19 de febrero de 2006

El espíritu de gozo en una bolera

No sabía qué esperar de los luteranos. Conocía muy poco de ellos, a pesar de que son la rama del cristianismo que se desprendió de una de las rebeliones más importantes de la historia occidental. Hablo de la Reforma que originó el teólogo Martín Lutero a partir del siglo dieciséis, cuando criticó las práctica de vender indulgencias a cambio de la salvación y cuestionó otros principios de fe dentro del catolicismo todopoderoso de la época.

Es a Lutero a quien debemos todas las tradiciones protestantes que se separaron del catolicismo y es a Lutero a quien debemos la disponibilidad en idiomas de uso común del conjunto de textos que se conoce como la Biblia -- base de numerosas interpretaciones, así como también (nos guste o no) de la moralidad de todas las naciones de América, muchas de Europa y otras alrededor del mundo.

A Lutero, en fin, le debemos el resurgimiento del cristianismo como un movimiento mayor que el catolicismo. El luteranismo es, pues, la versión evolucionada de la fe que Lutero vislumbró cuando inició su separación de la tradición eclesiástica a la que él mismo perteneció.

Pero nunca imaginé el luteranismo de esta manera, más cercano al talk show televísivo que al púlpito tradicional. Asistí hoy a la Iglesia Luterana Espíritu de Gozo (“Spirit of Joy Lutheran Church”) al este de Orlando, escogiéndola al azar para iniciar --según anticipé en una nota reciente-- esta exploración del deseo de pertenecer que nos atrae desde tiempos inmemoriales a los templos. Lo que me atrajo de esta iglesia en particular, a la hora de comenzar esta excursión espiritual, fue la conveniencia de horario y que ofrecían un “servicio contemporáneo” al que especifican que se asiste en ropa casual y, por lo tanto, en una atmósfera un tanto más relajada que la que se asocia con las iglesias.

Para alguien que no asiste por gusto a cualquier iglesia en algunos dieciséis años, como yo, se vuelve un reto traspasar siquiera el umbral de un templo, y aún mucho más comprometerse al rigor del servicio, a las miradas extrañas e, incluso, a ceder a la posibilidad de que crees en algo. Me perturbaba la posibilidad de que se esperara de mi alguna especie de conversión.

Desde que llegamos (digo “llegamos” porque esta es una exploración en la que participo con mi esposa e hijos) al estacionamiento hasta que cruzamos la puerta y nos escondimos en algún lugar de la librería supimos que los demás nos reconocían como extraños -- y nos trataban con una amabilidad realmente sospechosa. Me dieron tantos buenosdías que para cuando llegamos al interior ya no los contestaba. Simplemente sonreía. El evento era tan casual que nosotros -- acostumbrados a la ropa dominguera de la cultura católica -- éramos los mejor vestidos, aún en nuestra versión casual. No digo esto para alardear, sino porque era otra de esas señales que anunciaba nuestra extrañeza.

La amabilidad que nos atosigaba era más notable porque todos se ponían etiquetas en las que figuraba el nombre, de manera que los saludos ya no eran los simples buenosdías, sino “Buenos días, VICTOR. Bienvenido a la iglesia”. El pastor, Jeff Linman, nos saludó personalmente. Definitivamente, no había manera de pasar desapercibidos.

Sin embargo, no duró la incomodidad. Una señora de claros antecedentes alemanes, como el mismo Lutero, nos puso conversación -- y resultó que teníamos en común la procedencia de estados más fríos y la estadía anterior en un pueblecito del oeste de Virginia que se llama Roanoke. Hablamos un rato de la iglesia, de Roanoke, del once de septiembre. Lo bueno de esa conversación, que a mi me pareció genuina, es que en ningún momento se discutió el enredo la fe.

Nos enteramos que la iglesia en que estábamos fue una bolera hasta unos meses atrás, y que la congregación trabajó para transformarla en un templo, con escuela dominical y guardería incluidas. Eso me explicó porque dos bolos dorados decoraban un mostrador (ya pensaba yo que los bolos no eran ningún símbolo cristiano) y me hizo sentir admiración por la pequeña congregación.

Lo interesante fue el servicio. Entramos a lo que antes eran los carriles para el boliche, ahora transformados en una rampa que descendía hacia un sencillo altar -- una mesa de madera sin otras decoraciones que un par de velas y una cruz sin ornamentos. Encima del altar había una pantalla que constituía parte de un sistema audiovisual, y a los lados del altar el equipo de música de la iglesia, con baterías, guitarras eléctricas, un piano y la línea de micrófonos tras los que se presentaba un coro de tres personas. La música irrumpió con una alabanza animada hacia la fe, mientras en la gran pantalla se proyectaban imágenes de cataratas, montañas y horizontes llenos de color, luz y armonía.

A eso se añadió el estilo relajado del pastor, que en un momento tierno se recostó sobre el piso para charlar con los niños. Les comentó en lenguaje sencillo sobre el que sería el tema de su sermón: ¿Por qué cielos estamos en la Tierra?

Tamaña pregunta.

