28 de septiembre de 2013

Decir lo mismo de otra manera

Portada de Octubre 2013 - Popshot Magazine

He querido decir antes que, como lo expresaría el poeta, me habitan dos lenguas y que muchas veces me encuentro ante ese sendero en que debo escoger, o una de ellas me escoge a mí.

A veces al llegarme la intención de narrar me salen palabras que adquirí en la segunda mitad de mi vida. Cuando eso pasa me dejo llevar y escribo en inglés.

Aviso porque ya es hora de que comience a mostrar algunas de esas creaciones, o recreaciones, y creo que lo haré con mayor frecuencia aunque todavía no sepa exactamente por que medios. Esto no significa que vaya a dejar de escribir en español. Simplemente no puedo, a menos que me extirpen primero buena parte del cerebro, y quién sabrá que más.

Pero aviso para aquellos de ustedes que conocen los dos idiomas.

28 de junio de 2013

Francisco Laguna Correa quiere “poner el dedo en una llaga” con su escritura

Ante todo, quiero ser breve, tanto en honor a esa expresión literaria del microrrelato como para ceder la palabra a un autor que la practica. Su nombre es Francisco Laguna Correa, maestro de universidad, editor de una literatura en ciernes, ganador en 2012 del Segundo Certamen Literario de la Academia Norteamericana de la Lengua por su libro de microrrelatos Finales felices.

He leído la obra ganadora en tres o cuatro sentadas a más decir, no porque sea breve (aunque esa es una de las virtudes de esa construcción literaria), sino porque las narraciones de este tipo engañan al lector. Uno termina de leer una y consume la otra, como adicto de un significado que se elude y que otras veces se sobreentiende.

Hay algo más en el vicio de la minificción. Tiene ese sabor de los sucesos que se cuentan entre murmullos y susurros, tal vez la manera más natural de conversación en estos tiempos nuestros, donde se conversa en un pasillo, en  un elevador, en tránsito.

Tal vez por ello me llamó la atención el microrrelato que Laguna Correa llama “Confesión” y que me apropio aquí para no tergiversar:

Esa mañana fui un difunto más. Oraba sin método, oraba para burlarme del método, y daba cuenta de mis pobres imitaciones: intentaba duplicar mi risa, mi cuerpo y dejar que mi sombra cargara con el peso de mi sarcófago. Me agotaba en mi cansancio, en la ecuación ensimismada y laboriosa del poema rancio que escribía con la mirada. La vida dibujada en mis manos carecía de sentido; apretaba el puño con el tácito deseo de colapsar los irrisorios edificios que punzaban en la palma de mi mano con sarcasmo. Fue en ese momento cuando la reconocí entre la muchedumbre.

Me ha pasado a mí. O he podido imaginar que eso me ha pasado. Da igual.

16 de junio de 2013

Hacia una literatura del mundo

Entre el cielo y la tierra
Fotografía "Entre el cielo y la tierra", usada con licencia de Creative Commons, cortesía de Carol.

En lecturas recientes he notado algo que tal vez sea obvio para los estudiosos de estos asuntos, pero es nuevo para mí: la literatura parece estar globalizándose a la par con la porosidad de las fronteras --sean éstas físicas o culturales-- de la época contemporánea.

Nada tiene de extraño que un personaje judío empiece su historia en Austria, traspase Europa, pase por Cuba y desembarque en Nueva York, como sucede en "Otra vez adiós" de Carlos Alberto Montaner.

O que un personaje colombiano se encuentre arrestado en Bangkok y que su hermana se escurra de Tokio a Teherán en busca de algo elusivo que llamamos felicidad en la novela "Plegarias Nocturnas" de Santiago Gamboa.

Ni que un Adam Johnson, el escritor estadounidense que ganó el Pulitzer este año por "The Orphan Master's Son", desarrolle una trama que transcurre en Corea del Norte, con algunos episodios en Japón, en Estados Unidos y en Corea del Sur.

Tampoco que Jonathan Franzen envíe a uno de los personajes de su prototípica familia estadounidense a Lituania para arrojar una pizca de acción a "The Corrections".

Y ya sabemos como el chileno Roberto Bolaño escribió una especie de novela sin país en "Los detectives salvajes", poblada de demasiadas voces, influencias y lugares. Aunque esa ficción se da inicialmente en el contexto geográfico de México, y dentro un mayor círculo de la cultura latinoamericana, uno puede palpar el trasfondo de sus personajes que son conscientes del mundo más allá de su entorno. En su desarrollo, esa novela nos lleva por todas partes y, al final, a ningún lugar.

