Todos venimos de alguna madre y muchos hemos crecido bajo el cuidado de una o dos mujeres que sacrificaban su ser para que nosotros fuéramos.
Si de pagar se tratara, les deberíamos demasiado.
Parece que nos empeñamos en hacerlo a plazos cada mayo cuando nos esmeramos en expresar gratitud en un día, y escribimos en tarjetas, y compramos regalos (supuestamente a precio de descuento), y regalamos flores, y nos congregamos en torno a ellas y les deseamos un feliz día.
No hay nada de malo en ello, pero estas prácticas no nos llevan a una apreciación verdadera de la maternidad y consisten más bien de una descarga tribal de nuestras culpas. Sobra decir que no hay excusa que no sirva para que una tienda no te venda algo que no necesitas y que en la economía se vale recurrir al abuso de las emociones.
En nuestra era el culto a la madre tiene su origen histórico en el deseo de la estadounidense Anna Jarvis de marcar un día en que se reconocieran sus contribuciones y en que las madres a su vez pudieran unirse para trabajar por la paz del mundo, reflejando así los deseos que flotaban en el ambiente de esa etapa previa a las guerras mundiales, aquellos finales del siglo diecinueve y principios del veinte cuando no era descabellado pensar que las madres podían crear un mundo mejor con ciertos gestos que llamaban a la unidad de todos sus hijos.
Jarvis quiso en mayo de 1908 recordar a su madre, muerta tres años atrás, con un servicio conmemorativo a ella y dedicado a todas las madres en una iglesia episcopal de West Virginia. Sin darse cuenta, Jarvis estaba iniciando la costumbre que sostendría toda una industria floral a nivel internacional al regalar para la ocasión cientos de claveles blancos a quienes asistieron al servicio.
Dicen que Jarvis misma se disgustó ante las primeras señales del comercialismo materno, de aquel asunto de las tarjetas impresas y los regalos, y las tiendas que empezaban a anunciar la fecha como una obligación. Ella misma trató, en la última década de su vida, y después del desengaño de las dos guerras mundiales, de impedir que se siguiera celebrando el día, pero ya era demasiado tarde.