Es de esperarse que el pastor dijera que Cristo es el único que puede contestar ese cuestionamiento, pero no lo dijo de una manera muy insistente ni textual. Explicó luego que empezaba una serie de exploraciones en torno al tema, fundamentadas en uno de los libros más vendidos de los últimos dos años en Estados Unidos: «Una vida con propósito: ¿por qué estoy aquí en la Tierra?» («The Purpose-driven Life: What on Earth Am I Here For?») del también pastor Rick Warren -- aunque ese lideréa una iglesia bautista (es decir, no luterana) en el sur de California.

Puede parecer chistoso, pero el pastor de esta iglesia respondió a ese cuestionamiento existencial con una imagen que sacó de los dibujos animados, nada más y nada menos que de Popeye, el marinero comespinacas. Contó como entre Popeye, Olivia y Brutus existía una tensión en la que Brutus siempre llevaba a Popeye hasta el punto de que aquel reventaba y decía que “no podía aguantar más” (“...can't stands this no more”) y en base aquel impulso (¿de desesperación?) se convertía en el héroe que salvaba el día. Un héroe titubeante. Si nos falta propósito en la vida, decía el pastor, tenemos que mirar de igual manera a los desarreglos del mundo que no podemos soportar (ya sea la pobreza, la guerra, la injusticia, para poner unos ejemplos) y que en eso que nos agita encontraremos un propósito para batallar, dar lo mejor de nosotros y, en fin, servir por nuestras acciones la gracia de Dios.

Nunca imaginé esta actitud de los luteranos, a quienes por la seriedad de su fundador (y los chistes que de ellos se dicen por otros lados) yo concebía como un grupo de personas rígidas y aferradas a la interpretación del texto. Encontré todo lo contrario: una disponibilidad a mirar hacia otros lados (incluso hacia iglesias “rivales” como los bautistas o hacia fuentes tan triviales como un viejo programa de dibujos animados) para encontrar la inspiración. No sé si esta es la norma de los luteranos, tampoco si era lo que Lutero tenía en mente, y desconozco si este es solamente el ambiente del templo que antes fue bolera, pero para mi fue una experiencia refrescante -- que por momentos me hizo pensar en una fe tolerante y abierta a otras interpretaciones de la vida.

El pastor, además, formulaba las preguntas correctas, porque si hay algo que debería competerle a una iglesia es qué cielos hacemos en este mundo, por qué estamos aquí, quiénes somos. Lo único que me disgusta es que a esa exploración se le condicione a una sola respuesta posible.

A pesar de eso, cuando llegó el momento de tomar las manos de otros en oración lo hice sin dudas. Visualicé de nuevo esas montañas, esos cielos y esas cataratas que se veían en la pantalla cuando la canción de entrada hablaba de Dios.



“¿Qué quiere decir tener un dios? ¿O, qué es Dios? Respuesta: un dios significa aquello de lo que esperamos toda bondad y en lo que buscamos refugio en horas de desesperación, de manera que tener un Dios no es nada más que confiar y creer en El con todo el corazón; como he dicho con frecuencia, que sólo la confianza y la fe del corazón hacen tanto a Dios como al ídolo”.

Martín Lutero.





Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

9 de febrero de 2006

El deseo de pertenecer

La religión es uno de los temas más incómodos para mi. Me fastidia que alguien me pregunte a cuál iglesia pertenezco, igual que me importuna cuando alguien quiere que le revele mi salario. La razón es porque quienes hacen esas preguntas en la mayoría de los casos lo que quieren es juzgar. Quieren determinar el valor de la persona con quien hablan.

Lo peor es que no quieren respuesta. Son como el vendedor que busca un enganche -- igual que una señora que me detuvo el otro día en el estacionamiento del supermercado:

-- Hijo, ¿no te gustaría vivir en un lugar como este? -- me preguntó.

Levantaba una revista para que la viera. Mostraba una escena en la que hombre, mujer y niños reposaban sonrientes alrededor de leones, tigres y fieras apacibles. Estaban de picnic en un campo abierto. Había todo tipo de alimentos sobre un mantel. El cielo se veía resplandeciente.

-- No --le dije de una vez--, no quiero vivir en un lugar como ese, porque ese lugar no es nada más que un dibujo.

Otros exhiben todo el interés de sacarme de las llamas del infierno. Lo que molesta no es la buena voluntad, sino que ellos suponen que quienes no siguen su religión de misa y domingo están condenados.

Aprecio los mitos de varias religiones, pero me deshice hace tiempo de la idea de que un grupo tiene los derechos reservados a la verdad. Todos tenemos derecho a la dicha espiritual.

Y, sin embargo, a veces siento la necesidad de pertenecer a algo mayor que mi mismo, porque estamos hechos para la vida en comunidad. Las iglesias son unos de los pocos lugares que suplen esa necesidad en un mundo cada vez más fragmentado.

Solamente por eso me atraen.

Aun así, no satisfago el requisito de la fe ciega. Es por eso que, después de muchos años, asistiré pronto a servicios religiosos, pero sin que nadie me posea. No iré a quedarme en ningún lugar. Un domingo iré a la católica y otro a la espiscopal. Un día a la metodista y otro a la luterana. Un día a la pentecostal y otro a la bautista. Iré quizá a una mezquita y a un templo budista.

No sé hasta cuándo. Hasta que pierda el interés. Y compartiré aquí las observaciones que resulten de esa excursión.


Las paradas de la excursión:



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