30 de abril de 2006

Lo que una pequeña princesa sabe de la vida.

Casi me da vergüenza admitirlo, pero hay una historia de niños -- y podría decirse de niñas-- que me cautiva. Tanto que he visto más de cuatro veces su magistral recreación en película por el director mexicano Alfonso Cuarón. Es «A Little Princess» («Una pequeña princesa») de Frances Hodgson Burnett, una lumbrera de las letras inglesas a quien se conoce más por su obra «The Secret Garden» («El Jardín Secreto»).

En ella se narra la historia de Sarah Crewe, una huérfana de madre e hija de soldado inglés que, después de vivir en la India, queda internada en un colegio de Nueva York, mientras su padre va a la guerra. La niña, cuya imaginación se nutre de los mitos hindúes en torno al dios Rama, queda bajo el cuidado de la directora de la escuela -- una mujer realista y amarga.

Toda la tensión del drama, cuyos detalles no revelaré para quien se interese en verlo o leerlo, se fundamenta en la lucha entre el pragmatismo de la directora de la escuela y la imaginación optimista de la niña; entre la rigidez de las normas sociales y el simple gozo de vivir; entre la división de clases y el reconocimiento de una hermandad común.

Es una historia que tiene, más que estereotipos, sus arquetipos. Es, hasta cierto punto, la historia de cada uno de nosotros ante las crueldades de la vida.

La cuestión crucial de esa confrontación parece ser esta: Al final de cuentas, tenemos una versión de la vida que creemos posible.

23 de abril de 2006

Un vacío lleno de formas.

“La pianiste” es una película horrible. Deja un sabor amargo en la conciencia y un deseo de no desear nada; eso, aunque se presenta como la historia de pasiones secretas.

Resulta que las pasiones y las crueldades son hermanas, y se expone en este filme una gran contradicción: la rígida disciplina que exigen las bellas artes para ser bellas. Un pianista, una pianista, deben someterse a la tortura de numerosas prácticas; a la reproducción estricta de la composición; a la precisión de tono, tempo y temperamento, para que la música sea. Lo mismo sucede, con otras formas, en las demás artes.

En “La pianiste”, un filme francés que salió en 2001, se expone ese sometimiento del artista a su arte, hasta el punto de que el artista pierde algo de la experiencia humana en la búsqueda de la perfección de expresión. En este caso, la represión que resulta se extiende a la vida de relaciones de la maestra de piano que es el personaje principal, una mujer de apariencia clásica con ansias sexuales insatisfechas que se convierten en aberraciones y la llevan a la enajenación.

Esta preocupación del artista por la belleza, qué es. ¿A qué tanto empeño? ¿Es simple exhibicionismo? ¿Deseo de aprobación? ¿Un vacío lleno de formas? ¿No es el arte, después de todo, artificio y, por tal, artificial?

La película lo muestra así. En la repugnancia que genera, con uno de los desenlaces más antirománticos y antiheroicos que se puedan concebir, está su logro. Para aquellos de nosotros que aspiramos a la expresión --llámese musical, plástica o literaria-- es una advertencia. La belleza no le pertenece a las formas, aunque vista su ropaje.

16 de abril de 2006

El diseño divino en pantalla de plasma

Se deslizó una compuerta por encima del altar, como sucedería en un episodio de ciencia-ficción, a lo Star Trek. Detrás, dos hombres, vestidos en blancas sotanas, estaban inmersos hasta el pecho en una alberca de cristal.

Uno de ellos, un diácono, ayudó al otro a sumergirse de espaldas. Lo vimos hundirse y emerger sonriente, con el agua a chorros.

Acababa de cumplirse el rito más importante de la religión bautista: el bautizo por inmersión, tal como ellos dicen que sucedió en los tiempos de Jesús.

No cuesta mucho concordar con ellos cuando profesan que ese rito es un acto simbólico -- y que, por tanto, no tiene sentido que un niño pase por el sacramento. Hay que tener uso de razón y una “edad de responsabilidad”, dicen ellos, para aceptar la salvación. Antes de que se fragüe ese juicio, a uno le pertenece el reino: interesante paralelismo a la enseñanza de Jesús y a la pérdida de inocencia del Edén.

El baptismo acepta las Escrituras como única autoridad. El pastor es alguien que las presenta. Los diáconos y miembros del consejo se escogen por sufragio democrático. Sus iglesias son cuerpos autónomos y apolíticos.

