18 de marzo de 2007

La existencia más allá

“Esclavizarse en los asuntos sin sentido de la vida mundana,
Y después salir de ella vacíos – Ese es un grave error”.

«Los versos raíz de los seis períodos de en medio».




En la tradición budista se le llama ¨dharma” --del sánscrito “lo que está establecido”-- a la enseñanza de naturaleza espiritual que orienta al ser humano en pos de su propia liberación. Se considera un privilegio recibir el dharma para escapar de la rueda del Samsara que representa el largo ciclo de encarnaciones y muertes en menores y mayores escalas de la existencia. Aprehender esta enseñanza significa entrar a un camino en el que se busca una mayor comprensión de la vida, entendiendo que el deseo y el sufrimiento están intimamente ligados. Hay en la enseñanza un llamado al desapego de este mundo de las formas que, en fin, es pasajero.

Esa visión ultraexistencial explica por qué los budistas tibetanos tienen una apreciación de la muerte que difiere en mucho de la norma occidental. La muerte no es un final, sino una transición. Incluso, la muerte es para ellos una oportunidad para dar el salto hacia afuera de la mecanicidad de la transmigración. La vida, a la vez, es de suma importancia como el terreno práctico en que los aspirantes a la realización pueden adiestrar su mente para romper el condicionamiento que impide la liberación.

Esta tradición, hermética durante varios siglos, se esparció a otras latitudes con la salida forzosa de los tibetanos de su tierra ante el avance del comunismo chino. Ahora el Dalai Lama viaja por el mundo propagando un mensaje ecuménico y ofreciendo el dharma para quienes se interesen en profundizar.

Hay por ello mayor interés y aceptación en el estudio y la práctica del budismo, aunque algo de ello sea cuestión de moda. En Estados Unidos, por ejemplo, hay quienes ofrecen instrucciones sobre la guía tibetana hacia el más allá para algunos interesados que esperan desahuciados en algún hospicio.

Esta enseñanza no es sólo para quienes esperan ese toque inminente a su puerta. La muerte es una realidad de todos y, aunque la posterguemos en nuestro mundo de placeres inmediatos, algún día llegará. No tengamos duda de ello.

Me interesó el tema por años, y hojié hace más de una década la traducción autoritaria de Robert A.F. Thurman del tratado de «La liberación a través del entendimiento del período de en medio», mayormente conocido como «El libro tibetano de los muertos». No fue hasta hace poco que me adentré en sus páginas con el tipo de urgencia que usualmente asignamos a la propia mortalidad.

Este tratado escrito en el siglo VIII después de Cristo se propone la preparación del alma para “el período de en medio” que representa esa transición que se da después de la muerte. A esta traducción le acompañan las explicaciones del contexto histórico y doctrinario por parte de Thurman, amigo personal del Dalai Lama y una de las voces autoritarias sobre el budismo tibetano en Estados Unidos. Su traducción no es solamente lingüística, sino también cultural, como lo hace en este contraste que presenta al explicar el concepto tibetano de la muerte:

“Los tibetanos observan que cualquiera puede morir en cualquier momento y en cualquier lugar. Nuestro sentido de la concreción de la situación de la vida, de la solidez del mundo de vigilia de los cinco sentidos y sus objetos, es un gran error. Nada de lo que pensamos que somos, hacemos, sentimos o tenemos contiene esencia, substancia, estabilidad o solidez alguna. Todas las cosas dentro y alrededor de nosotros sobre las que nos preocupamos de la noche a la mañana son potencialmente nada para nosotros. Si muriéramos, se disolverían entre nuestros puños apretados, se olvidarían si estuvieran en nuestras mentes, se perderían si estuvieran en nuestras manos, se esfumarían en un entumecimiento vacío si estuvieran en nuestra mente y cuerpo”.


Aunque ello parezca terrorífico desde nuestro apego a lo que somos o creemos ser, la aceptación del hecho también tiene un efecto liberador. Es como si ampliáramos el enfoque del lente por donde miramos, para darnos cuenta de que hay territorios más allá de nuestros límites racionales.

También hay en estas observaciones un reto. Entendemos por existencia el transcurso de vida y tiempo que se da desde el nacimiento hasta ese punto de entrada a lo desconocido, y terminamos ahí porque nos aterra la idea de no saber qué vendrá después. Pero la existencia, vista desde este ángulo, es mucho más que eso. Es una de tantas. Es parte de un todo y no el todo. El final no es el final.


Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

14 de marzo de 2007

Mañana en el Barrio Chino.

Una brisa fría viene del oeste. Para eso está el abrigo, con todas sus cremalleras y botones, y los guantes de piel sintética. Hay pocas gentes en las aceras todavía, pero eso no será por mucho rato. Todo empieza a moverse con la luz que rebota de pared en pared.

Sube una ráfaga de exhalaciones de uno de muchos respiraderos subterráneos. Pasa el tren escandaloso por debajo y tiembla el piso a su paso. Los carros zumban, antes del próximo cambio de luz.

El Bowery, un parque que existe tanto en el Nueva York material como en el de ficción, abosteza y se estira. Los primeros peatones recorren su costillar de concreto. Chinatown despierta. El chillido de los frenos de los autobuses públicos sirve de despertador.

Un negociante hala el portón metálico que protege los cristales de su tienda. Se oyen las cajas de bola que crujen sobre sus rieles. Otros portones tienen otras voces.

Los vendedores de los puestos de verdura, de frutas, de pescados y mariscos, acomodan sus cargas. Uno de ellos lleva una carretilla en la que transporta un gran pescado de cabeza gorda. Aletea todavía. Lleva en una bolsa unos sapos regordetes que se pisan unos a otros. Pelean por escalar hasta el tope de la funda. Probablemente ignoran que pronto colgarán de las patas a la entrada de una tienda de exquisiteces.

La brisa fría se pierde entre el gentío. En el Bowery se juntan unos veinte a treinta cuerpos. Visten payamas. Uno trae un radio portátil, que pone sobre unos escalones. Desde los altavoces suena una música resbalosa. Ellos se mueven con extrema lentitud. Levantan los brazos como si sostuvieran grandes esferas en sus manos vacías. Se inclinan y a veces se sostienen en un pie. Doblan las rodillas. Miran hacia el cielo manchado de la ciudad.

Tras una pared unos jóvenes castigan una bola de ule a manotazos. La estrellan contra la pared. Se calientan con el juego de handball mientras llega el autobús escolar.

El sol se impone sobre el horizonte que forman los techos de numerosos edificios. Otro día empieza, tal como ayer.

7 de marzo de 2007

El Principito en tres lecturas.

En aquel entonces, me lo prestó un amigo, que lo recibió de regalo de un familiar. Era un librito pequeño que, por fortuna, tenía dibujos.

Empecé por la primera página sin mucho interés en seguir adelante, pero pronto la sencillez del lenguaje y la voz amistosa del narrador me capturaron. El relato inicial de un niño, que hacía unos dibujos que los adultos no entendían, me llegó muy cerca. Después de todo, yo tal vez tenía siete u ocho años.

Estaba leyendo mi primer libro de ficción.

El Principito“Le Petit Prince”, el libro de Antoine de Saint-Exupéry conocido en español como “El Principito”, sería algo así como mi primer beso en términos literarios.

Lo devoré con fascinación y sin entender muy bien el concepto de ficción. Me parece que creía que, aunque los adultos le llamaran a esto “ficción”, que para mi era lo mismo que decir “mentira”, había un entendimiento entre el narrador y yo de que aquello era verdad.

Me tocaron algunas líneas como aquella de que lo esencial es invisible a los ojos. Me encantó la explicación de que lo que hace que una rosa, una mascota, o una relación, sea especial es el empeño que uno mismo pone en cuidarla. Pero, sobre todo, me sentí hermanado con el tema más amplio del libro: Era una crítica a los adultos y sus asuntos de importancia -- ese tipo de cosas como el empleo, la cuenta de banco y las apariencias -- que al fin y al cabo nos joden la vida, como vocifera Ricardo Arjona en una de sus canciones arrebatadas.

Es curioso, pero cuando llegué a Estados Unidos, varios años después, el primer libro que tuve que leer en mis clases de inglés fue precisamente “The Little Prince”. Lo volví a disfrutar en otra lengua. Encontré en sus oraciones sencillas y en los dibujos un refugio que me era familiar.

Vuelvo a tomar el libro muchos años después, pero ahora me siento junto a la cama a leérselo a mis niños. Ya no es igual. Ahora me parece muy simple y algo predicador. Los personajes son unidimensionales e inverosímiles. La trama es un armazón para empujar ciertas ideas. Y el final resulta fatal.

Toda la prosa se lee perezosa. Esta vez no se humedecen mis ojos.

Pero tampoco me impresionaría mucho si se repitiera el primer beso.

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