29 de abril de 2016

Los límites del absurdo

Todo a su tiempo

Vamos por los días y las noches arrastrando los mismos objetos y ejercitando algunas rutinas que nos dan una ilusión de continuidad a la que llamamos vida, y hacemos planes e imaginamos el futuro con cierta convicción de permanencia, aunque la realidad dura sea otra.

En cualquier momento una de las piezas de esa estructura que simula una máquina de Rube Goldberg -- aquellas entelequias que complican las tareas más simples, pero a la vez las hacen más interesantes -- se va a pique y quedamos a la deriva, expuestos a aquel engranaje que otros llamaron “el absurdo de la vida”, o en otros términos más corrientes ese “lento y pesado ir y venir a los pesqueros” que el personaje Juan Salvador Gaviota de Richard Bach asociaba con el sinsentido.

Aquí podríamos escoger entre el existencialismo desesperado de Jean-Paul Sartre, que nos habla de un universo darwiniano y nauseabundo en el que no somos ni significamos nada; el compromiso que pensó Søren Kierkegaard, en que podemos darnos el permiso de “un salto de fe” para explicar lo inexplicable y operar desde una hipótesis filosófica o religiosa del mundo; o una visión como la de Albert Camus, que propone que a pesar del sinsentido y la constante amenaza de la muerte nos ocupemos de crear nuestros propios significados, algo así como si nos riéramos en la cara de la muerte.

No puedo entregarme de lleno a ninguna de estas visiones, aunque veo el valor de todas ellas. Para mí hay verdades, pero no una verdad, como escribió el mismo Camus.


25 de abril de 2016

Letanía de un escritor cualquiera

El EscritorTú escribes porque quieres decir algo que sea verdadero y te pasas horas, días, semanas, quizás meses de tu vida, sentado frente a un teclado y poniendo una palabra detrás de la otra. Luego depuras el lenguaje en ese mundo narrativo de tu soledad y vas dándole forma a una expresión que para ti tiene sentido. Terminas y quieres compartir lo escrito, pero a la vez no quieres, porque te sueñas caminando completamente desnudo por una avenida llena de gente, tirando tus papeles a todos lados con escritos tuyos y se van como hojas marchitas que se lleva el viento.

Has caminado tan lejos que ya no puedes regresar al punto de partida, a aquella tarde lluviosa de oraciones melosas.

Descubres como cualquier escribidor -- prefieres este vocablo profano -- que la gente piensa que tiene mejores cosas que hacer que ponerse a leer.

Hay un nuevo programa en la tele en que un hombre y una mujer primermundistas tratan de sobrevivir desnudos en la jungla y se mueren de hambre y de sed, y los bichos se los comen vivos, pero son ellos los que aprenden a comer gusanos. Los ves tiritando desnudos en la oscuridad de la noche mientras se tapan bajo unas ramas y se abrazan. La gente de privilegio es así. Les gusta sufrir a voluntad.

Los más jóvenes no necesitan imaginar personajes cuando ellos pueden ser esos personajes en alguna realidad virtual que, sin ningún sentido de ironía, se empeña en parecer más real que la misma realidad de la que escapa. Ellos pueden pilotear una nave, volar cabezas, seducir al sexo opuesto y vivir todo un arco narrativo de subidas y bajadas inmensas. Siempre con miles de oportunidades para salir triunfadores.

En este mundo comercial todo se ha vuelto una marca. Tú no eres una marca. Nadie te reconoce. Nadie te va a comprar.

18 de abril de 2016

En tributo a Mamá Fefa

Queridos familiares y amigos:

Me pidieron que dijera hoy unas palabras en honor a la vida y memoria de mi abuela y debo decirles que esto no será nada fácil. Lo voy a intentar, aunque no estoy seguro de poder contener la emoción al recordarla, y me perdonan si por momentos no puedo hablar.

