14 de abril de 2006

Viernes Santo, un año atrás

Hace un año escribía yo -- aquel yo -- una carta a alguien, en Viernes Santo, y esto fue lo que salió, que no es lo que saldría si lo escribiera hoy:

Es viernes santo y, aunque no creo en nada, recuerdo aquel espacio de mi niñez en que el ambiente trastocado de la fe me hacía creer que este día realmente era especial. Era el único día del año en que las emisoras de radio silenciaban la cacofonía de merengues para poner música de muertos, como le decíamos entonces a los clásicos. Ese día no se trabajaba, ni siquiera para barrer el polvo fino que se asentaba en la madera oscura de las mecedoras. Ese día comíamos habichuelas con dulce y galletitas de leche. Ese día nos portábamos bien y guardábamos luto. 
Se decía que si en ese día se arrancaba de raíz una planta que se llama “Cardo de Cristo” saldría sangre de sus raíces y tallo espinoso. La sangre de Cristo. Ese día la misma tierra estaba viva y tenía uno que cuidarse de no pisar muy duro para que no le doliera al ser sagrado que la habitaba.
Aquello parece otra vida que tuve hace siglos, aunque no hace tanto. Y es tal vez en esa vida donde se encuentran también mis raíces narrativas. Una parte de mi todavía ve el mundo como un gran ser vivo que está lleno de misterios. La otra parte, tallada por más de una década de experiencia periodística, es completamente escéptica y hasta cínica.

Escribo desde esos dos polos, sin que haya todavía un balance.


Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

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