26 de mayo de 2008

La blanca arena de Daytona

Caminamos por esa arena de Daytona Beach que parece ceniza de volcán y llegamos hasta uno de sus pocos rincones desolados. Hemos viajado una hora para llegar hasta aquí y sentarnos sobre los restos corroidos de unos escalones. El Océano Atlántico es tan azul como siempre, tan aparentemente infinito, tan maravilloso como la primera vez que lo vi, desde otra orilla.

Saco esta bolsa de plástico que traigo y extraigo de ella un espécimen raro: es un ejemplar de una edición limitada de «La realidad y el deseo», el poemario del escritor Luis Cernuda. Mi esposa lo rescató hace varios años del basurero de una biblioteca y me lo regaló. Es solamente uno de veinticinco libros impresos en una primera edición de lujo de 1940.

El poema que busco está en la página sesentiséis y, al leerlo en este lugar, me siento más seguro de que Cernuda lo escribió con los dedos de los pies enterrados en esta misma arena que ahora toca los míos.

Hemos venido a la playa por esta poesía, escrita en el destierro por un poeta que moriría en el destierro. Se llama «Daytona», igual que esta ciudad floridana, igual que esta playa que dice el eslogan es (érase una vez; posiblemente cuando Cernuda anduvo en ella) “la playa más famosa del mundo”. Leo la poesía --de la que incluyo un fragmento-- en voz alta. Las olas hacen música de fondo.

Sólo un lugar existe, cuyos días
Nada saben de aquello,
Aunque todo allí sea mortal, el miedo, hasta las plumas;
Mas las olas abrazan
A tanta luz aún viva.

A tanta luz desbordando en la arena,
Desbordando en las nubes, desbordando en el tiempo,
Que dormita sin voz entre las ramas,
Olvidado fantasma con su collar de frío.


Me asalta la pregunta de qué es ese “aquello” del que esta playa nada sabe -- y supongo que Cernuda habla de otra orilla, de la suya, de esa España que él dejó atrás; buscando quizás una expresión más libre, encontrando tal vez una libertad menos deseable. Este libro es la obra cumbre de Cernuda y en ella se encuentra más que nada el sufrimiento del destierro, como en la poesía de la que provienen estos versos, que él precisamente tituló «Destierro»:

Una luz lejos piensa
Como a través de un cielo.
Todos acaso duermen
Mientras él lleva su destino a solas.


Esta Daytona ya no es la misma que él pisó: es un monstruo que se alimenta de su arena; repleta de hoteles de menor y peor calidad; abarrotada por esa costra de restaurantes que venden conceptos tropicales; triturada, ensuciada, aplastada, por las llantas de los vehículos. Daytona cayó en el olvido.

25 de mayo de 2008

Los emigrantes del siglo.

Acababa yo de llegar a Nueva York cuando cayó en mis manos un librito. Era una colección de poesías escritas por dominicanos en esa ciudad, titulada: «Poemas del exilio y de otras inquietudes». Leí esta antología, editada por Daisy Cocco de Filippis y Emma Jane Robinett, para apaciguar el tedio de esas primeras semanas de desplazamiento; nada más.

Desde entonces no suelto el libro. Se ha mudado conmigo a varios edificios de Nueva York y luego hacia el sur del país. Ello se debe mayormente a una sola poesía. Como sucede con los amores, me gustaron varias de las que se incluyeron en la antología, pero me cautivó una sóla.

Se llama «Los emigrantes del siglo», una elegía de Héctor Rivera a todos los dominicanos que, "documentados de soledades", atravesaron el océano rumbo a Nueva York.

Es poco lo que puedo decir de Rivera. Sé que nació en Yamasá, República Dominicana, en 1957, y que murió, relativamente joven, en Nueva York el 24 de julio de 2005, postrado ante un cáncer. Sé que estudió en las universidades públicas de la ciudad y que era padre de familia.

En la antología, que se publicó a finales de los ochenta, se le describió como parte de “un grupo de poetas jóvenes... que lucha no sólo por la supervivencia económica sino también por educarse”.

Sé que su poema a los emigrantes me pareció, y me sigue pareciendo, uno de los mejores retratos poéticos del destierro dominicano. Y me consta que no soy el único que piensa de esa manera. He visto en la revista de internet Letralia una referencia del también escritor dominicano Franklin Gutierrez, describiendo el poema como “el texto de los escritores dominicanos de la diáspora que mejor describe la nostalgia y la melancolía del emigrante dominicano en Nueva York”.

Quisiera reproducirlo en su totalidad, pero por respeto a los derechos de autor solamente puedo presentar algunas partes, como esta introducción tan sencilla y concisa que abruma:


Nosotros
los emigrantes del siglo
vagaremos
con un pedazo de tierra
colgado del pecho


¿No es ese el sentimiento universal de quienes emigran, independientemente de los gentilicios? ¿No se vuelve la experiencia de partida el punto definitorio de los que nunca regresamos?

Todos los desterrados tenemos un punto muy claro a partir del cual marcamos un antes y un después, y como Rivera escribió:

...ineludiblemente
surgirán comentarios
que nos harán situar
justamente en el punto
de partida


Siempre sentí, sobre todo, el escrito de Rivera como un llamado a la expresión – dirigido a esos mismos emigrantes que somos nosotros, que en el fondo podemos ser todos, porque como él dice “todos los dolores del mundo/ se resumen en un solo dolor”.

