30 de julio de 2017

Las pesadillas del conflicto sirio

Aunque vivimos en un mundo global, y es cierto que las telecomunicaciones se facilitan hasta el punto de que llevamos las noticias en cualquier aparato de bolsillo, parece que cada día estamos más desconectados de lo que sucede en otras partes del mundo.

Muchos consumen información en medios “alternativos” de las redes que se nutren de venas conspiratorias y no solamente se encuentran al fin desinformados sino mal informados. Ya no sabemos qué creer.

Mientras tanto, las bombas caen sobre Siria y poblaciones enteras se desplazan de país en país y a través de océanos sin que los que vivimos en otros países nos enteremos realmente de las atrocidades y sufrimientos por que atraviesan millones de personas.

Los medios de comunicación masiva vienen fallando hace décadas. Los conflictos internacionales reciben poca atención fuera de sus fronteras y las políticas de repercusión global se presentan más desde el debate de opiniones e ideologías que desde la documentación de los hechos y el recuento de los testimonios de sus sobrevivientes.

He pensado en esto al leer relatos de los sobrevivientes del conflicto en Siria, según los recopiló la periodista Wendy Pearlman en el libro “We Crossed A Bridge And It Trembled: Voices from Syria” -- y este libro, difícil de asimilar, busca primordialmente contar cómo ha sido el conflicto sirio para los sirios, o, más bien, los sobrevivientes.

La humanidad se pierde cuando hablamos de cifras de destrucción o de muertes, pero no es lo mismo leer en cualquier página, por ejemplo, de un policía sirio que agrede en el mercado a un hombre, simplemente porque sí, para ejercer su autoridad. O enterarse de cómo, al principio de la fallida revolución, las fuerzas del gobierno iban detrás de las protestas pacíficas rompiendo cristales de carros y tiendas para culpar luego a los protestantes y justificar la represión que seguiría, charcos de sangre en las plazas. O correr al lado de una madre desesperada cuando una bomba barril estalla cerca de la escuela donde está su niña y ella imagina antes de llegar que la encontrará partida en pedazos y que su mundo dejará de tener sentido. O verse uno dentro de la casa cuando el temblor que causa un misil hace que se derrumbe el techo y las paredes sobre los civiles acorralados, y escuchar luego el grito de una niña que grita, “¡Mamá, mataron a mi papi!” Y la madre responder: “Está bien, Dios cuidará de su alma”.

14 de julio de 2017

De sembrar palabras

Me preguntaba alguien el otro día por qué publiqué dos libros de ficción y después no he sacado nada más a la luz en estos años (aunque eso no es del todo cierto si los cuentos sueltos cuentan). Esta pregunta me hizo pensar en la agricultura.

Hace un par de décadas, escondido en los recovecos que en Nueva York llamamos apartamentos, fantaseaba yo con algún día en que tuviera un pedazo de tierra sobre el cual poner los pies desnudos, qué se yo, la idea esa de tener una casa con un patio, aunque no fuera muy grande, para quitarme los zapatos y sentir la naturaleza como cuando niño.

Imaginaba más, que podría llegar a ser uno de esos jardineros urbanos que siembran tomates, ajíes, limones, arándanos y berenjenas en su pedacito de tierra y los cultivan cualquier tarde antes de la cena, y regalan luego a sus amigos el vegetal primoroso y la fruta fresca.

Se me olvidó ese asunto y me fui por unos años de la gran metrópolis y mudé mi pequeña familia a una casa rodeada de patio por todos lados. Había un bosque de pinos detrás, mucho cielo abierto y toda la luz posible. Mucho más de lo que yo esperaba.

Entonces, tocaba empezar el trabajo en ese jardín, ¿cierto?

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