18 de diciembre de 2015

Los antihéroes de Miller


He visto tres obras del dramaturgo norteamericano Arthur Miller porque se me han cruzado en el camino sin andarlas buscando, pareciéndome a veces que el teatro es un arte para clases mejores remuneradas que la mía. En cada ocasión he quedado sorprendido al ver que su obra me habla de manera directa.

Hay un patrón que reconozco en las tres obras de Miller que he conocido: Él logra elevar personajes antiheroicos de la clase trabajadora, personas que en nuestras sociedades capitalistas podríamos llamar "perdedores," de manera que casi olvidamos sus fallas y, aunque sea por momentos, logramos entenderlos.

Conocí su obra en una clase de teatro en mi primer año de universidad, donde tuvimos que ensayar escenas de "Death of a Salesman" ("Muerte de un agente viajero") a primera hora de la mañana, entre bostezos de sueño y ayunas. Leímos la obra antes de escenificar algunas partes en clase. No me fue muy bien en el papel de Willy, aquel hombre indeciso en búsqueda de un éxito que le elude. Me recuerdo en medio del escenario, todo tieso al lado de una cama donde yo le gritaba no sé qué cosa a mi supuesta mujer. Recitaba las líneas como si hubiese estado en una subasta para vender carros chatarra. Era un perdedor tratando de imitar a un perdedor.

Pero se quedó algo en mí de la obra y de aquella experiencia, un desprecio mezclado con compasión hacia aquel personaje que trataba de ser quien no era en su afán de éxito. Su mayor fracaso era no haber aceptado y vivido a plenitud la vida que le tocaba. Su cobardía lo llevaba a huir de sí mismo cuando su vida estaba a punto de cambiar.

Luego vi "The Crucible" ("Las brujas de Salem"), sobre aquella época de la colonización de Estados Unidos en que una comunidad puritana enloqueció de fanatismo religioso y puso a juicio, y sentenció a muerte, sobre todo a mujeres acusadas de brujería y de pactos con el demonio. La obra está repleta de antihéroes, particularmente en las visiones demoniacas que dicen tener las adolescentes que llenan de histeria aquella sociedad puritana, sirviendo así de reflejo a sus supersticiones y temores. Solamente en la muerte hay redención para el protagonista John Proctor, quien se niega a aceptar la acusación de brujería a cambio de su libertad. Así muere en la horca.

Hace poco he ido --tal vez para completar la trilogía-- a ver "A View From the Bridge" ("Panorama desde el puente") en Broadway, una de las obras menos conocidas y menos exitosas de Miller. He visto la versión del director belga Ivo van Hove, por la que obtuvo el premio a mejor director en Londres. Esta es una interpretación en la que el escenario prácticamente no existe: es un rectángulo que sirve de cámara de eco para las emociones desgarradas de los personajes.

16 de agosto de 2015

Dostoyevsky y la redención

Retrato de Dostoyesky por Vasily Perov
Salí varias veces a caminar por las calles de San Petersburgo en una noche calurosa de julio, siguiendo los pasos de un hombre joven con un objetivo siniestro. Se proponía matar a la prestamista de empeños para robarle y liberarse de sus miserias. Su nombre Rodion Romanovich Raskolnikov, un personaje de la imaginación del novelista ruso Fyodor Dostoyevsky en la consagrada novela "El crimen y el castigo".

Hace más de una década que leí por primera vez la traducción al inglés de Constance Garnett, una inglesa que se especializó en la ficción rusa de Dostoyevsky, Leo Tolstoy y Anton Chekhov. Fui a este libro porque, por lo menos en los círculos de lectores que conocía entonces, Dostoyevsky parecía estar de moda y quise conocer su prosa y adentrarme en el libro que reinició su trayecto literario después de una época de censura y prisión.

Pero después del coqueteo de los primeros capítulos encontré a Dostoyevsky igual de pesado que a Tolstoy, aunque ahora comprendo que en ambos casos yo estaba leyendo a Garnett y ese inglés tal vez victoriano de sus años más prolíficos. Abandoné la lectura varias veces, hasta que llegó otro día más reciente en que la oscuridad del San Petersburgo ficticio de la segunda mitad del siglo diecinueve logró sostener mi atención. Aquella era una vida de perros para la burguesía (tan despreciada por la historia) retratada en el imaginario de Dostoyevski bajo la Rusia de los tsares: gente en constante lucha por mantener su estatus, sobre todo mujeres que huyen del desprestigio y buscan emparejarse con el mejor postor, hombres para quienes importan mucho los títulos y las sumas de dinero, pobreza e ignominia para quienes resbalaban en la escala social, condiciones para una revolución.