María Josefa (Fefa) González (1924-2016)
Voy a empezar con la parte más sencilla, decirles que mi abuela, María Josefa González, mejor conocida como "Fefa", "Doña Fefa" o, para mucho de nosotros, "Mamá Fefa" nació el 28 de marzo de 1924 en un paraje conocido como Damajagua Adentro, y allí se crió. Para quienes no lo conocen, este es un campo en la región de San José de las Matas, en la provincia de Santiago en República Dominicana. Fue allí donde ella también conoció a Rafael Antonio Núñez, mejor conocido como Fello —o Papá Fello para nosotros— y allí empezaron una familia. (Él, como ustedes sabrán, falleció unos 21 años antes que ella en 1995, después de toda una vida juntos).

Mi abuela tuvo siete hijos. Uno de ellos, que ella recordaba por su apodo Toñito, murió cuando era adolescente, pero ella siempre lo tuvo presente. Los demás ustedes los conocen y están aquí hoy: Enedina, Matilde, Otilio, Catalina, Emilio y Eugenio. Hoy somos una multitud de hijas e hijos, yernos y nueras que ella recibió con gusto en la familia y, según mi cuenta, unos 16 nietos y 13 bisnietos – más tres en camino, que se sepa.

Volviendo a la historia de mi abuela, su niñez, sus primeros años de edad adulta y el comienzo de su familia transcurrieron en aquel campo, que entonces era un lugar sin carreteras, sin servicio de agua, sin electricidad, y donde se sobrevivía como se podía. Yo sé, porque ella me lo contó, que hubo noches en las que faltó hasta la comida, pero ella no era persona de quejarse, sino que ponía su fe en que las cosas iban a mejorar y de alguna manera salían adelante, aunque fuera a fuerza de oraciones y optimismo.

Mi abuela Fefa siguió a sus hijos cuando se mudaron a la ciudad de Santiago en busca de trabajo y la familia se había ubicado a los principios de los 1970 en una casa en un barrio conocido como el Cerro de Papatín. Allí pasaron la difícil prueba de ver un incendio devastar esa barriada en la que se quemó la casa donde vivían con las pocas pertenencias que tenían. Yo no estaba en esos días, pero sé que pasaron un tiempo desalojados o quedándose en otros lugares de manera temporaria.

La familia luego se mudó a un barrio de damnificados que nombraron Los Quemados alrededor de 1973, y allí tuvimos nuestro hogar por muchos años. La búsqueda de superación hizo que mis tías y tíos y mi mamá se mudarán poco a poco a Nueva York, como tantos dominicanos lo han hecho. Mis abuelos y yo los seguimos hasta acá en 1990, un día soleado de agosto. Veníamos mi tía Catalina, papá y mamá y si mal no recuerdo nuestros vecinos, doña Leonidas y don Ortega, que en paz descanse, y aquello fue un desastre al momento de subirnos en las escaleras eléctricas del aeropuerto Kennedy, porque Cathy y yo no dábamos a bastos para explicarles cómo subir y bajar de esos aparatos que caminaban solos.

El asunto es que mamá llegó ese día a Nueva York y decidió que aquí se quedaría, no porque no extrañaba a los familiares, amigos y vecinos que quedaban en nuestro país, sino porque aquí estaban sus hijos, y si algo ella tenía muy claro era que donde estaba su familia estaba su hogar.

Vivimos en Graham Avenue aquí en Brooklyn; luego aquí en Los Sures, prácticamente al doblar dos o tres esquinas de esta funeraria, y finalmente cruzamos el puente al Lower East Side de Manhattan, donde ella vivió, la más de las veces contenta de tener cerca a su familia desde la noche de espera de año nuevo a final de 1993 hasta estos días. Este sábado, 16 de abril, ella se levantó, preparó su café como todos los días, y después de un breve malestar cerró los ojos y nos dejó físicamente, pero sabemos que ella sigue con nosotros, en nuestras mentes, en nuestros corazones y en el espíritu generoso que ella compartió con todos nosotros y que perdurará más allá de sus 92 años de vida.

Esta historia que les he contado es solamente un resumen superficial de su vida, porque quienes, como yo, tuvimos la dicha de conocerla sabemos que mamá nos enseñó con su ejemplo más que lo que se aprende en una escuela o en una universidad. Ella nació en la pobreza de nuestros campos y no tuvo la oportunidad de estudiar, pero era una persona observadora y que se proponía llevar una buena vida, acorde a su fe en un Dios de amor y en su naturaleza bondadosa.