22 de marzo de 2013

Sánchez Féliz: "lo realmente importante ... es explorar la esencia humana"

Al acercarme a Beatriz, el libro más reciente del narrador dominicano Rubén Sánchez Féliz, yo sospechaba que me adentraba en una novela romántica, al estilo de la María de Jorge Isaacs con su obsesión amorosa y descripciones idílicas. Bastó con leer las primeras páginas para saber que me equivocaba si me dejaba guiar únicamente por su título.

Sánchez Féliz nos lanza en medio de una escena confusa en la que tres hombres huyen -- de quiénes o de qué no se sabe todavía -- e irrumpen en una casa buscando refugio hasta que pase "el peligro". El niño que nos cuenta los sucesos solamente llega a adelantarnos "que en mi casa han colocado una bomba de tiempo".

Hay que seguir leyendo para conocer en su voz las calles acaloradas de su barrio y recibir poco a poco los detalles necesarios para armar el resto de la historia. El relato se centra en gente humilde que malvive bajo el supuesto orden de un gobierno dominicano que no admite retos. Nos vamos enterando, entre lo que dicen o callan los personajes, que jugar a la política en ese ambiente es entrar en un callejón sin salidas y que, como dice el papá del narrador, en esas circunstancias "la vida de un hombre no vale una mota".

La Beatriz que da nombre al libro, aunque apenas participa de la historia, está al centro de la resistencia política y casi llega a representar a otras mujeres que no vemos ni oímos porque ocupan esos silencios con los que juega el autor. Beatriz son todas las mujeres que han perdido a sus esposos, las que viven tras puertas cerradas, las que podrán perderse ellas mismas y sacrificar a sus hijos en la lucha por dignidad.

9 de marzo de 2013

Buscando a Mistral, segunda parte

Hace poco compartí mi excursión tras los pasos de la poeta chilena Gabriela Mistral, aquella averiguación que emprendí, persiguiendo quizás algún resquicio hacia la materia prima de su literatura en este pedazo de Estados Unidos que ella habitó.

Como lector, como juntador de palabras al fin, me ha dado por visitar sitios conocidos por estos genios de las letras cuando me entero de ellos, cazando los fantasmas detrás de sus escritos. Así he contado por aquí mis visitas a espacios que acogieron a los poetas Walt Whitman y Luis Cernuda, y compongo ya en mi mente una lista de otros que están a mi alcance y que me intrigan.

El caso de Mistral lo tenía en mente por varios años y, como ya relaté, sentí el impulso de satisfacer mi curiosidad una tarde cualquiera.

Pero he de recordar a quienes me lean que los escritos que pongo aquí no se someten a las revisiones y verificaciones del rigor académico y no siguen ningún orden necesariamente lógico. Rara vez los reviso más allá de dos o tres lecturas. Son rastros alfabéticos en la arena del tiempo y nada más.

Por eso me bastan unos datos básicos para dar rienda suelta a mi curiosidad y escribir luego de estas experiencias reales o imaginarias (también reales).

Así llegué a la anécdota que conté sobre mi visita adonde vivió y murió Mistral en esta isla larga de Long Island que he contado entre mis hogares.

Pero resulta que no soy el único que ha ido tras los pasos de Mistral, y que hay otros que han sido más metódicos y, por qué no decirlos, serios en su búsqueda.

He recibido un libro titulado "Gabriela Mistral y los Estados Unidos" nada más y nada menos que de mi amigo, y mentor (ya lo he dicho), Gerardo Piña-Rosales, director de la Academia Norteamericana de la Lengua Española en Nueva York. Él editó junto a Jorge Ignacio Covarrubias y Orlando Rodríguez Sardiñas este trabajo de investigación y recopilación en el que colaboraron varios ensayistas y que se extiende por más de 300 páginas -- narrando desde el encuentro fortuito de Mistral, a sus cartas, a su domicilio y terminando con las propias palabras de la autora en varios ensayos.

Escribe ella: "He de creer un poco a mis propios instrumentos: mi cuerpo recibió la impresión de New York".

Y continúa: "Fue una destrizadura de mis ojos y de mis oídos. Como todo organismo poderoso, como los monstruos, coge y domina. Por sus calles yo me perdí a mí misma; entré en la rueda y no tuve más voluntad sino cuando me liberó el mar".

2 de marzo de 2013

El estoicismo no es lo que parece

Hay muchas cosas en la vida que no se pueden controlar, entre ellas ese gran vacío que llamamos futuro. ¿Por qué ocuparse de ellas si están fuera de la propia esfera de acción? Tanto desear como rechazar lo que no se puede poseer o impedir es generar frustraciones. Tiene sentido contemplar las consecuencias de las propias acciones antes de irse por un camino, pero una vez escogido hay que pagar el precio.