30 de julio de 2015

La inutilidad del ser humano

Día llegará en que un lector no podrá distinguir si esta oración la escribió un ser humano o un robot. Vamos por ese camino en que la informática sustituye a la gente y logra simular lo que somos.

No estoy exagerando. Ya he visto experimentos de periodismo elemental, por ejemplo, realizado por medio de algoritmos que saben recopilar y ordenar información para luego colocarla en oraciones que tienen los sujetos, verbos y predicados en los lugares donde podríamos esperar que estuvieran. Aunque los artículos publicados por medio de estos designios son todavía muy básicos -- recuentos de eventos deportivos o resultados de las bolsas de valores -- estos son los primeros pasos hacia la automatización de los medios.

Me enfoco en esto porque es lo que me toca más cerca, pero no es la única actividad humana que los algoritmos y las máquinas que los ejecutan nos pueden quitar.

8 de marzo de 2015

Las raíces negras de mi historia

Antes de perderme por las ramas del árbol sinuoso de la vida no entendía por qué la historia personal podría ejercer algún grado de fascinación en cualquier persona. ¿De qué podría importar – hubiese razonado entonces – quiénes fueron los abuelos de mis abuelos en días en que no existí? La respuesta ya era implícita en la pregunta, como a veces pasa.

Una amiga que estaba interesada en la genealogía retó aquel pensamiento sin necesidad de discutir. Recuerdo la tarde en que mi esposa y yo abríamos regalos de boda en aquel apartamento encaramado que fue nuestro primer hogar, y aquel momento en que abrí uno que consistía de un largo cuaderno en tapa dura y decorada por trazos dorados.

Al abrirlo me reí: era un álbum en el que podríamos empezar el registro de nuestra familia, inscribiendo nuestros nombres y rastreando desde allí, y con la ayuda de diagramas a manera de pedigrí, nuestras raíces en apariencia divergentes. La mía se extendería en el pasado hacia República Dominicana y la de mi esposa hacia Puerto Rico.

Pasó que unos días después, sin nada que hacer, me puse a llenar las líneas con los nombres que sabía. Empecé por los nuestros, dejando vacíos entonces los espacios para nuestros descendientes, y puse nuestros padres y nuestros abuelos y algunos bisabuelos, y allí mismo me di cuenta de que no sabíamos nada más sobre nuestros orígenes.

Se había clavado en mí una espina y no lo sabía, porque mucho después empecé a preguntar a mis familiares sobre sus antepasados y supe también que su memoria era corta y frágil, que como dice una canción de Silvio Rodríguez “los hombres,” y mujeres, “sin historia son la historia”.

Había despertado en mí una obsesión que aún arrastro, conectada a aquella pregunta vital: ¿de dónde venimos?

11 de enero de 2015

Argénida Romero, echando raíz en poesía

Leer es recrear lo escrito, sobre todo cuando se trata del lenguaje íntimo y muchas veces oscuro de la poesía. Por eso cuando uno lee y atribuye significados vale preguntarse si leyó lo que quiso decir la voz interna detrás de esas oraciones, o si leyó lo que uno quiso leer. Esto aún más cuando uno conoce a la persona que los escribió y esa lectura está marcada por la amistad.

Hace años que trato con Argénida Romero, aunque no creo que hayamos pisado el mismo pedazo de tierra a la vez. De alguna manera nos encontramos por esos senderos comunes de las letras y los medios y nos hicimos amigos, como se puede ser amigos a través de largas distancias.

Argénida RomeroPor eso creo ver algunos motivos tras sus versos, por lo que sé de ella y de sus intereses. Pero con la publicación de su poemario "Arraiga", obra con la que se le declaró ganadora del Premio Joven de Poesía de la Feria Internacional del Libro de 2013 en Santo Domingo, República Dominicana, intenté leerla -- más bien, releerla -- como si no conociera su pensar.

Encontré en el libro a una niña que nos mira, y sobre todo se mira a sí misma, desde el tiempo "cuando cantaban los grillos" y "la vida cabía en el jardín". Encontré en sus palabras una lucha entre el ayer y la necesidad de encontrar un presente firme. En el poema que da título al libro parece que lo logra cuando su voz narradora se transfigura en árbol, quizás uno de esos que aparecen las calles periféricas de alguna ciudad donde no tienen más que existir, y dar flores o frutos, donde están plantados. Ser, nos dice ella, "como planta que crece hacia adentro."

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