20 de mayo de 2008

Un futuro brillante para los libros

Era cuestión de tiempo que los libros dieran el salto a la era digital, y abrieran así una nueva era para la distribución de ideas, historias e información.

Ese salto ya se dio, aunque no haya trascendido del todo a la cultura popular, con la creación de lectores electrónicos como el Kindle de Amazon, el Cybook de Bookeen, o el Reader Digital de Sony. Es una tecnología en pañales, pero prometedora que de seguro atraerá pronto a los amantes de la lectura y será para los libros, revistas y periódicos lo que fue el I-Pod para la diseminación de música popular.

En términos generales, estos aparatos son del tamaño y peso de un libro en rústica, pero ofrecen la posibilidad de guardar cientos y miles de libros, que se adquieren de las tiendas de libros electrónicos sin necesidad de conectarse a computadoras ni a internet. Usan una tecnología similar a los teléfonos móviles. Y ofrecen unas pantallas que no son como los monitores de las computadoras típicas, sino que imitan la experiencia del papel: significando esto, por ejemplo, que no proyectan luz y deben leerse en un lugar iluminado como si fueran libros comunes y corrientes.

No entraré en detalles técnicos que desconozco. Para eso están los tecnófilos del mundo. Pero para los que leemos y escribimos esta es una buena noticia. Permitirá que los lectores en serie llevemos toda una biblioteca en el espacio que antes ocupaba un libro y liberará al contenido de la forma para quienes buscan publicación, ofreciendo una manera más barata y ecológica de diseminar los escritos.

¿Quién dijo que los libros habían muerto?

16 de mayo de 2008

Asuntos pendientes.

Hay asuntos que quedan incompletos en la vida, y que crean agujeros a través de los que podemos ver. Yo, por ejemplo, nunca seré beisbolista de grandes ligas. Tampoco me haré diestro en la guitarra clásica. Mucho menos podré escribir una sinfonía.

Podría dar ejemplos menos dramáticos, pero no lo haré. El caso es que el abanico de posibilidades que traemos al mundo --de por sí condicionado por la herencia-- se va cerrando: y con él perdemos algunos sueños. Esto es parte de crecer.

Mas lo que se pierde en ilusión se puede ganar en determinación. Hay una, dos o quizás hasta tres cosas que podemos hacer, antes de que sea demasiado tarde.

12 de mayo de 2008

Flores amarillas



En memoria
de Hecsa Costa.



Recuerdo sus ojos claros, pero no sé si azules, verdes o amarillos. Me decía que escribiera cuando yo no sabía que escribiría. Acepté que si algún día lo hacía la buscaría para compartir lo escrito.

Era mi primer profesora universitaria en aquella clase de humanidades. Es posible que yo, también, haya sido su primer estudiante, aunque éramos más de una docena. Nos contaba de la clarividencia del escritor: aquella facultad de hilvanar historias con algún germen de verdad.

Llegué por los pasillos que antes recorrí, pero no estaba. Había dejado las aulas. Recordé el final de clase en su apartamento. Allí estábamos todos, aquel grupo de inmigrantes disparejos que acababan de completar su primer semestre. El examen consistía en una discusión sobre los personajes de «Cien años de soledad» -- texto de la clase junto a «La vida es sueño» y «La metamorfosis».

A varios nos asignó personajes. Me tocó José Arcadio Buendía --ese loco idealista del Macondo primeval-- y estuve hasta la víspera marcando párrafos en amarillo y rosado.

Abro el libro en cualquier página y ahí están las marcas todavía, como este párrafo, sin duda de los que me parecieron más importantes:

“Entonces entraron al cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas sus fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo. Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas...”.


Yo estaba nervioso. Se me dificultaba describir a José Arcadio Buendía tanto como si se tratara de mí mismo. Discutimos el libro: hablamos de Úrsula, del Coronel Aureliano, de Pilar Ternera, pero nunca me pidió que expusiera mi parte. Solamente años después, cuando no la encontraba en ningún sitio, comprendí que esa asignación no era para la clase. Era solamente para mi.

Obtuve algunos datos: calles, números de edificios y de apartamentos, teléfonos. Llamé y estaban desconectados, o eran incorrectos. Salí una tarde de sábado, con mi borrador de novela bajo el brazo, y la busqué. Anduve horas por los barrios del Bronx, siguiéndole el rastro. En la mayoría de los apartamentos no respondieron. En una de sus viejas direcciones había un taller de mecánica. Ninguna de esas direcciones era actual.

Hace años de eso.

Esta semana la encontré en el archivo de clasificados de un periódico:

HECSA COSTA SANTIAGO, natural de Humacao y residente en Bayamón, falleció el 9 de noviembre de 2007, en Bayamón. Sepelio pendiente, en el cementerio Los Ángeles Memorial, en Guaynabo.

No queda nada que hacer. Vuelvo al resto de aquel párrafo que marqué para su clase, y esta vez lo leo para ella:

“...Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro”.

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