22 de abril de 2011

La importancia de las palabras


Este es el discurso pronunciado esta noche en el acto de presentación del premio por el Primer Certamen Literario de la Academia Norteamericana de la Lengua a mi novela «La vida pasajera». Lo comparto aquí con aquellos de ustedes que no pudieron participar del acto en muestra de agradecimiento al apoyo recibido por este medio de alcance global. Ahora que la novela estará a la disposición de quienes quieran adquirirla, a través de la Fundación Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, espero que esta sea de su gusto y que compartan conmigo su apreciación de la misma por estas páginas. Un saludo cariñoso desde Nueva York.




Queridos amigos.

Gracias por acompañarme esta noche en ocasión de la publicación de mi novela. Quisiera hablar un poco de lo que significan las palabras en este sospechoso arte de la escritura, pero lo voy a hacer a través de historias que se entrelazan a mi propia vida.

La tarde soleada que salí de República Dominicana llevaba muy pocas pertenencias en mi maleta. Mis familiares en Nueva York me habían instruido a que dejara todo, excepto la ropa que llevaba puesta y algunos artículos de primera necesidad.

Esto me puso en la difícil situación en la que se encuentran todos los que emigran, especialmente si saben que el regreso se va a dificultar (que es lo que casi siempre sucede). Tienen – o tenemos – que escoger qué partes de la vida que queda atrás ocupará el preciado espacio del equipaje.

Aún a mis quince años de edad había muchas cosas que podía traer: mi guante de béisbol, mi colección de audiocassettes, el tablero de ajedrez que un amigo ebanista hizo para mí, alguna que otra carta de amor – en fin, debía escoger cómo compendiar mi mundo.

El limitado espacio que quedaba en mi maleta – después de las tortas de casabe, los aguacates verdes y las botellas de licor que mis familiares me hicieron traer de contrabando – lo guardé para mis álbumes de fotografías amarillentas y, esto es lo que quiero señalar, para una selección de libros.

Todavía recuerdo cuáles eran.

Aún más: después de numerosas mudanzas, los sigo llevando conmigo.


Sigue en mi librero “Dios habla hoy”, la biblia tiznada que un predicador ambulante le vendió a mi abuela y que yo terminé devorando, intrigado más por el superhéroe Moisés que por las amonestaciones morales de los profetas. Todavía tengo mis libros de “Ciencias Naturales” y de “Biología Humana”, que mi madre compró usados con los pocos pesos que ganaba en la fábrica extranjera donde cosía. Igual tengo mi “Visión general de la historia dominicana”, un tema que aborrecía en los años de secundaria pero que se hizo del todo importante al momento de salir. Tengo forrado en plástico mi “Libro Quinto de Lectura”, del que recuerdo poemas de Amado Nervo y Gabriela Mistral, y una cita que se atribuía a Ralph Waldo Emerson y a la que casi reconozco como precepto de fe: “El hombre está hecho para la lucha, no para el descanso”.

También se encuentran los primeros textos de ficción que leí más allá de los relatos infantiles.

Uno es la novela histórica «Enriquillo» en la que el dominicano Manuel de Jesús Galván relata la tragedia indígena de América a través de un cacique taíno que profiere, con altivez: “Es preferible la muerte a la humillación del alma”.

El otro es «La vorágine», novela del colombiano José Eustasio Rivera que leí en el avión, y que me transportó a la lucha por la supervivencia, alertándome sobre la explotación del hombre por el hombre, en el escenario embriagador de la selva amazónica. Me atrapó aquel renglón inicial, puesto en boca del personaje Arturo Cova, que sugería peligros en la vida de un hombre: “Antes que me hubiera apasionado mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”.

Imagínense ustedes lo que pesaba mi equipaje con todas esas letras.



Digo esto para puntualizar que a la hora de resumir mi mundo recurrí instintivamente a los libros – a los que me informaban, a los que me despertaban la imaginación y a los que me inspiraban a mejorar mi condición humana.

