28 de junio de 2013

Francisco Laguna Correa quiere “poner el dedo en una llaga” con su escritura

Ante todo, quiero ser breve, tanto en honor a esa expresión literaria del microrrelato como para ceder la palabra a un autor que la practica. Su nombre es Francisco Laguna Correa, maestro de universidad, editor de una literatura en ciernes, ganador en 2012 del Segundo Certamen Literario de la Academia Norteamericana de la Lengua por su libro de microrrelatos Finales felices.

He leído la obra ganadora en tres o cuatro sentadas a más decir, no porque sea breve (aunque esa es una de las virtudes de esa construcción literaria), sino porque las narraciones de este tipo engañan al lector. Uno termina de leer una y consume la otra, como adicto de un significado que se elude y que otras veces se sobreentiende.

Hay algo más en el vicio de la minificción. Tiene ese sabor de los sucesos que se cuentan entre murmullos y susurros, tal vez la manera más natural de conversación en estos tiempos nuestros, donde se conversa en un pasillo, en  un elevador, en tránsito.

Tal vez por ello me llamó la atención el microrrelato que Laguna Correa llama “Confesión” y que me apropio aquí para no tergiversar:

Esa mañana fui un difunto más. Oraba sin método, oraba para burlarme del método, y daba cuenta de mis pobres imitaciones: intentaba duplicar mi risa, mi cuerpo y dejar que mi sombra cargara con el peso de mi sarcófago. Me agotaba en mi cansancio, en la ecuación ensimismada y laboriosa del poema rancio que escribía con la mirada. La vida dibujada en mis manos carecía de sentido; apretaba el puño con el tácito deseo de colapsar los irrisorios edificios que punzaban en la palma de mi mano con sarcasmo. Fue en ese momento cuando la reconocí entre la muchedumbre.

Me ha pasado a mí. O he podido imaginar que eso me ha pasado. Da igual.

16 de junio de 2013

Hacia una literatura del mundo

Entre el cielo y la tierra
Fotografía "Entre el cielo y la tierra", usada con licencia de Creative Commons, cortesía de Carol.

En lecturas recientes he notado algo que tal vez sea obvio para los estudiosos de estos asuntos, pero es nuevo para mí: la literatura parece estar globalizándose a la par con la porosidad de las fronteras --sean éstas físicas o culturales-- de la época contemporánea.

Nada tiene de extraño que un personaje judío empiece su historia en Austria, traspase Europa, pase por Cuba y desembarque en Nueva York, como sucede en "Otra vez adiós" de Carlos Alberto Montaner.

O que un personaje colombiano se encuentre arrestado en Bangkok y que su hermana se escurra de Tokio a Teherán en busca de algo elusivo que llamamos felicidad en la novela "Plegarias Nocturnas" de Santiago Gamboa.

Ni que un Adam Johnson, el escritor estadounidense que ganó el Pulitzer este año por "The Orphan Master's Son", desarrolle una trama que transcurre en Corea del Norte, con algunos episodios en Japón, en Estados Unidos y en Corea del Sur.

Tampoco que Jonathan Franzen envíe a uno de los personajes de su prototípica familia estadounidense a Lituania para arrojar una pizca de acción a "The Corrections".

Y ya sabemos como el chileno Roberto Bolaño escribió una especie de novela sin país en "Los detectives salvajes", poblada de demasiadas voces, influencias y lugares. Aunque esa ficción se da inicialmente en el contexto geográfico de México, y dentro un mayor círculo de la cultura latinoamericana, uno puede palpar el trasfondo de sus personajes que son conscientes del mundo más allá de su entorno. En su desarrollo, esa novela nos lleva por todas partes y, al final, a ningún lugar.

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