Nosotros la recordaremos la más de las veces sonriente, positiva, dispuesta a saludarnos con un abrazo, a regalarnos una menta, a brindarnos café, a preguntarnos si teníamos hambre, a recomendarnos que fuéramos por buen camino y a dedicar una oración a las muchas personas vivas y muertas que ella conocía de sus años en Damajagua, o en Santiago o en esta ciudad.

Algo que tenía mi abuela: si ella conocía a una persona yo creo que nunca la olvidaba. Se recordaba de todos los cumpleaños de sus hijos, nietos y bisnietos, y repartía sus bienes, pasándoles algunos dólares en sobrecitos a los pequeños cuando cumplían años y echándonos siempre bendiciones. Lo primordial en su mente era el bien de su familia y de los suyos y yo solamente tenía que visitarla para saber qué estaba pasando en Damajagua, en Los Quemados, en Orlando o con los otros miembros de la familia y conocidos donde quiera que se encontraran, porque ella estaba atenta a todo y quería que todos estuviéramos atentos a todos.

Ustedes sabrán que esta es una familia de orígenes humildes, y yo les diré que siempre vi a mi abuela compartir lo que tenía, ya fuera que recibiéramos a gente que llegaba a quedarse con nosotros en Santiago o guardar un plato de comida para "Charo," un hombre de discapacidad mental que caminaba descalso por las calles del barrio. Mamá Fefa nos enseñó que la vida tiene sentido cuando la compartimos con los demás.

Voy a contarles, si puedo, una corta historia que tal vez solamente yo me sé de esta manera.

Ustedes saben que mi abuela encontraba en su fe en Dios el motor de su vida. Ustedes saben que ella encontraba paz en la oración y en oír de la promesa de vida eterna en las Escrituras.

Yo cuando era niño iba con ella a la iglesia. Caminábamos por las calles del barrio, y pasábamos por Corea y la Avenida los Jazmines para ir a la Iglesia Santa Ana. Un domingo íbamos tarde y caminábamos apurados. Yo tendría unos diez años o algo así y estaba caminando al frente y ella venía detrás. Pasamos por el frente de un colmado donde acababan de lavar la acera con agua, y yo solamente la oí caerse detrás de mí y cuando volteé estaba en el piso y el cuerpo le había caído encima del brazo. Yo la ayudé como pude a pararse y podía ver claramente que tenía la muñeca doblada y que se le estaba hinchando. Ella se limpió el vestido con la otra mano y me dijo que siguiéramos para la iglesia, que la misa iba a empezar.

Yo era un niño pero yo podía ver que ella no estaba en condiciones de ir a misa, que adonde tenía que ir era a un hospital. Me recuerdo como ahora mismo del rostro de determinación que ella tenía cuando me mencionó algo que decía la Biblia, y que ella había oído en misa. Ahora sé que era una cita del Evangelio Según San Lucas, capítulo 9, versículo 62, que dice así:

Jesús dijo: El que pone la mano en el arado y sigue mirando atrás, no sirve para el reino de Dios.

Ella me dijo que no quería ser como quien pone la mano en el arado y sigue mirando atrás. Aquella mañana tuve que esforzarme mucho para convencerla de que estaba bien, que Dios la perdonaría si ella se devolvía a casa para que Emilio la llevara al hospital (y resultó que tenía la muñeca quebrada y la tuvieron que enyesar), pero yo aprendí algo de ella entonces y muchas veces me acuerdo de ese momento de esta manera: que hay que mirar hacia adelante, siempre adelante, y que uno no debe rendirse ante la primera dificultad.

También podríamos decir que la fe mueve montañas.

Mi abuela siempre tuvo esa fe.

Es importante tener la fortaleza para seguir adelante, como ella quiso, y ser generosos como ella lo fue.

Gracias a todos por acompañarnos.


Leído por Víctor Manuel Ramos el 18 de abril de 2016 en la Funeraria Ortiz de Williamsburg, Brooklyn.

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