8 de marzo de 2015

Las raíces negras de mi historia

Antes de perderme por las ramas del árbol sinuoso de la vida no entendía por qué la historia personal podría ejercer algún grado de fascinación en cualquier persona. ¿De qué podría importar – hubiese razonado entonces – quiénes fueron los abuelos de mis abuelos en días en que no existí? La respuesta ya era implícita en la pregunta, como a veces pasa.

Una amiga que estaba interesada en la genealogía retó aquel pensamiento sin necesidad de discutir. Recuerdo la tarde en que mi esposa y yo abríamos regalos de boda en aquel apartamento encaramado que fue nuestro primer hogar, y aquel momento en que abrí uno que consistía de un largo cuaderno en tapa dura y decorada por trazos dorados.

Al abrirlo me reí: era un álbum en el que podríamos empezar el registro de nuestra familia, inscribiendo nuestros nombres y rastreando desde allí, y con la ayuda de diagramas a manera de pedigrí, nuestras raíces en apariencia divergentes. La mía se extendería en el pasado hacia República Dominicana y la de mi esposa hacia Puerto Rico.

Pasó que unos días después, sin nada que hacer, me puse a llenar las líneas con los nombres que sabía. Empecé por los nuestros, dejando vacíos entonces los espacios para nuestros descendientes, y puse nuestros padres y nuestros abuelos y algunos bisabuelos, y allí mismo me di cuenta de que no sabíamos nada más sobre nuestros orígenes.

Se había clavado en mí una espina y no lo sabía, porque mucho después empecé a preguntar a mis familiares sobre sus antepasados y supe también que su memoria era corta y frágil, que como dice una canción de Silvio Rodríguez “los hombres,” y mujeres, “sin historia son la historia”.

Había despertado en mí una obsesión que aún arrastro, conectada a aquella pregunta vital: ¿de dónde venimos?


Mi amiga se adentró en aquellos senderos por la religión, porque siendo entonces una adepta al mormonismo adoptó la creencia de que en el más allá nos reunimos con nuestros antepasados y, desde allí, se unió a la práctica de los miembros de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días que hurgan en sus raíces para establecer un historial genealógico y familiarizarse con esas personas que les acompañarán en la eternidad. Tiene sentido dentro de ese contexto. ¿No investigaría uno los compañeros de cuarto que estarán con uno por los siglos de los siglos?

Esa motivación no me persuadió para nada y es posible que me haya reído entre dientes cuando, durante una visita a un centro de investigación genealógica en una iglesia mormona de Queens, una mujer muy simpática que hurgaba en las partidas de nacimiento de sus antepasados puertorriqueños me dijo que conocía a otra hermana de la iglesia que había rastreado sus orígenes hasta Adán y Eva. “¡Caracoles!” pensé. “Con tan solo unos cuantos siglos me bastaría”.

Para mí el interés en el tema es más periodístico y, digamos, sociológico.

Pronto me di cuenta de que con rastrear mis orígenes podría entender muchas cosas sobre la historia del país en que nací y pasé mi niñez, y más allá. Me llamaba la atención explicarme por qué mi familia pertenecía a la clase social a la que pertenecía, qué antecedentes pesaban sobre nuestro destino personal y colectivo, y cómo eso podría llevarme a una comprensión más global de las fuerzas que nos condicionan desde antes del nacimiento.

Quería entender más que conectar con algún antepasado, aunque también me pareció interesante la idea de saber quién, por ejemplo, trajo parte de mi ácido desoxirribonucleico a América, y qué herencia cultural y racial tengo y desconozco. Desde el punto de vista de escritor de ficción el recuento de la historia siempre me ha interesado más desde el ángulo personal, combinado con el deseo periodístico de rescatar algo de la gente cuyos nombres se borran en la arena del tiempo, y el inicio de esa búsqueda me llevó a la novela que escribí a principios de la década pasada. Quería retratar, aunque fuera en la amalgama de la ficción, las experiencias de quienes me precedieron en la vida.

Escribir el libro, y tocar superficialmente esa historia, no sació mi inquietud. Así que de vez en vez, y después de abandonar el proyecto por meses, incluso años, regreso al árbol familiar que con los años ha crecido más allá de los bisabuelos – y debo decir, en honor a mi amiga GM y riéndome ahora de mi propia ignorancia, que el cuaderno aquel y lo que representaba ha sido uno de los regalos de boda que más ha durado, aunque su valor económico haya sido ínfimo.

¿Qué ha pasado? Pues que he aprendido mucho más de mis orígenes, que tanto mi esposa como yo hemos conectado con familiares que casi desconocíamos, que hemos viajado en el espacio y, en mi caso, que he invertido numerosas horas que pudieron perderse viendo televisión. Pude decirle a mi abuela qué edad tenía mi bisabuelo cuando murió y cuál era su fecha de cumpleaños (estas cosas no se sabían en la familia) y pude encontrar sus padres y los padres de sus padres y los padres de sus padres, y lo mismo por otras ramas maternas y paternas. He rastreado algunos nombres, fechas, ramas familiares a través de los siglos. Me encuentro en finales del siglo dieciocho en este viaje hacia atrás, y puedo decir que, aunque la investigación continúa, algunos aspectos de la historia ahora tienen mayor significación para mí.

