18 de agosto de 2007

La bendición del pastor



Uno de los pastores cuyas iglesias visité en mi exploración de temas religiosos encontró el relato que hice de mi visita a su iglesia, aparentemente porque tiene la costumbre de buscar lo que se escribe de él y su templo en la red (a este hábito narcisista le llamamos “guglear” --es decir, buscarse en Google-- en el azarozo Spanglish que se nos hace imposible evitar).

Recibí un correo del sorprendido pastor en que me preguntaba, así a quemarropa, si había algo más que pudiera hacer por mi alma. Propuesta interesante, diría yo, aunque igual de pretenciosa.

De primer instancia, asume que mi alma necesita algún reparo (por no decir “salvación”). Pero lo que más me sorprende es que el lenguaje vernáculo de este pastor incluye la suposición inequívoca de que él puede ofrecer ese ungüento sagrado que me pueda elevar más allá de este orden terrenal de cosas. En pocas palabras, el pastor se siente poseedor de la verdad.

Contesto que realmente no necesito que haga nada por mí, y explico que mi visita por su iglesia fue parte de este experimento de búsqueda en el que realmente no espero encontrar nada (imagino que el pobre pastor se rascaría la cabeza en este punto). El siguiente correo llega menos de veinticuatro horas más tarde, invitándome a una reunión en privado con el pastor.

Cualquier persona que no ande buscando conversión, diría que no y terminaría el intercambio electrónico con algún saludo cortés. Pero decido ir, porque considero que todo experimento abre nuevos caminos que son dignos de recorrer, si uno de veras quiere aprender algo de ello.

Acordamos que nos veremos un sábado, después del servicio semanal, en su iglesia. Le digo en términos nada dudosos que ni siquiera intente convertirme a su religión porque perderá el tiempo. Busco el propio camino y no el que otros me quieran trazar. El pastor dice que está bien.

El pastor quiere saber por qué no me convenció su iglesia. Le digo que no se ofenda, pero que no me interesa mucho la religión organizada, y empiezo a citar razones históricas y filosóficas que van desde la corrupción eclesiástica hasta el pensamiento tribal que hace que cada grupo se crea poseedor de la única y dogmática verdad (registrada con derechos reservados y patentes, si fuere necesario). Pude pasarme la tarde hablando, pero por decencia limité mi perorata a unos diez minutos.

El pastor no puede remediar esos conflictos de siglos, así que mejor me habla de los programas comunitarios que ofrece en la iglesia, desde la guardería infantil hasta el jueves de libros. Al final me dice que el hecho de que yo emprenda esta exploración en busca de sentido es un llamado de la divinidad misma que, casualmente, me trajo hasta las puertas de su templo. Me deja con ese pensamiento.

Luego, me cuenta de su lucha por erigir esa iglesia, y del sueño visionario que le mostró una sala hecha de cristales, como resulta que es la oficina que ahora ocupa en un salón que se construyó para otros fines. La ventana es hecha de unos cubos de vidrio que refractan la luz.

Estamos bañados por esa luz y sudando como dos titanes que libran una batalla en la que ninguno saldrá triunfador. Me recuerda, por asociación, esa historia bíblica de Jacob peleándose toda la noche con un ángel, sin que ninguno lograra imponerse del todo sobre el otro. Lo único que Jacob le sacó al ser alado fue una bendición, que tal vez es decir mucho cuando viene de la divinidad.


“Cuando Jacob se quedó solo, un hombre luchó con él hasta que amaneció; pero como el hombre vio que no podía vencer a Jacob, lo golpeó en la coyuntura de la cadera, y esa parte se le zafó a Jacob mientras luchaba con él. Entonces el hombre le dijo 'Suéltame, porque ya está amaneciendo'. 'Si no me bendices, no te soltaré', contestó Jacob”.

Génesis, Cap. 32, vs. 24-26.


El pastor me invita a que oremos. Es algo que yo preferiría no hacer, pero me dejo llevar. Nos tomamos de las manos en la soledad de aquel cuarto traslúcido, cerramos los ojos, y oramos. El pastor termina dándome la bendición. La acepto con un amén.


Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

11 de agosto de 2007

Las paredes de San Agustín



Pocos estadounidenses saben que se hablaba español en la primera ciudad de su territorio.

Antes de que existiera lo que hoy llamamos Estados Unidos los navegantes españoles llegaron a la costa atlántica de la península a la que Juan Ponce de León bautizó con el eufemismo de Florida en 1513. Décadas mas tarde, Pedro Menéndez de Aviles fundaría la primera colonia española en agosto de 1565, nombrándola San Agustín en honor al día del santo en que arribó con su catolicismo y planes expansionistas.

Los accidentes de la historia y las dificultades que enfrentaba la corona española en mantener su dominio llevarían al abandono de la colonia, hasta su venta a Estados Unidos unos dos siglos después. San Agustín es hoy una ciudad anglosajona con rasgos españoles.

Al recorrer las viejas calles de San Agustín uno puede ver la conquista desde el punto de vista de los conquistadores -- aunque quede claro que ellos fueron, después de todo, invasores.

¿Quiénes fueron estos hombres que vinieron al pantano infectado de mosquitos que era la tierra floridana? ¿Qué los empujaba? ¿Era la ambición? ¿O había también en ellos un deseo de aventura y, quizás, un buen toque de locura? Eran soldados, sacerdotes, marineros, negociantes, violadores y ladrones. Eran hombres, y luego mujeres, comunes. Incluían a aquellos que buscaban riquezas tanto como a los que deseaban un escape.

Hay que ver las condiciones de vida de la época para entender que conquistar tierras no es como ir de paseo. Estos colonizadores llegaban a un territorio hostil, tras un viaje demoledor, a hacerse un mundo entre la floresta y el calor maldito de los veranos tropicales.

Construían sus casas, abrían calles, plantaban misiones y erigían templos ante los cuales pedir misericordia por sus culpas. En el fondo, buscaban recrear el mundo que dejaron atrás.

En San Agustín, el establecimiento de la colonia se ancló en la construcción del fuerte Castillo de San Marcos que tomaría ventitrés años de empuje y sudor. Desde aquella estructura impresionante, los españoles desterrados combatieron a los corsarios, a los invasores ingleses y a los indígenas, solamente para rendirse, empacar sus cosas, e irse para Cuba al final de cuentas.

Cientos de años después, el fuerte sigue allí con sus muros de coquina, una roca de conchas fusionadas que debieron de arrastrar desde la costa atlántica. Quedan las casas más antiguas, hechas de la misma piedra blancuzca, y las calles estrechas que se encuentran en los vecindarios coloniales de toda América.

En las cámaras cavernosas del castillo quedan las camas de madera y las almohadas rellenas de la fibra de árbol que algunos llamamos guajaca. Están también las letras inconexas de mensajes ilegibles que los soldados de antaño inscribieron en las paredes.

Estas ruinas apuntan, de manera dramática, a la invasión descarrilada que fue la conquista. Estas paredes viejas, estos cañones anticuados y las garitas que miran a un puerto vacío, expresan una de las lecciones silentes de la historia.


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