11 de septiembre de 2006

Once de septiembre: el vértigo de la cercanía.

La ciudad de Nueva York era mi hogar. Yo había caminado por el interior de esas torres. Me había sacado todas las pertenencias de los bolsillos para pasar por los detectores de metales, instalados a las entradas desde la bomba de 1993. Había tomado el ascensor hasta el piso ochenta y tantos. Había sentido, allí adentro, la inestabilidad de la altura. Alguna vez vi, desde una de esas oficinas, la silueta cortante de Nueva York. Sentí vértigo.

Estuve también en el búnker de seguridad. Un huracán pasaba por la ciudad aquella tarde de domingo. Creo que era el Huracán Bertha. Las torres se sentían invencibles ante la lluvia y el viento. Creo que aquella vez escuché de alguien el estribillo popular de que las torres estaban hechas para sostener el impacto de un avión a reacción. Era el tipo de jactancia común a la ciudad: somos la ciudad más famosa del mundo; tenemos más rascacielos; tenemos el mejor sistema de trenes subterráneos; somos la capital del mundo; nunca dormimos; somos invencibles; somos, en fin, Nueva York.

Esa fortaleza no era del todo cierta. Yo lo sabía. Cualquier neoyorquino lo sabía.

Todos conocíamos la sensación de claustrofobia que nos asaltaba a veces -- ya fuera al cruzar uno de los túneles subacuáticos; tal vez atrapados en tráfico sobre alguno de los grandes armazones de los puentes; o aperchados a la ventana de algún coloso de ladrillos y armazones metálicos. Una ciudad de esas proporciones se prestaba al desastre. Todos lo sabíamos.

Fue horrible lo que sucedió el once de septiembre. No menos horrible que todos los desastres que se dan en distintas latitudes del mundo, pero más real para aquellos de nosotros que vivíamos allí, engañándonos a sí mismos entre aquella aura de arrogancia. No es lo mismo, por ejemplo, ver los edificios triturados del Líbano que saber que una de las paredes tenía losetas blancas y negras, o que en una de sus oficinas había una secretaria simpática que regalaba dulces, o que la persona que limpiaba los baños del piso noventinueve era un amigo de la familia.

Uno puede decir que alguna vez estuvo allí. Uno puede dar testamento de que la destrucción fue real. Uno sabe que muchas vidas se sacrificaron a ideas malsanas. Quedó el hoyo en la tierra como muestra.

Para muchos verdaderos neoyorquinos este aniversario es diferente de lo que vemos en televisión. Yo, de hecho, me he negado a ver el espectáculo. Dejé que pasaran los años y nunca regresé a la llamada "zona cero". Ni pienso regresar. No entendí a los turistas que pronto llegaron a ver el pus de la civilización.

Al marcarse el quinto aniversario no me interesan los ceremoniosos momentos de silencio, ni las listas de nombres, ni los discursos. Tampoco las películas que cuentan el heroismo. Mucho menos las guerras que prometen el opuesto de la guerra.

Más que recordar, necesitamos aprender.

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