16 de abril de 2006

El diseño divino en pantalla de plasma

Se deslizó una compuerta por encima del altar, como sucedería en un episodio de ciencia-ficción, a lo Star Trek. Detrás, dos hombres, vestidos en blancas sotanas, estaban inmersos hasta el pecho en una alberca de cristal.

Uno de ellos, un diácono, ayudó al otro a sumergirse de espaldas. Lo vimos hundirse y emerger sonriente, con el agua a chorros.

Acababa de cumplirse el rito más importante de la religión bautista: el bautizo por inmersión, tal como ellos dicen que sucedió en los tiempos de Jesús.

No cuesta mucho concordar con ellos cuando profesan que ese rito es un acto simbólico -- y que, por tanto, no tiene sentido que un niño pase por el sacramento. Hay que tener uso de razón y una “edad de responsabilidad”, dicen ellos, para aceptar la salvación. Antes de que se fragüe ese juicio, a uno le pertenece el reino: interesante paralelismo a la enseñanza de Jesús y a la pérdida de inocencia del Edén.

El baptismo acepta las Escrituras como única autoridad. El pastor es alguien que las presenta. Los diáconos y miembros del consejo se escogen por sufragio democrático. Sus iglesias son cuerpos autónomos y apolíticos.

Y está la mejor parte: el principio de la libertad del alma. En el mundo bautista se considera, en rasgos generales, que cada cual nace con el derecho de escoger su culto, o de no escoger ninguno.

Esta autonomía operativa, razonabilidad de principios y aferración a la letra explican por qué los bautistas se encuentran mayormente en Estados Unidos. Es el tipo de credo que puede adoptarse sin resquemores en una nación que se forjó en base a este tipo de principios: libertad de fe; una Constitución casi infalible; y un deseo de supeditar casi todo a la razón.

Pero esta iglesia donde presencié el bautizo se parece demasiado al estadounidense promedio, hasta el punto de que no hace más que reflejar su mundo circundante.

El servicio que siguió a la ceremonia parecía un programa de esos que se conocen como “Reality TV”, la modalidad de entretenimiento que consiste en seguir las vidas de gente ordinaria -- comprimidas y dramatizadas a una conveniente hora de duración, y presentadas como si fueran alguna especie de juego. Como si toda la vida fuera un juego.

El altar no era altar, sino una réplica teatral de una casa, con muebles, televisión y armario de ropa incluidos. Sobre el escenario, se suspendían esas pantallas de plasma que muchos templos de vanguardia usan para acompañar sus servicios de entretenimiento audiovisual. La música no era de órgano ni piano, sino una combinación del pop melodramático y la rebeldía del Rock ‘n’ Roll. Solamente se necesitaba un par de porristas en falditas tachonadas para hacer religión estilo American Pie.

Sin dudas, esta iglesia evolucionada gusta. Los dos servicios de la mañana estaban llenos, mayormente de anglosajones en pareja. Y es tal vez porque a esta religión al estilo norteamericano no le faltaba el tinte paternalista de los libros de autoayuda.

Más que proveniente del evangelio, el tema parecía desprenderse de los libros de John Gray, aquel que dijo que los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus. “Ya sabemos que los hombres y las mujeres son diferentes, descubramos por qué”, decían los panfletos de la iglesia. Sería toda una semana para discutir el “diseño divino” -- que no es más que la historia de que Dios es un ingeniero que nos hizo (hombre y mujer, nos hizo) para que fuéramos lo que somos.

Uno de los temas en agenda para esa serie: Los sí y no de la moda.

Lo juro, hablo de una iglesia, aunque no parezca.

El pastor, más que dar un sermón mostró (en pantalla gigante y con sonido estéreo) su propio “reality show”, un cortometraje sobre un día en que él y su esposa invirtieron papeles. Y a él, por supuesto, le tocaron esas tareas del estereotipo femenino: hacer desayuno, llevar los hijos a la escuela y limpiar la casa, para terminar el día cansado y sin deseo de intimidad. Vaya sorpresa.

El único momento en que el pastor se acercó a alguna cuestión vital fue cuando se refirió a la tradición de “spring cleaning” de la clase media estadounidense, cargada como está --esta pobre gente rica-- por su pesado cuerno de la abundancia. Aunque sea a crédito. Hablaba de la “limpieza de primavera” que se da cuando las personas en esta situación de comfort miran el desorden de objetos que acumulan en sus casotas y --sintiendo tal vez un vacío de significado-- deciden simplificar sus vidas. Esto lo hacen botando o vendiendo lo que les sobra. Y otros, que están en la misma situación, les compran sus tiestos en “garage sales” o por Ebay; y los primeros compran las basuras de otros, de manera que, al final, todo queda igual de abarrotado. Salen unas cosas y entran otras.

El pastor decía que cuando uno mira el desorden que tiene en su garage no sabe por dónde comenzar, como suele sucedernos en la vida:

—¿Adónde comienzo? --decía-- La vida se vuelve tan desordenada a veces, por todas las cosas que acumulamos y arrastramos, que es difícil saber siquiera por dónde comenzar.

Pero en vez de explorar más esa cuestión, ese vacío, el pastor dejó que el coro cantara una alabanza mientras el público seguía las letras en las pantallas. Esta era su oferta, una mezcla de realidad manufacturada y karaoke espiritual.

Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo había comentado sobre esta entrada hace unos a~nos, pero parece que se borró. Todavía hoy me gusta.

Víctor Manuel Ramos dijo...

Gracias anónimo. Tienes razón en que se borraron muchos comentarios en una de las ocasiones que cambié el blog a una nueva plataforma.

Publicar un comentario

Gracias por su comentario. El moderador se reserva el derecho de borrar comentarios que sean promocionales o constituyan ataques o abuso de esta plataforma.

Más leídas hoy

Más leídas del año

Girando en la blogósfera