Los libros siguen siendo la voz de nuestros antepasados y por eso nos obligan a formularnos esta pregunta: ¿Qué voz, qué legado, dejaremos nosotros?

Los 50 millones de hispanos que tenemos nuestro hogar en Estados Unidos no podemos permitir que la historia nos pase por encima sin que nuestras voces expliquen nuestro lugar en ella. Tenemos que escribir, tenemos que publicar y tenemos que hacerlo en torno a temas nuestros, sin traicionar el genio mismo de la lengua.

No tengo nada contra pensar, hablar y escribir en inglés – de hecho, suelo decir que me gano el arroz y las habichuelas de cada día escribiendo en esa lengua del bardo – pero como dijera Miguel de Cervantes en voz del inmortal don Quijote: “todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las estranjeras para declarar la alteza de sus conceptos”.

No deberíamos, pues, socavar siglos de tradición literaria, porque en ello perdemos nosotros, pierden nuestros hijos y pierde el país donde hemos hecho nuestro hogar. Una lengua y su literatura son parte de un legado cultural que trasciende fronteras.



La novela que escribí y que la Academia Norteamericana de la Lengua Española ha tenido a bien premiar en su primer certamen literario es también, como todas las obras de ficción, una especie de equipaje. La escribí entre los años 2001 y 2004 a partir de algunas imágenes que me invadieron una noche cualquiera: estaba en el apartamento de mi madre en el Lower East Side de Manhattan, oyendo a mi abuela materna contar historias de su niñez cuando irrumpió la idea de relatar algo que traía conmigo y que en parte no me pertenecía.

He oído las mismas historias de mi abuela y de otros narradores en la familia muchas veces, pero nunca me aburren, y reconozco en ellas el germen de relatos que alimentan mi identidad narrativa. Porque desde que el hombre es hombre y la mujer es mujer somos seres que contamos historias y a través de ellas nos relacionamos.

En todo caso, es en medio de una historia de esas que me llega como un rayo la imagen de una mujer, a quien nunca conocí, en su lecho de muerte. Y en esa escena, una niña que captura aquella realidad y de alguna manera sabe que tendrá que transmitirla a generaciones futuras: ¿no es la lucha entre la vida y la muerte la esencia misma de cualquier relato?

Apuré a mi esposa a que nos fuéramos y manejé enloquecido hacia el apartamento donde residíamos en Queens porque sentía la necesidad de escribir. Empecé con esa escena, pensándola como un cuento, pero la historia seguía creciendo, desbordándose desde aquella parte de mí donde decía Juan Rulfo en su «Pedro Páramo» que “es como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos”. Así nació esta novela.

Y digo que es una forma de equipaje porque los escritores ponemos imágenes, personajes, situaciones, cuya importancia uno no entiende necesariamente en ese momento pero sabe que tiene que comunicar, que tiene que llevar con uno y poner en su casa, como se ponen los muebles, los cuadros, las viejas fotografías que hacen de un sitio un hogar – y que nos permiten servir de testigos para la vida que se nos ha dado.



No sé si soy el único al que le sucede esto, pero cuando alguien me pregunta de qué trata un relato que he escrito se me traba la lengua. Se me hace difícil resumir los matices de una narración en alguna oración de ciento cuarenta caracteres o menos y a veces me siento tentado a contestar: “Tendrás que leer si de veras quieres saberlo”.

¿Por qué? Porque una obra de ficción no es sólo la historia, la anécdota, la fábula, es decir lo que se cuenta, sino la forma, el andamiaje en que todo eso está contado. No trata sólo del destino de los personajes, sino de la esencia de esos personajes. Y si esa experiencia que se da entre escritor y lector, y viceversa, se pudiera expresar someramente, entonces no haría falta un Don Quijote combatiendo molinos de vientos.

