22 de septiembre de 2007

La 'suma prontitud de ánimo'



Yo era un muchacho de algunos diez años que acababa de cometer una travesura. Mi madre se cernía sobre mi. Yo encogía mi cuerpo y escondía mi cabeza bajo los brazos en postura defensiva. Pero el golpe no llegó.

Dos mujeres estaban a la puerta con Biblias en mano y sonrisas forzadas. Mi madre no tuvo el valor de golpearme delante de ellas. Eran Testigos de Jehová y venían --en el momento más oportuno e inoportuno, dependiendo de quién lo dijera-- a predicar sobre el Reino. Nadie las había invitado.

Tal vez por esa gratitud postergada no me molestó cuando en la peor hora de la mañana --ese momento en que uno quiere organizar su día-- llegaron dos hombres a la puerta, con Biblias en mano y el mismo fin de hace todos esos años.

Mi compañera decide que no quiere nada que ver con estos evangelistas y se esconde en una parte de la casa desde donde puede oír sin tener que participar. Sabe que no sólo voy a abrir la puerta, sino que además los invitaré a que pasen y que me enfrascaré con ellos en una charla que no es otra cosa que un callejón sin salida.

Hace días que nos viene rondando esta pareja de Testigos. Ella los ha evitado y ha concertado citas en otros lugares, lejos de casa, precisamente a esa hora en que sabe que vendrán. Yo esperaba esta oportunidad. Pienso que estos dos no saben en el rollo que se han metido, mientras los invito a ocupar un sofá.

Conozco bastante de los Testigos de Jehová. En mi adolescencia no encontraba mucho material de lectura, así que aceptaba con alegría y anticipación las ediciones en español de La Atalaya y ¡Despertad! que una vecina me cedía.

Pero no hay duda de que no comparto ni me interesan mucho sus creencias: Su convicción que que poseen la verdad; ese enfásis en la cita bíblica; las disputas de tecnicismos como que Jesús no murió en una cruz sino en un madero y que es Jehová y no Yaveh. Ni la idea persistente de que vivimos en los Tiempos del Fin; ni el paternalismo de considerar que los adeptos de otras religiones no-cristianas son una especie de hermanos menores que necesitan de su auxilio. Y mucho menos ese afán de ganar adeptos para el paraíso que pintan en sus revistas.

En fin, veo a los Testigos como gente de mente muy cerrada.

Le digo esto a ellos. Les expreso con claridad que no me van a convertir a su religión porque no creo que ellos son poseedores de la verdad y porque mi entendimiento de lo que ellos llaman Dios --o Jehová, para ser exactos-- no se limita a la interpretación estrecha que ellos poseen. Ellos no dejan de sonreír, pero sus mejillas pierden algo de elasticidad.

Creo que he dicho suficiente para defraudarlos. Pero no. El que no sabe en lo que se ha metido soy yo. Me sorprende la facilidad con la que pueden, de memoria, referirme a versículos bíblicos que rebaten todo lo que he dicho, punto por punto.

En particular me llamó la atención el hecho de que ellos no solamente no contradijeron mi deseo de tener "una mente abierta" al entendimiento de lo divino, sino que buscaron prueba bíblica de que esa es una cualidad que ellos favorecen -- porque, al fin y al cabo, si no fuera por la gente de "mente abierta", quién abriría las puertas a los pobres Testigos de Jehová.

Me llevaron al libro de los Hechos de los apóstoles, que cito aquí de la Biblia de los Testigos («Traducción del Nuevo Mundo de las Sagradas Escrituras»), que una vez me regalaron otras dos señoras de la misma religión. En su estimación lo que yo llamo "mente abierta" es la "suma prontitud de ánimo" de este pasaje:

"Inmediatamente de noche, los hermanos enviaron a Pablo así como a Silas, hacia Berea, y estos, al llegar, entraron en la sinagoga de los judíos. Ahora bien, estos eran de disposición más noble que los de Tesalónica, porque recibieron la palabra con suma prontitud de ánimo, y examinaban con cuidado las Escrituras diariamente en cuanto a si estas cosas eran así. Por lo tanto, muchos de ellos se hicieron creyentes, y también no pocas de las mujeres griegas estimables, y no pocos de los varones".


