26 de noviembre de 2006

Mi bicicleta y yo.

Acabábamos de ascender una colina y estábamos en la calle que desembocaba en casa, cuando mi mamá me preguntó por qué no trataba.

Tenía miedo de caerme. No quería ensuciar el turquesa que brillaba sobre los tubos de mi nueva bicicleta. Era perfecta, y nueva.

Hace algunos veinte años de eso. El niño que yo era lograba un sueño. Junté algún dinero que me enviaron mis tíos y tías desde Nueva York con otros pesos que tenía mi madre y fuímos hasta la ciudad a obtener aquella BMX.

La escogí por el color: hasta sus ruedas eran azules. Preguntamos el precio. Costaba unos diez o quince pesos más que lo que esperábamos, pero yo estaba enamorado de ésa. Mi mamá sacrificó otros billetes y añadió la diferencia. Acepté el timón, tembloroso, de manos del vendedor.

Me sentía el niño más dichoso del mundo.

Media hora después, me encontraba al tope de la calle de mi barrio, con un zapato en el pedal y el otro en la tierra. Mi mamá esperaba mi demostración. Una vecina que advirtió la escena se detuvo en su marquesina para mirar.

Traté y tambalié. Tuve que bajar los dos pies. La vecina se rió. Traté otra vez. Pedalié algo más. Tambalié de nuevo, pero me enderecé. Tensioné los brazos y apreté las manos con todas mis fuerzas. La bajada me dio impulso. Ahora no me podía detener. Las ruedas rebotaban sobre el pedregal de la calle. Iba desbocado. Mi mamá quedaba detrás entre la nube de polvo.

Alcancé a ver el celaje de otra vecina que me saludaba desde atrás de una alambrada, pero yo no tenía ni la menor intención de soltar el timón.

Allí, en plena calle, supe que me encontraba completamente solo. Nadie me podía ayudar. El asunto era entre mi bicicleta, las piedras de la calle, y yo.

Descubrí el freno a tiempo para no estrellarme al fondo de la calle y torcí el timón lo suficiente como para entrar disparado hasta el patio de mi casa. Tuve la suerte de que el portón estaba abierto.

Por fin, yo tenía bicicleta. No tendría que mendigar ruedas ajenas. Podría irme por las calles del barrio, y más allá, en ella. Podría precipitarme por alguna bajada y saltar montículos de tierra. Podría enseñarle a montar a las muchachas. Todo sería diferente.

Y lo fue. Me estrellé muchas veces. Llegué a subir en ella hasta a dos niños, uno sobre el tubo y otro parado sobre las tuercas traseras, mientras yo pedaleaba. Esa fue una de las ocasiones en que me estrellé -- de lleno contra un matorral.

Viví aventuras con ella, como aquella tarde que me persiguió un toro, o aquella otra en que atropellé a un niño que corría por el parque, y volví a escapar en ella cuando una multitud me quiso apresar. O cuando la usé para asistir a mi primera cita con una muchacha. Mi bicicleta y yo.

La vendí dos o tres años después, cuando la pubertad hizo estragos en mi niñez. Me interesaban otras cosas, como la ropa que podía comprar con los pesos que me pagaron. El niño a quien se la vendí fue más desafortunado. Se la robaron la siguiente semana, sin que llegara a montarla más que unos días.

Pero he vuelto a ser niño: veinte años después compré otra. Es una bicicleta montañera, la versión para adultos de mi añorada BMX. Esta se llama NEXT, que significa “próxima”. También es azul, aunque azul oscuro. Es un regalo de mi esposa. Ella y mis niños me acompañaron a comprarla. Me sentí dichoso, como aquella tarde.

Me encontré al día siguiente en otra calle, pavimentada y solitaria, listo para estrenarla en las horas del amanecer. Subí un pie en el pedal y arranqué, esperando esa ligereza que sentí tantas veces al arrojarme por terrenos torcidos. Volví a tambalear, como la primera vez. Perdía el control. Tensioné los brazos y apreté. Sentí mucho más peso, como si arrastrara todo el pasado, y sufría la preocupación de hacer el ridículo. Pero ya estaba sobre la bici.

Me enderecé, pedalié y seguí. Sentí la tensión en los muslos y algo de cansancio, prematuro diría yo. Quise arrepentirme. Di una pedalada y luego otra. Recordé a mi madre. A la mujer que miraba. A la otra vecina que me saludaba aquella primera vez. A mi esposa y a mis hijos. Doblé hacia otra calle, y luego otra, y nuevamente me encontré solo, con mi bicicleta y la calle.

Me puse de pie sobre los pedales. La brisa me llenaba el rostro y me provocaba una sonrisa.

22 de noviembre de 2006

Claroscuro: cara a cara a Rembrandt.

De pintura sé poco. Mas no se necesita técnica para reconocer lo extraordinario.

Lo experimenté hace poco, cuando cayó en mis manos un libro, que probablemente es un texto educativo para clases básicas de artes plásticas. Trata del pintor Rembrandt Harmenszoon van Rijn. Mejor conocido como Rembrandt. El tratado es un compendio a manera de introducción, escrito por Kenneth Clark.

Había visto obras de Rembrandt. Casi todos le conocemos, aunque no lo sepamos. Las imágenes que él materializó de entre sombras y luces son parte de la conciencia de la humanidad. Pero no es lo mismo conocerlas de paso que detenerse ante los ojos del artista en sus autorretratos. O descubrir el detalle que se oculta en las sombras de alguna escena. O espiar aquella mujer que --siglos después-- todavía se baña.

La maestría con que plasmaba los rostros, sin ningún juicio moralista que ahora pudiera resultar anticuado, supera en pasión a la fotografía. Pero hay algo más. Es como una aceptación de que se está de paso por la vida.

Uno está ante un genio.

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