Pero voy a intentar resumir de todas maneras: «La vida pasajera», en el sentido más estricto, narra las experiencias de una familia dominicana que combate las vicisitudes de la pobreza en un tiempo y espacio donde, como decimos en nuestra fraseología vernácula, al pobre se lo lleva quien lo trajo. Esta familia, los Espinal, se enfrasca, sin embargo, en la lucha por la vida, en la vida por la vida misma, y busca y afana, y trabaja, y finalmente emigra, como ha sucedido con millones de nosotros que sabemos algo en carne propia: no somos exiliados políticos; somos exiliados de una política fracasada y de los traspiés históricos de la injusticia. En la experiencia migratoria está la nueva lucha, la duda interior que viene con ocupar otro lugar en el mundo y la persecución del éxito, como un nuevo dios que siempre se mofa de nosotros. En pocas palabras, esta novela es sobre la muerte. Pero es sobre la muerte en la vorágine de la vida.

Que conste: me tomó más de novecientos caracteres llegar a este resumen.



Para concluir, quiero contar algo más. Hasta hace sólo unos meses viví en el estado de la Florida, donde es patente la herencia cultural hispana del territorio estadounidense.

Allí llegué a conocer a algunos descendientes de los españoles que llegaron a la península en el Siglo Dieciséis. Ya van por la octava, novena y décima generaciones. Esto me despertó el interés en el legado histórico y fui a ver lo que quedaba de aquellos atrevidos exploradores que llegaron con Juan Ponce de León en abril de 1513 y le dieron nombre a ese territorio.

Así que una tarde cualquiera de agosto se me ocurrió ir a conocer el poblado fundado por Pedro Menéndez de Avilés en 1565, y que fuera la primera ciudad en el territorio que se convertiría en Estados Unidos. Una ciudad donde se hablaba español.

Me refiero a San Agustín.

Recorrí aquellas calles estrechas y caminé por casas centenarias de gente que tenía apellidos como González, Núñez, Rodríguez... Y sentí, aunque parezca ridículo, una conexión espiritual con la tierra arenosa, con las paredes de coquina, con el aire salado – con la experiencia en fin de quien deja atrás una tierra en busca de nuevos horizontes y que, irónicamente, vuelve a crear algo del mundo que quedó atrás, de aquello que considera lo mejor de sí.

Hay algo más que noté en aquella visita. Fue dentro del Castillo de San Marcos, un impresionante fuerte, hecho de roca blanca, que los aguerridos españoles de antaño tardaron 23 años en erigir cerca de la costa atlántica. Me sentí algo sofocado y claustrofóbico al caminar por entre sus recámaras de gruesas y húmedas paredes en una tarde de calor tropical, especialmente al entrar a las apestosas celdas donde encerraban a los primeros prisioneros del nuevo-viejo-mundo. Pensé en la dureza de aquella vida para conquistadores y conquistados – aunque al final todos cayeran en esta última categoría –.

Entonces me llamó mucho la atención lo que noté en las paredes.

Había trazos incrustados en la roca. Por mucho que examiné aquellas paredes, aquel velado palimpsesto, no pude deducir ni una sola palabra. Lo único que comprendí al verlas fue que algunos hombres que habitaron o se encontraron encerrados en ese castillo quisieron dejar un mensaje. Tal vez algo simple, pero de profundidad existencial, como aquella tontería que yo y muchos otros escribimos en pupitres y paredes cuando niños: “Víctor estuvo aquí”. Tal vez algo más serio, como una denuncia contra la injusticia o una advertencia para los que llegaran después sobre el peligro de los mosquitos de la selva húmeda. Tal vez un ruego a la divinidad por la salvación, real o imaginaria, del alma. Tal vez un “te amo” a algún ser querido.

En todo caso, aquellas palabras, todas las palabras, son testimonio del paso por la vida.

Qué pena sería si a través de los años, las décadas y los siglos nuestras palabras se perdieran como las de aquellas paredes de San Agustín. Qué responsabilidad la nuestra la de hablarle a un mundo futuro sobre nuestras vidas, nuestras vicisitudes, nuestros sueños – darnos esa oportunidad de expresarnos, de conocernos y de que otros, que todavía no existen, nos conozcan.