Luego estos Testigos recurrieron a dos puntos que son difíciles de rebatir. Uno, que el infierno que se inventaron los católicos es una historia que usan para meter miedo. Dos, me preguntan si no me gustaría vivir en un paraíso lleno de paz, armonía y felicidad como esos que ellos pintan en sus revistas. Claro que no existe ese lago de azufre, digo, y sí, admito que se ve muy bonito ese paraíso multiracial, aunque yo lo considere otra fantasía.

Cuando protesto que la Biblia la escribieron otros hombres, como ellos y yo, ellos hablan de la inspiración divina. Cuando cuestiono por qué no puedo yo tener esa inspiración divina no me contradicen, pero afirman que ya todo lo que se tenía que decir está en esas páginas.

Mientras ellos profundizan, armados de citas bíblicas, me doy cuenta de que esta es una discusión que no puedo ganar. Ellos están preparados para mi suma prontitud de ánimo. De hecho, quieren volver a hablar "unos cinco minutos" la siguiente semana.


Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

9 de septiembre de 2007

El desaire.

Yo sólo quería comer. Que hubiera un mariachi cantando "Viva México" a toda voz era una sorpresa inesperada para un restaurante nuevo, tirado como este a la vera de una carretera de segunda.

Empezaba a llover después de unas horas de playa. La tarde era buena y se estaba poniendo mejor.

Pedí una quesadilla, rellena de carne asada. Pedí un jugo de tamarindo, aguándoseme el paladar. Pero ahora lo que más quería era dedicarle una canción a mi mujer. Lo que deseaba era ver a mis niños azorados ante el espectáculo de un mariachi alrededor de la mesa.

Buscaba en mi mente una canción que fuera apropiada y solamente me llegaban algunas baladas de esas cortavenas de otros tiempos -- dramáticas, pero ajenas a la placidez de mi vida.

Recordé la primera ranchera que escuché en vivo, hará más de veinticinco años. Un vecino de mi barrio la cantaba, despechugado, con su pelo largo, algo desafinado, pero diestro en la guitarra:

Grabé en la penca de un maguey tu nombre,
unido al mío, entrelazados;
como una prueba ante la ley del monte,
que allí estuvimos, enamorados.


Hermosa canción de Vicente Fernández, muy mágico-realista, pero inadecuada para el caso.

Mientras yo pensaba, los mariachis cantaban en la mesa de al lado una de José Alfredo Jimenez que hacía suspirar a las damas que la solicitaron:

Si nos dejan,
buscamos un rincón cerca del cielo.
Si nos dejan,
haremos de las nubes terciopelo.
Y ahí, juntitos los dos,
cerquita de Dios,
será lo que soñamos.


Mi esposa sugirió "El Rey", pero yo no quise hacer una declaración de borracho machista, que no soy, así que la descarté. Mientras ellos hacían su versión de "Parece que fue ayer, cuando te vi aquella tarde en primavera" supe que me habían robado la canción de Armando Manzanero que quería. Se movían a otra mesa, dedicando "La Bikina" a una muchacha que parecía "altanera, preciosa y orgullosa" como la de la canción. Terminaban al otro extremo del lugar, cantándole la "Perfidia" de Alberto Domínguez Borrás a una familia de gringos:

Nadie comprende lo que sufro yo;
canto pues ya no puedo sollozar.
Solo, temblando de ansiedad estoy;
todos me miran y se van.


Antes de que terminaran ésa me decidí por una, la que fuera, con tal de que otros se me adelantaran. La oí en mi cabeza, a son del violín y la trompeta:

Bésame,
bésame mucho,
como si fuera esta noche
la última vez.

Bésame,
bésame mucho,
que tengo miedo
a perderte,
perderte después.


Llamé a los mariachis. Le hice señas al cantante, antes de que se me desbordaran las letras de Consuelo Velázquez desde la punta de la lengua. Pero era muy tarde. La mesera se acercó para darme el fatídico recado: Los mariachis ya se iban.

