10 de febrero de 2013

Cuento: "Nuevayor bajo la nieve"

Snow in New York
Foto cortesía de Vincent Steurs, usada con licencia de Creative Commons.


  
Dedicado al profe Gerardo Piña-Rosales.

“Grande fue la derrota del hombre; grande su victoria. La ciudad está aún blanca; blanca y helada toda la bahía. Ha habido muertes, crueldades, caridades, fatigas, rescates valerosos. El hombre, en esta catástrofe, se ha mostrado bueno”.

José Martí, «Nueva York bajo la nieve», 15 de marzo, 1888.
«Escenas norteamericanas. Obras completas», Vol. 1. La Habana: Editorial Lex, 1946: 1879.


Hace años que nieva sobre Nuevayor y todavía no para. Los primeros copos cayeron poco después del desastre, cuando todavía corrían los cuerpos desalmados entre la atmósfera turbia de Manhattan.

Algunos dijeron que lo que parecía una nevisca inoportuna era el efecto del humo que ahogó a las nubes esa mañana, porque hasta esa hora el pavimento se ensanchaba con el calor típico de cualquier fin de verano, emitiendo un vapor que cocinaba la voluntad. El sol era un punto de luz que succionaba las pupilas. La brisa solamente un recuerdo.

Empezó a nevar. Los primeros en notarlo fueron los bomberos que acudieron al sitio del desastre, cuando miraron hacia arriba, al negro boquete de la torre fulminada, y el vértigo les hizo creer que un rayo la partía en dos, igual que sucedía en los íconos del tarot. Algunos cristalitos de hielo se les desbarataron en las caras, como los cuerpos que se dispersaban en explosiones atómicas al clavarse en el pavimento. Era de esperarse que se confundieran esos primeros copos de nieve con los chisguetes de sangre, o de benzol, e incluso los restos del agua fría, que inútilmente escapaba de las tuberías contra incendios.

Pero eran pedazos de cielo.

Nadie supo qué pensar. Todos eran presas del pánico. El estandarte del libre comercio se desmoronaba y se consumía en llamas, sin que nadie pudiera más que desear que todo fuera un sueño. Una pesadilla horrorosa nada más.

La atención de la ciudad se trasladó primero a la catástrofe. Por extraño que fuera el fenómeno atmosférico no dejaba de ser un capricho natural, que coincidía con un momento crítico de la historia.

Y la historia está ante todo: tiene prioridad.


2 de febrero de 2013

Buscando a Mistral

Acostado en el piso, tal vez descamisado para pasar la hora ardua del calor interminable, me llegaron las impresiones de un campo verde, de árboles, de flores y mariposas más allá de las calles desoladas del barrio, donde solamente cabían casas, calles, callejones, cunetas, y algunos espacios bajo los aleros para que los viejos señores jugaran dominó en el fulgor de la tarde caribeña.

Yo encontraba unas palabras simples, las mismas quizás de los libros monótonos que leía en la escuela y que me obligaban, a fuerza de repetición, a aprender la secuencia lógica del idioma.

Pero estas palabras simples tenían otra gracia, que estaba en el contenido que comprimían para presentar una “Doña Primavera” vestida en primor, que llevaba por sandalias “unas anchas hojas, y por caravanas unas fucsias rojas.”

Así descubrí, de niño, la poesía de Gabriela Mistral, sin las pretensiones de grandes ideas.

Esto fue años antes de ver con ella las tinieblas, en poemas como “Desolación”, que leí en otros horizontes, ya casi un adulto que podía captar la contraparte de la naturaleza como otra faceta de lo maravilloso, y sintiéndome extrañado como ella:

La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde
me ha arrojado la mar en su ola de salmuera.
La tierra a la que vine no tiene primavera:
tiene su noche larga que cual madre me esconde.

Era natural que me saltara el corazón cuando una tarde de invierno en la que asistía yo a una celebración poética donde niños tan tiernos como una vez fui, ya no recuerdo en qué recinto escolar de un barrio suburbano, leían esos versos de la gran poeta latinoamericana. Fue entonces que la maestra de literatura se inclinó hacia mí y me dijo algo así como: “…Y pensar que Gabriela Mistral anduvo por estas mismas calles al final de su vida”.

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