Dicho esto, sólo me queda agradecer a los distinguidos miembros del jurado (Mariela Gutiérrez, Rolando Hinojosa Smith y Víctor Fuentes) por el reconocimiento; a la Academia Norteamericana de la Lengua, y en ella a su director, Gerardo Piña-Rosales, y a su secretario y coordinador de este certamen, Jorge Ignacio Covarrubias, por brindar esta oportunidad a nuevos escritores; a Gonzalo Santonja, director de la Fundación Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, por haber publicado, en conjunto con la Academia, este libro que hoy presentamos, y entre los oradores de esta noche a Patricia López-Gay, de New York University, y Nuria Morgado, de la City University of New York – a todos ellos y a otros que hacen posible el evento por reconocer este legado de todos, por promover la idea de que tenemos permiso para hablar – y escribir – en la lengua que recibimos en la leche de la madre.



Víctor Manuel Ramos.
Viernes Santo, 22 de abril, 2011.
New York University, Manhattan, Nueva York.


6 comentarios:

Lola dijo...

Tendré que leer el libro pase lo que pase. Tu discurso es un gran discurso donde las palabras son las protagonistas. Mis humildes palabras tampoco quiero que se olviden y por eso, y para mi familia, voy, bueno ya he empezado, a escribir todos mis recuerdos desde que nací hasta ahora que tengo 77 años. Escribiré cosas que nadie sabe y será una sorpresa.
Las palabras, para mi, tienen una importancia muy grande, y las amo. Un abrazo con mi enhorabuena de corazón. Lola

Joselu dijo...

He leído tu discurso frente al mar, en un atardecer primaveral después de varios días de lluvia. He leído tu discurso y he añorado no haber podido estar oyéndote leerlo en directo. Perfectamente trabado, sugerente, reflexivo, ameno. Tengo que conseguir tu novela de la que leí algunos capítulos que publicaste en el blog y que recuerdo en un universo próximo al de Rulfo, quizás por esa similitud de paisajes y sentimientos relativos a la tierra, la dureza de la vida, las pasiones. Te deseo un exitoso recorrido entre los lectores. Espero que el boca a boca funcione y que la novela se extienda y llegue a muchas librerías. Será un honor haberte conocido aunque sea virtualmente.

Un abrazo, Víctor Manuel.

Rosa María dijo...

Que emoción que además de compartir tu amistad tambien la nacionalidad, que orgullosa me siento!.
Tu discurso muy sencillo y muy profundo a la vez, con el cual me identifico totalmente, como inmigrante todos tenemos ese sentimiento en común, defendemos nuestras raíces porque aunque dejamos todo lo material atrás nadie nos puede arrancar los recuerdos y mucho menos nuestra lengua, por eso tenemos que cuidarla. Gracias por representarnos tan dignamente.

Víctor Manuel Ramos dijo...

Gracias por tener el valor de leer algo tan largo. Me pidieron cierta duración del discurso, así que me explayé un poco. Pondré la información de cómo obtener el libro aquí en cuanto aparezca en el listado de ventas de la Fundación.

Lola, me alegra que estés escribiendo. Además de que es bueno expresarse, creo que tu familia te lo agradecerá.

Joselu, en ese paisaje a lo mejor hasta pareció mejor escrito de lo que está. En el mar la vida es más sabrosa, como dice una canción tropical.

Rosa María, gracias, la emoción es mía. A veces lamento que mis pobres amigos tienen que andar asistiendo a estas cosas y leyendo estas peroratas mías. Unos vinieron desde otros estados al evento, imagínate (por eso quise dar un discurso en el que por lo menos dijera alguna cosa real). Y muchos de ustedes me animaron desde lejos. Es algo que aprecio mucho.

Argénida Romero dijo...

Leerlo otra vez me da la misma sensación de puertas abiertas y de ojos aguados. Gracias por ser tan especial con las palabras. Abrazos.

Víctor Manuel Ramos dijo...

Gracias Argénida. Es muy simple todo esto, pero supongo que lo entiendes bien porque tenemos mudanzas en común -- y las que faltan.

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