Mi historia en Estados Unidos empieza con mi generación y la que inmediatamente me precede, pero en aquella isla donde nací se extiende más allá de la formación de la República Dominicana. Estábamos allí a través de sucesivas ocupaciones, cuando la isla era una colonia de criollos abandonados llamada Hispaniola, cuando la isla era la primera república negra de Haití (o Ayti) y cuando uno de los padres de la patria andaba recaudando fondos en la sierra para la revolución independentista. En esos siglos no he encontrado a nadie destacado, pues vengo, y esto ya lo sabía, de agricultores, taladores de árboles, excavadores de ríos y cuevas en busca de oro y gente que limpiaba, aseaba y cocinaba para otros – y en toda esa cadena de labores mal pagadas están las raíces de la migración que finalmente emprendimos hacia Estados Unidos, hartos de siglos de desigualdad económica y falta de oportunidades.

Como casi todos los que nos llamamos dominicanos había pensado en otros tiempos que mis raíces eran mayormente españolas y taínas (esos eran los indígenas arahuacos que tuvieron la mala suerte de ser invadidos), pero la evidencia apunta hacia otra mezcla más reciente: españoles y africanos.

Tengo que investigar más, pero he visto una corriente muy clara de descendientes de españoles a través de mi nativa ciudad de Santiago de los Caballeros y de los parajes de San José de las Matas (uno de los colonizadores de esta zona montañosa es mi antepasado directo), donde se escondieron contrabandistas y desechados de la Corona después que un gobernador ordenara la destrucción de asentamientos al norte del país – donde se vivía fuera de la ley y evadiendo impuestos trasatlánticos (¿quién los puede culpar?). Algunos de los datos más interesantes (aunque también más especulativos por la falta de documentos) ha sido encontrar una mujer entre mis ancestros que sospecho pudo ser esclava o descendiente de esclavos en los ingenios de azúcar de El Seibo. Por otro lado he identificado una proximidad geográfica, y diría yo racial, que lleva una de mis ramas hacia el otro lado de la isla y hacia la frontera con Haití. Todo esto está por verificar, pero tengo suficientes indicaciones de que los africanos tienen más que ver con el marrón claro de mi piel que los taínos. Si algún día lo confirmo escribiré más sobre ello.

Y en este punto me detengo para decir que aunque hasta ahí llega mi investigación ya he aprendido suficiente de ella. Verificar en los trazos de mi propia sangre que la historia no es como nos la contaron. Saber que la riqueza y la pobreza no son accidentes, que tampoco lo es la migración ni el analfabetismo y la ignorancia, que las garras de la explotación desde el poder se extienden a través de los siglos y nos afectan hoy, y descubrir que este conocimiento puede ser liberador.


Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

5 comentarios:

Lola dijo...

Apasionante. Lo he leido de tirón y así me ha parecido tu historia y tu manera de contarla. A mi me encanta saber de mis ancestros pero solamente conozco la rama de mi abuela materna. Un beso.

Víctor Manuel Ramos dijo...

Gracias Lola. Ya ves de mi experiencia que ha sido un ejercicio revelador, y tal vez lo sea para ti. Uno empieza con los nombres que conoce y por ahí va enlazando a otros. Yo todavía no he podido encontrar el salto a España porque algunos registros desaparecen en RD de los años 1600s a 1700s debido a la agresión del gobierno de la Corona contra los evasores de tributos y contrabandistas criollos que causó el desplazamiento de muchos, incluyendo mis antepasados -- a este episodio le llaman "Las devastaciones de Osorio", que era el apellido del gobernador de la colonia. Pero dicho esto, hay dos de mis ancestros para los que he encontrado posibilidad de que hayan nacido en España, aunque tendré que ir en busca de documentos para verificarlo y en uno de los casos podría ser de tu región -- en el otro caso es de Castilla y León. Pero nada, todo eso es especulación hasta que llegue a los documentos, y a veces pasan años entre conectar un nombre y el otro.

sabina borda dijo...

Que bueno dar con tu espacio, y descubrir así esta historia, que es sin duda la historia de muchos. Debo decir que tu escrito dejo en mi también la espina, y me da de cara a reconocer que nada se de la historia de mis abuelos, ni de sus abuelos.
Seguiré visitando tu espacio y enriqueciendome con tus escritos.
Saludos.

sabina borda dijo...

Que bueno dar con tu espacio, y descubrir así esta historia, que es sin duda la historia de muchos. Debo decir que tu escrito dejo en mi también la espina, y me da de cara a reconocer que nada se de la historia de mis abuelos, ni de sus abuelos.
Seguiré visitando tu espacio y enriqueciendome con tus escritos.
Saludos.

Víctor Manuel Ramos dijo...

Hola Sabina -- un gusto tenerte por aquí, y dejarte con esa inquietud.

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