Todos somos periodistas

Los ejecutivos de los diarios, emisoras de radio y cadenas de televisión se han dado cuenta de la revolución digital que se gesta con la propagación de las nuevas tecnologías.

Millones de personas en todo el mundo tienen acceso a computadoras y a la red de internet. Otros tantos tienen cámaras fotográficas, videocámaras y grabadoras de audio que procesan y archivan sus datos en formato digital. Muchos otros tienen la disponibilidad y el deseo de escribir, editar y conceptualizar los datos digitales.

Es por eso que hay una tendencia en los medios a solicitar que el público envíe su contenido. Todo ello es parte del impacto que ha tenido el surgimiento del internet en más o menos la última década. El concepto de editar y propagar información por computadora ha trascendido hasta los medios tradicionales, que se sienten amenazados por la ola de alternativas.

Hay blogs que compiten con los mejores periódicos en áreas especializadas. Muchos de los videos de zonas de desastres y noticias de último minuto aparecen primero o simultáneamente en lugares como YouTube. Cualquiera con un micrófono y un programa que se obtiene gratuitamente puede producir un podcast, el equivalente de un programa de radio diseminado por nuevos canales. Una sola persona con la disposición, los medios y el talento puede generar los tres tipos de contenido y propagarlos a miles, o hasta millones, de personas.

Esta nueva realidad es una verdadera amenaza para quienes tenían el monopolio de la información.


4 de septiembre de 2007

El porqué de un pseudónimo.

Pocos saben quién fue Ricardo Eliecer Neftalí Reyes, pero muchos más reconocen a Pablo Neruda. Era el mismo escritor chileno, recurriendo al pseudónimo para ocultarse y revelarse a la vez.

Igual que lo hizo Mark Twain, el satirista estadounidense cuyo nombre de pila era Samuel Langhorne Clemens. O como George Sand, la novelista francesa que cambió Amantine Aurore Lucile Dupin por ese mote masculino en una época que no favorecía a las mujeres. Tal y como Toni Morrison sirvió de alias a Chloe Anthony Wofford.

Podría citarse muchos más para decir lo obvio: Muchos escritores han sentido la necesidad de crear una identidad narrativa que les permitiera una expresión más libre. Así, Lucía de María del Perpetuo Socorro se convirtió en Gabriela Mistral. O Marie-Henri Beyle se resumió con un simple Stendhal; tal como Voltaire prefirió una sola palabra al nombre heredado de François-Marie Arouet. Hubo escritores y artistas que se disiparon desconocidos, con todo y sus nombres creados.

Más que pseudónimos, que literalmente significa “nombres falsos,” hablamos de lo que los franceses denominaron “nom de guerre” y que los ingleses cambiaron a “nom de plume”. No se trata de engaño, sino más bien del trascender simbólico de la propia personalidad.

Además, no es nada curioso que alguien que tenga como instrumento las palabras dé cierta importancia a las que se convertirían en representación de su obra. Hay muchas consideraciones que favorecen o contradicen este anonimato. El autor que usa pseudónimo renuncia a una parte de sí mismo para forjar otro vehículo de expresión. El nombre puede ser un escudo tanto como una lanza.

Neruda explicaba así su decisión de adoptar otro nombre en «Confieso que he vivido»:

“La respuesta era demasiada simple y tan falta de maravilla que me la callaba cuidadosamente. Cuando yo tenía ya 14 años de edad, mi padre perseguía denodadamente mi actividad literaria. No estaba de acuerdo con tener un hijo poeta. Para encubrir la publicación de mis primeros versos me busqué un apellido que lo despistara totalmente. Encontré en una revista este nombre checo, sin saber siquiera que se trataba de un gran escritor, venerado por todo un pueblo, autor de muy hermosas baladas y romances y con un monumento erigido en el barrio Mala Strana de Praga. Apenas llegado a Checoslovaquia, muchos años después, puse una flor a los pies de su estatua barbuda”.


Aunque todos tenemos nuestros perseguidores, hay otro punto a considerar. El nombre de autor es una distinción simbólica entre el nombre que se nos da y el que uno se gana.

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