28 de junio de 2012

El árbol de las palabras


La primera vez fue una tarde en la que los poros de todas las aceras parecían sudar. Supiste que algo sucedía. Las imágenes venían unas tras otras y algunas oraciones llovían completas mientras conducías por la autopista.

Fuiste a casa, a la casa de entonces, aquel apartamento encaramado desde el que veías unos rieles abandonados en un viejo camino de tierra, el mismo por el que todas las mañanas pasaba una mujer vestida de blanco camino al hospital. Eran esos días mágicos en que rebosabas de una fe en lo posible y veías casi todos los obstáculos como impedimentos pasajeros.

Como aquella tarde en que un gran cúmulo de nubes te transportaba a otra hora remota en la que nunca viviste y en la que la lluvia se cernía sobre la vida de un niño.

O como aquella mañana en que una partera con las manos ensangrentadas te mostraba el tejido gelatinoso de una placenta, acabada de parir, y sabías que presenciabas un milagro.

O más de una ocasión en que la nieve, su forma de caer y agitarse, de pegarse a todo y de silenciar el ambiente, ponía al descubierto una gran producción cósmica de la que eras testigo.

Sabías entonces que escribirías miles y miles de palabras en pos de un momento en el que pudieras decirle a otros: esto es eterno.

Pero luego llegan los problemas de sintáxis, de estilo, de originalidad, de mercados y plataformas, de estructuras, de cosas que se ponen y pasan de moda, y te olvidas de ti mismo. Te pierdes en toda esa miasma de los intermediarios, los medios y los propósitos. Y ya no sabes lo que quieres decir.

Te das cuenta de que el árbol de las palabras se seca y da frutos estériles. Pero ves también que la eternidad nunca se ha ido. Oyes un tren silbar en la distancia. Eras tú quien no estaba.

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