitad de una montaña, o en este caso navegar más de la mitad del viaje por un mar monótono, uno sabe que el regreso sería más tedioso (e incluso humillante) que proceder, aguantar y desembocar en mala compañía en el mismo puerto de salida de un viaje frustrado.

La trama ya la dije, porque es poca, y aunque tiene su desenlace es mejor no revelarlo, no vaya a ser que se arruine la experiencia de quienes se atrevan a emprenderla. El caso es que el barco, el Malcolm, es una excusa y los premios son una carnada para meternos en este viaje con representantes de las recalcitrantes clases sociales de la Argentina de la época, con sus creencias, prejuicios y pequeñas burguesías de desesperación.

Sirve este barco, como anticipa el estrafalario personaje Persio en uno de sus cada vez más incomprensibles soliloquios, para “la mezcla casi pavorosa de seres solos que se encuentran de pronto viniendo desde taxis y estaciones y amantes y bufetes, que son ya un solo cuerpo que aún no se reconoce, no sabe que es el extraño pretexto de una confusa saga que quizás en vano se cuente o no se cuente.”

Cortázar nos presenta a un gran número de personajes (yo conté poco más de treinta) entre pasajeros (o protagonistas), sus relaciones ausentes y la tripulación. La primera parte del texto es una larga espera para meterse al barco que con mala leche comparaba yo con esperar a Godot (“-¿Nos vamos? -Sí, vámonos” y así hasta justo el punto anterior en que uno hubiese abandonado la lectura), excepto que el Godot de Cortázar llega y resulta ser un sujeto completamente aburrido: al final, aparecen los del gobierno y los del barco y empieza el viaje con estos grupos de tripulantes disparejos que se podrían clasificar entre snobs, jóvenes tontos y viejos acomodados, aunque hay otras posibles configuraciones.

Como si la espera hubiera sido poco, no ha pasado mucho tiempo cuando el barco se detiene, no muy lejos de la misma ciudad de Buenos Aires, donde algunos pueden reconocer las mismas calles que ya han recorrido. Tamaño crucero, salir al mar lo suficiente para ver la tierra sin poder tocarla. Y para colmo, los pasajeros descubren que los tienen encerrado en la proa, y en ciertas partes de babor y estribor, pero que no pueden pasar a la popa del barco.

Luego se emprende el viaje a un itinerario desconocido, pero este asunto de no poder acceder a la popa se vuelve la obsesión de la mayoría de los hombres sobre el barco, que no pueden disfrutar de las vacaciones sin saber qué se les oculta y sin creerse la historia de que los han encerrado para protegerlos de un brote de tifus entre la tripulación.

De ahí en adelante, muchas de sus conversaciones y diminutas acciones tratan sobre la popa, qué hay en la popa y cómo van a lograr llegar a la popa, revelándose en cómo responde cada cual de qué está hecho su carácter: unos quieren averiguaciones, montar expediciones, irrumpir a la fuerza o, simplemente, desentenderse del asunto y disfrutar del espacio que les han cedido y creerse la historia que les han dado.

Todo ello es una cubierta sobre otros temas, como la actitud de cada cual en la sociedad y ante los dictámenes que siempre existen del gobierno o dictador de turno, aunque eso nunca se dice en esta novela, publicada en aquellos días del peronismo argentino.

Esto dice el personaje Claudia, al conversar en metáfora ajedrecista con Medrano, que llegará a ser el sujeto que al fin de cuentas sirve de líder para una trágica expedición a la popa, a la que fue a probar su hombría y salvar su dignidad.

“--Volvemos a la noción de juego. Supongo que forma parte de la concepción actual de la vida, sin ilusiones y sin trascendencia. Uno se conforma con ser un buen alfil o una buena torre, correr en diagonal o enrocar para que salve el rey. Después de todo el Malcolm no parece demasiado diferente de Buenos Aires, por lo menos de mi vida en Buenos Aires. Cada vez más funcionalizada y plastificada. Cada vez más aparatos eléctricos en la cocina y más libros en la biblioteca.”

Viven ellos, dice ella, en “un presente sin nada de presente, futuro absoluto,” algo que sería el caso si otros determinan la dirección de la sociedad en que a uno le toca existir.

Los peores y mejores momentos de este libro -- o sea las partes más intensas para los lectores -- están hacia el final y cuesta mucho llegar a ellos, como si todos fuésemos parte de ese viaje sin propósitos a bordo del Malcolm.

Hay mucho más entre líneas, la tensión entre tendencias conservadoras y liberales, los chicos que no encuentran su lugar en el régimen completamente predecible del barco, los oficiales que pronuncian discursos vacíos, los tripulantes que se limitan a hacer que el barco corra, la mujer que desquicia a los hombres y escandaliza a otras mujeres, los atraídos al mismo sexo que buscan escabullirse entre las normas de la sociedad, la pérdida de la inocencia, las variadas traiciones del desamor, todo al fin algo nauseabundo, como el malestar que causa un viaje de alta mar.

Todo termina mal, muy mal, y eso es lo que hace que esta novela sea buena.



7 comentarios:

Lola dijo...

Tu artículo estupendo, así se puede entender esta aburrida novela (para mí). De todas formas me ha servido como una experiencia más en mi vida.

Víctor Manuel Ramos dijo...

Gracias Lola. Escribí algo poco después de terminar el libro y se me ocurrió que podía compartirlo por aquí.

Anónimo dijo...

Cortázar es uno de mis escritores favoritos, pero este libro no lo he leído. Rayuela es una obra maestra, así como sus cuentos de la colección La autopista del sur. Los latinoamericanos podemos sentirnos orgullosos de él. Me parece muy interesante tu blog, un placer haberlo encontrado.

Víctor Manuel Ramos dijo...

Gracias anónimo. Esa colección de cuentos es mi favorita de Cortázar también.

JLO dijo...

soy muy fan de Julio pero no lo leí y me hacés dudarlo ahora jaja.. pero me gustó tu entrada, explica todo muy bien y el adentrarse ya queda en cada uno.... saludos...

Unknown dijo...

Es imposible que un lector de 2018 pueda entender una época en la que existía una epidemia que se llamaba Angustia vital. Ningún lector actual podría leer a James Joyce sin decir que se ha aburrido mucho. Ningún espectador podría disfrutar viendo una pelicula de Fellini, por poner un ejemplo. Desde hace algún tiempo, lectores y espectadores prefieren acción, tramas aceleradas y mientras tanto, tomarse una Coca y unas palomitas en un mundo hollywoodiense cada ve más infantilizado. Lean rayuela otra vez, y el Quijote y traten de no aburrirse.

Víctor Manuel Ramos dijo...

"Desconocido", tal vez, tal vez, pero a mí la Rayuela me encantó, leyéndola primero en inglés y redescubriéndola en su original, y el Quijote, pues, el Quijote tiene pare de la culpa de que siguiera leyendo, así que esto no es solamente una cuestión generacional, y tal vez nos haría bien no asumir que esa explicación aplica en cualquier caso.

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