18 de octubre de 2007

Jugar Pokémon con las palabras.

Hará algunos diez años que la palabra Pokémon entró a mi vocabulario, y todavía no sé lo que significa. Mi trabajo consistía en investigar y escribir sobre las escuelas y la educación. Estaba en contacto con administradores de distritos escolares, maestros, padres y, de vez en vez, los mismos estudiantes en torno a quienes giraba el sistema.

Una de mis fuentes me habló de Pokémon.

Era un nuevo juego de origen japonés, toda una sensación entre los niños de primaria e intermedia cautivados por el mundo de ánime: unos dibujos animados y etéreos que parecen habitar un plano paralelo al nuestro.

El Pokémon, según lo entendí entonces, consistía de una serie de tarjetas, similares a las que contienen las fotos y estadísticas de jugadores de béisbol. Pero estas cartas, me explicaron, eran la clave hacia un mundo de fantasía. Eran algo así como las fichas de identificación de seres imaginarios. Ahora ese mundo se extiende a videojuegos, dibujos animados, peluches, y cualquier otra cosa que se pueda vender.

Particularmente recuerdo al Pikachú -- un ratoncito gracioso y sonriente que vive en las selvas, los planos y, con frecuencia, cerca de las plantas de generación eléctrica de muchos lugares del mundo. Según el saber del Pokémon, un grupo de estos animalitos sobrenaturales puede generar una tormenta eléctrica.

Archivé el asunto en la memoria, aunque más de una vez consideré escribir sobre el fenómeno cultural. Algunas escuelas prohibían las tarjetas porque distraían demasiado a los niños y porque el intercambio de estas causaba conflictos típicos de una manada de mercaderes.

El Pokémon sigue vivo y constituye una franquicia multibillonaria de la empresa de videojuegos Nintendo. Un niño de ocho años sabe tanto de Pokémon como algún profesor clásico podría saber de mitología griega.

Hay muchos críticos del Pokémon. Hay cristianos fundamentalistas que le consideran diabólico. Hay musulmanes fundamentalistas que le consideran un juego zionista. Hubo judíos que lo tildaron de antisemita. Y hubo un conocido incidente en Japón en que cientos de niños cayeron con ataques epilépticos porque la fluctuación de colores en un episodio de los dibujos animados activó un mecanismo en su cerebro.

Mi crítica del Pokémon es más o menos literaria.

Cayó en mis manos una de las "novelas gráficas" de Pokémon, y empecé a leerla, si es que se puede llamar leer a ello.

Este libro se lee al revés, de derecha a izquierda. Eso está bien, algo acorde al género. Pero en algunas veinte páginas tal vez había dos oraciones completas. Las demás eran más o menos esto: ¡Diiiiinng!... Wvooosh. SWSH, SWSH, ¿Whaaaaa? Qu... Qué. Cáraj... o... es esto. TERREMOTO.

Pura jerigonza. Todo sinsentido. Las pocas oraciones que hay empiezan una idea y la dejan colgando. El pensamiento de la historia carece de lógica. Como diría el libro, todo ello no es más que Sssshrqhtkkkk... ¿Me doy a entender?

El libro no es tradicional, así que no indica su tirada. ¿Cuántos de estos se imprimieron y en cuántos idiomas? No me parece descabellado suponer que por lo menos se trata de decenas de miles de libros. Probablemente un bestseller.

Vale preguntarse si los muchos niños que consumen este tipo de literatura --y que en general forman parte de esta cultura de rapidez, videojuegos y estallidos-- aprenderán alguna vez a pensar en oraciones completas. Sin moralismo alguno me pregunto qué mundo surgiría de una sociedad en la que el pensamiento... SWSJHHH! Khsjyu... ¡Bum! Wow. ...En la que el pensamiento simplemente no tiene sentido.

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