En otros tiempos yo me reía de la ficción y prefería libros que me hablaran de asuntos reales, aficionado como era desde niño al oficio periodístico y su misión de verificar, informar y poner en contexto lo que sucede en nuestras sociedades.
Ese fanatismo por los hechos hacía que leyera de mala manera las asignaciones escolares que me obligaban a seguir a personajes que nunca existieron, atrapados en conflictos que eran igual de imaginarios. A pesar de mis lamentos terminaba enfrascado en algún cuento o novela, como aquellas historias de vaqueros de Billy The Kid que leía para practicar inglés.
Y ya lo he contado, a la hora de viajar fuera de mi país de origen, me descubrí empacando mi maleta con libros, muchos de ellos pura ficción.
Años después me descubrí intentando yo mismo escribir relatos ficticios, sin explicarme del todo por qué. Para mí resultó ser esta una gran paradoja: a veces los hechos mienten y en ocasiones los relatos imaginarios nos acercan más a la verdad emocional de algo. Esto lo digo a pesar de ser periodista y de seguir venerando la importancia de los hechos.
En otros rieles paralelos corre este asunto de la verdad que depende de una reorientación deliberada de los hechos. En la ficción, sabemos que se da un juego, que los personajes y las situaciones pueden partir de alguna realidad documentable, pero no dependen de ella.
No obstante, son muchas las veces en las que al practicar este género he tenido que defenderlo de lectores cercanos a mí, que se encuentran a sí mismos escritos en algún texto, que reconocen algunos hechos “de la vida real” o que, incluso, piensan que solamente los nombres han cambiado y que los relatos son una especie de periodismo velado.
“Eso no sucedió así”, me han dicho en más de una ocasión, sin poder ocultar algún rastro de ofensa por alguna tergiversación. A lo que no puedo más que contestar, aunque sea en mi mente: “Es cierto. Eso no sucedió así. Es ficción”.
Luego están las entrevistas, un asunto espinoso para quienes practicamos también el periodismo y podemos ver desde dentro y fuera la profesión, porque así como tal vez hemos entrevistado alguna vez un escritor ahora nos vemos entrevistados y reconocemos la tozudez de confundir hechos con tramas, personajes y temas en la ficción (Eso si uno tiene la suerte de que quien entrevista haya leído el libro, porque aparece quien quiere que uno le cuente todo el contenido). ¿De dónde -- o sea, de qué hecho -- sacaste la inspiración? ¿Qué querías decir con esta historia? ¿Eres tú el personaje tal o cual? ¿Te sucedió a ti eso? ¿Y tal por cuál era tu madre? ¿Qué tanto de esta novela o cuento es autobiográfico? En todo ello a veces hay una inquietud subrepticia sobre la legitimidad de la ficción, similar a la de mi pensar en esos años de la adolescencia, o a la presunción de que tal vez el escritor solamente quiere hablar de sí mismo.
Tal vez algo de cierto hay en eso, pero al final de cuentas qué importa.
Los casos más confusos para mí como escribidor han sido los de personas allegadas que se imaginan en algún personaje, o que realmente pudieron ser el modelo para los rasgos de algún personaje, pero que al reconocerse en algún escrito se sienten robados. Por un lado los entiendo, pero por otro no encuentro ni siquiera manera de responderles más que decirles: Esto es ficción. He tenido las discusiones más difíciles en estos casos y creo que siempre quedamos tanto lector como escritor insatisfechos.
Me proponía escribir de una vez por todas una defensa a estas cuestiones, pero preferiré no incriminar mi propia conciencia en todo esto, pensando que tal vez esas preocupaciones no son del todo para quien escribe. La materia prima de la ficción es la vida misma, pero en ésta los hechos quedan relevados a la lógica interna de una trama y a la revelación que se persigue en los periplos de la imaginación.
Tal vez los que nos dedicamos a estos menesteres deberíamos portar siempre una de esas camisetas graciosas que he visto por ahí con un mensaje más o menos como este: “Advertencia. Soy escritor y me reservo el derecho de escribirte en una de mis historias”.
Imagen cortesía de Daniela Barrera Ravelo, según licencia de Creative Commons.
Luego están las entrevistas, un asunto espinoso para quienes practicamos también el periodismo y podemos ver desde dentro y fuera la profesión, porque así como tal vez hemos entrevistado alguna vez un escritor ahora nos vemos entrevistados y reconocemos la tozudez de confundir hechos con tramas, personajes y temas en la ficción (Eso si uno tiene la suerte de que quien entrevista haya leído el libro, porque aparece quien quiere que uno le cuente todo el contenido). ¿De dónde -- o sea, de qué hecho -- sacaste la inspiración? ¿Qué querías decir con esta historia? ¿Eres tú el personaje tal o cual? ¿Te sucedió a ti eso? ¿Y tal por cuál era tu madre? ¿Qué tanto de esta novela o cuento es autobiográfico? En todo ello a veces hay una inquietud subrepticia sobre la legitimidad de la ficción, similar a la de mi pensar en esos años de la adolescencia, o a la presunción de que tal vez el escritor solamente quiere hablar de sí mismo.
Tal vez algo de cierto hay en eso, pero al final de cuentas qué importa.
Los casos más confusos para mí como escribidor han sido los de personas allegadas que se imaginan en algún personaje, o que realmente pudieron ser el modelo para los rasgos de algún personaje, pero que al reconocerse en algún escrito se sienten robados. Por un lado los entiendo, pero por otro no encuentro ni siquiera manera de responderles más que decirles: Esto es ficción. He tenido las discusiones más difíciles en estos casos y creo que siempre quedamos tanto lector como escritor insatisfechos.
Me proponía escribir de una vez por todas una defensa a estas cuestiones, pero preferiré no incriminar mi propia conciencia en todo esto, pensando que tal vez esas preocupaciones no son del todo para quien escribe. La materia prima de la ficción es la vida misma, pero en ésta los hechos quedan relevados a la lógica interna de una trama y a la revelación que se persigue en los periplos de la imaginación.
Tal vez los que nos dedicamos a estos menesteres deberíamos portar siempre una de esas camisetas graciosas que he visto por ahí con un mensaje más o menos como este: “Advertencia. Soy escritor y me reservo el derecho de escribirte en una de mis historias”.
Imagen cortesía de Daniela Barrera Ravelo, según licencia de Creative Commons.
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