Foto: Jorma. Usada con licencia de CC. |
Llevo los minutos calculados: tantos para caminar de mi escritorio a los ascensores, y para bajar y para salir al estruendo de las calles de Manhattan y sentir esos aires del otoño nueva vez, y luego, a esquivar cuerpos, porque si no, se me va el tren.
Parece que todo va bien, pero los duendecillos hechos de unos y ceros empiezan a hacer de las suyas y no puedo publicar el trabajo de horas. Parece que de repente no existe nada, que todo se va a perder, y vienen los técnicos de informática y pronto me doy cuenta de que ellos también tiran dardos a ver si dan al blanco. No se puede, no se puede, no se puede…
Mejor hago que lo que debí hacer desde un principio: empezar de cero. Lo bueno es que viene otro tren, y otro tren, pero después de ese vendrán menos trenes y habrá que esperar más. Se me va el segundo tren y logro terminar con apenas suficiente tiempo para el tercero, y el último de la hora pico.
Voy pasando a través de la gente, metiéndome entre los cuerpos de dos turistas que arrastran maletas y apuntan para acá y para allá. Soy una de esas estelas de cuerpos que quedarán en el retrato de dos muchachas que se toman un selfie con la intersección de Times Square en el trasfondo. Logro cruzar la avenida antes de que los carros arranquen.
Una esquina más abajo aminoro la rapidez de mis pasos: Un hombre duerme en la acera. Se encuentra entre los cargadores de teléfonos y el bote de basura, enroscado en una frazada gruesa y prístinamente blanca. Descansa su cabeza sobre una almohada. Veo que lleva semanas quizás sin rasurarse. No hay nadie con él, pero su aspecto me dice que es un migrante de los que llegan a la terminal de autobuses de la ciudad. La gente camina por sus lados, y hasta dan zancadas para pasarle por encima sin pisarlo, y las sirenas de ambulancias siguen sin interrumpir su sueño. ¿Qué caminos habrá recorrido? ¿A quiénes habrá dejado atrás?