Estos consejos de sentido común los he encontrado en una interpretación de las enseñanzas de Epícteto, un filósofo griego de los que pertenecían a la escuela del estoicismo a principios del primer milenio de la era común. Me ha sorprendido la lectura porque la noción generalizada del estoicismo es una caricatura de personas reprimidas y de gran tolerancia al sufrimiento.

Es cierto que en su propuesta hacia una vida virtuosa y desapasionada Epícteto y los estoicos se alejan de la conducta impulsiva, pero eso es en busca de un propósito que le sería común a cualquier profeta de la autoayuda: la felicidad.

10 de febrero de 2013

Cuento: "Nuevayor bajo la nieve"

Snow in New York
Foto cortesía de Vincent Steurs, usada con licencia de Creative Commons.


  
Dedicado al profe Gerardo Piña-Rosales.

“Grande fue la derrota del hombre; grande su victoria. La ciudad está aún blanca; blanca y helada toda la bahía. Ha habido muertes, crueldades, caridades, fatigas, rescates valerosos. El hombre, en esta catástrofe, se ha mostrado bueno”.

José Martí, «Nueva York bajo la nieve», 15 de marzo, 1888.
«Escenas norteamericanas. Obras completas», Vol. 1. La Habana: Editorial Lex, 1946: 1879.


Hace años que nieva sobre Nuevayor y todavía no para. Los primeros copos cayeron poco después del desastre, cuando todavía corrían los cuerpos desalmados entre la atmósfera turbia de Manhattan.

Algunos dijeron que lo que parecía una nevisca inoportuna era el efecto del humo que ahogó a las nubes esa mañana, porque hasta esa hora el pavimento se ensanchaba con el calor típico de cualquier fin de verano, emitiendo un vapor que cocinaba la voluntad. El sol era un punto de luz que succionaba las pupilas. La brisa solamente un recuerdo.

Empezó a nevar. Los primeros en notarlo fueron los bomberos que acudieron al sitio del desastre, cuando miraron hacia arriba, al negro boquete de la torre fulminada, y el vértigo les hizo creer que un rayo la partía en dos, igual que sucedía en los íconos del tarot. Algunos cristalitos de hielo se les desbarataron en las caras, como los cuerpos que se dispersaban en explosiones atómicas al clavarse en el pavimento. Era de esperarse que se confundieran esos primeros copos de nieve con los chisguetes de sangre, o de benzol, e incluso los restos del agua fría, que inútilmente escapaba de las tuberías contra incendios.

Pero eran pedazos de cielo.

Nadie supo qué pensar. Todos eran presas del pánico. El estandarte del libre comercio se desmoronaba y se consumía en llamas, sin que nadie pudiera más que desear que todo fuera un sueño. Una pesadilla horrorosa nada más.

La atención de la ciudad se trasladó primero a la catástrofe. Por extraño que fuera el fenómeno atmosférico no dejaba de ser un capricho natural, que coincidía con un momento crítico de la historia.

Y la historia está ante todo: tiene prioridad.


2 de febrero de 2013

Buscando a Mistral

Acostado en el piso, tal vez descamisado para pasar la hora ardua del calor interminable, me llegaron las impresiones de un campo verde, de árboles, de flores y mariposas más allá de las calles desoladas del barrio, donde solamente cabían casas, calles, callejones, cunetas, y algunos espacios bajo los aleros para que los viejos señores jugaran dominó en el fulgor de la tarde caribeña.

Yo encontraba unas palabras simples, las mismas quizás de los libros monótonos que leía en la escuela y que me obligaban, a fuerza de repetición, a aprender la secuencia lógica del idioma.

Pero estas palabras simples tenían otra gracia, que estaba en el contenido que comprimían para presentar una “Doña Primavera” vestida en primor, que llevaba por sandalias “unas anchas hojas, y por caravanas unas fucsias rojas.”

Así descubrí, de niño, la poesía de Gabriela Mistral, sin las pretensiones de grandes ideas.

Esto fue años antes de ver con ella las tinieblas, en poemas como “Desolación”, que leí en otros horizontes, ya casi un adulto que podía captar la contraparte de la naturaleza como otra faceta de lo maravilloso, y sintiéndome extrañado como ella:

La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde
me ha arrojado la mar en su ola de salmuera.
La tierra a la que vine no tiene primavera:
tiene su noche larga que cual madre me esconde.

Era natural que me saltara el corazón cuando una tarde de invierno en la que asistía yo a una celebración poética donde niños tan tiernos como una vez fui, ya no recuerdo en qué recinto escolar de un barrio suburbano, leían esos versos de la gran poeta latinoamericana. Fue entonces que la maestra de literatura se inclinó hacia mí y me dijo algo así como: “…Y pensar que Gabriela Mistral anduvo por estas mismas calles al final de su vida”.

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