27 de octubre de 2008

Procesador de palabras.

A veces uno espera por meses o años para atravesar esas lagunas del pensamiento donde todas las letras se sumergen en un pantano que huele a estiércol.

No es que uno no tenga nada qué decir sino que tal vez uno no se permite decirlo. Las prioridades pueden ser otras: pagar las deudas, mudarse, criar niños, trabajar, resolver lo del carro, poner una cerca, arreglar por fin el maldito rechinar de la puerta de la ducha. En fin, vivir tan en paz como sea posible. Vaya idealismo: pequeña burguesía.

Pero uno está al acecho del momento.

Cuando llega uno lo sabe. Lo sabe porque lo sabe. Y tira uno las sábanas a un lado, y abandona el estupor y la comodidad de la cama, y se va como un borracho en la oscuridad, tropezando con los muebles que parecen haber cambiado de lugar, y llega apenas a la cámara oscura y enciende alguna lucecilla y, sin dudas, la computadora -- y desespera uno ante el sonido de comienzo de Windows --¡cállate y prende!--, y la página de entrada, y la maldita palabra clave que se olvida a deshoras, y el antivirus que insiste en hacer una inspección completa de los contenidos del disco duro.

Y, al fin, abre la página virtual --ese fantasma de la página en blanco de antaño-- y empieza uno a desnudarse con las palabras y a gritar las cosas que hace tiempo no podía decir, y llega uno prendido a las oraciones del último párrafo, y decide de una vez que esto no está nada mal. Nada mal. Tiene vida propia. Y cualquier arte, ante todo, debe cobrar vida propia. Y graba uno el documento y se va, felizmente, a roncar.

Se ha abierto la vena de un manantial, y se repite el proceso una, dos noches: empieza uno a desbordarse por unos senderos que van hacia algún lugar, aunque no se sepa exactamente cuál -- y eso es parte de la excitación, ese no-saber en el propio interior.

Otra sesión fructuosa llega a su fin. Está uno alegre, genuinamente alegre, y, cuando va a poner el punto final, justo en ese momento, la virtualidad deja de existir. Todo cesa. Esos puntitos de colores de la pantalla no responden. Se ha perdido todo, todo, todo, y el escritor devastado se lleva las manos a la cabeza y sabe que, otra vez, la tecnología ha masacrado a la inspiración.

14 de octubre de 2008

No todas las gordas son iguales.

Gorda de Botero


Uno ve una gorda del colombiano Fernando Botero y reconoce en ella una apreciación voluptuosa y erótica que trasciende a las primeras impresiones. Él las humaniza más allá de la distorsión física y los pliegos de celulitis -- y humanizándolas a ellas humaniza al espectador que se ve forzado a examinar sus impresiones.

Yo esperaba una experiencia similar cuando empecé a leer "El susurro de la mujer ballena", una novela del peruano Alonso Cueto que debió delatarse por su título. Pero esta trama, que involucra la reaparición de una amiga obesa en la vida de una mujer esbelta y de carrera exitosa, trae una apreciación de la mujer gorda que no difiere a la predominante antes de que apareciera el nuevo esquema de Botero.

Cueto nos presenta a la mujer gorda en toda su aberración: fea, pesada, resentida, antisocial y amenazante. El lenguaje desapegado que me pareció genial en "La hora azul", su otra novela sobre las reverberaciones de una época oscura en el Perú, parece un examen quirúrgico, despiadado y doloroso en esta narración.

Tal vez es culpa de Botero, pero yo esperaba un viaje distinto a la interioridad de la gordura, ese testimonio aparente de los excesos de nuestra época.


(Fotografía es cortesía de El Tecnorrante)

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