2 de mayo de 2006

Un lugar para ser humanos.

La poetisa Emma Lazarus imaginó un refugio para el mundo: un lugar en el que no importara el origen del ser humano.

Ese lugar no sería el imperio que se basaría en las conquistas militaristas de antaño, sino en una compasión que trascendería los intereses de la comodidad y el poder.

Eso lo plasmó ella en un poema, dedicado a la Estatua de la Libertad, aunque parece que es la estatua la que se dedica a esos versos. La estatua existe. El símbolo está allí, en el puerto de Nueva York. Yo mismo he visto sus dedos de cemento verde. Caminé por sus adentros hasta los predios de la antorcha.

Recuerdo algo de la emoción con que José Martí, aquel otro gran poeta del mundo, relataba los hechos del veintiocho de octubre de mil ochocientos ochentiséis, cuando se inauguró la estatua. Leí ese ensayo periodístico una noche que, por causalidad y no casualidad, el avión en que regresaba a casa sobrevolaba la señora estatua. En él, Martí decía que aquellos que tienen la dicha de la libertad no la conocen y que todos tienen que dejar de hablar tanto de ella para conquistarla, porque es un bien que se pierde.

Allí, más cerca de los dedos grandes de la estatua, leí otra tarde aquellos versos de Emma Lazarus, que aquí comparto, porque no tienen bandera ni tiempo.


El nuevo coloso.
Emma Lazarus.

No como el broncíneo gigante de helénica fama,
con sus conquistadores miembros de tierra
a tierra encajados;
aquí en nuestro crepúsculo del mar bañado,
puentes se afirmarán.
Poderosa mujer con antorcha,
cuya flama es a los prisioneros luz,
y Madre de los Exilios es su nombre.
En su mano el faro refulge a todo
el mundo la bienvenida,
de sus suaves ojos bajo el mando.
Y en el aire tendido el puerto, puente que
mellizales ciudades fragua.
‘Guarden sus antiguas tierras, sus historiadas
pompas’, ella grita.
‘Dénme a mí sus cansados, a sus pobres,
a sus masas apretadas, que anhelan respirar libres,
los miserables rechazados de sus prolíficas costas.
Envíen a esos, a los desahuciados, arrójenlos a mí,
¡que yo elevo mi faro junto a la dorada puerta!’


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