Y está la mejor parte: el principio de la libertad del alma. En el mundo bautista se considera, en rasgos generales, que cada cual nace con el derecho de escoger su culto, o de no escoger ninguno.

Esta autonomía operativa, razonabilidad de principios y aferración a la letra explican por qué los bautistas se encuentran mayormente en Estados Unidos. Es el tipo de credo que puede adoptarse sin resquemores en una nación que se forjó en base a este tipo de principios: libertad de fe; una Constitución casi infalible; y un deseo de supeditar casi todo a la razón.

Pero esta iglesia donde presencié el bautizo se parece demasiado al estadounidense promedio, hasta el punto de que no hace más que reflejar su mundo circundante.

El servicio que siguió a la ceremonia parecía un programa de esos que se conocen como “Reality TV”, la modalidad de entretenimiento que consiste en seguir las vidas de gente ordinaria -- comprimidas y dramatizadas a una conveniente hora de duración, y presentadas como si fueran alguna especie de juego. Como si toda la vida fuera un juego.

El altar no era altar, sino una réplica teatral de una casa, con muebles, televisión y armario de ropa incluidos. Sobre el escenario, se suspendían esas pantallas de plasma que muchos templos de vanguardia usan para acompañar sus servicios de entretenimiento audiovisual. La música no era de órgano ni piano, sino una combinación del pop melodramático y la rebeldía del Rock ‘n’ Roll. Solamente se necesitaba un par de porristas en falditas tachonadas para hacer religión estilo American Pie.

Sin dudas, esta iglesia evolucionada gusta. Los dos servicios de la mañana estaban llenos, mayormente de anglosajones en pareja. Y es tal vez porque a esta religión al estilo norteamericano no le faltaba el tinte paternalista de los libros de autoayuda.

Más que proveniente del evangelio, el tema parecía desprenderse de los libros de John Gray, aquel que dijo que los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus. “Ya sabemos que los hombres y las mujeres son diferentes, descubramos por qué”, decían los panfletos de la iglesia. Sería toda una semana para discutir el “diseño divino” -- que no es más que la historia de que Dios es un ingeniero que nos hizo (hombre y mujer, nos hizo) para que fuéramos lo que somos.

Uno de los temas en agenda para esa serie: Los sí y no de la moda.

Lo juro, hablo de una iglesia, aunque no parezca.

El pastor, más que dar un sermón mostró (en pantalla gigante y con sonido estéreo) su propio “reality show”, un cortometraje sobre un día en que él y su esposa invirtieron papeles. Y a él, por supuesto, le tocaron esas tareas del estereotipo femenino: hacer desayuno, llevar los hijos a la escuela y limpiar la casa, para terminar el día cansado y sin deseo de intimidad. Vaya sorpresa.

El único momento en que el pastor se acercó a alguna cuestión vital fue cuando se refirió a la tradición de “spring cleaning” de la clase media estadounidense, cargada como está --esta pobre gente rica-- por su pesado cuerno de la abundancia. Aunque sea a crédito. Hablaba de la “limpieza de primavera” que se da cuando las personas en esta situación de comfort miran el desorden de objetos que acumulan en sus casotas y --sintiendo tal vez un vacío de significado-- deciden simplificar sus vidas. Esto lo hacen botando o vendiendo lo que les sobra. Y otros, que están en la misma situación, les compran sus tiestos en “garage sales” o por Ebay; y los primeros compran las basuras de otros, de manera que, al final, todo queda igual de abarrotado. Salen unas cosas y entran otras.

El pastor decía que cuando uno mira el desorden que tiene en su garage no sabe por dónde comenzar, como suele sucedernos en la vida:

—¿Adónde comienzo? --decía-- La vida se vuelve tan desordenada a veces, por todas las cosas que acumulamos y arrastramos, que es difícil saber siquiera por dónde comenzar.

Pero en vez de explorar más esa cuestión, ese vacío, el pastor dejó que el coro cantara una alabanza mientras el público seguía las letras en las pantallas. Esta era su oferta, una mezcla de realidad manufacturada y karaoke espiritual.

Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

14 de abril de 2006

Viernes Santo, un año atrás

Hace un año escribía yo -- aquel yo -- una carta a alguien, en Viernes Santo, y esto fue lo que salió, que no es lo que saldría si lo escribiera hoy:

Es viernes santo y, aunque no creo en nada, recuerdo aquel espacio de mi niñez en que el ambiente trastocado de la fe me hacía creer que este día realmente era especial. Era el único día del año en que las emisoras de radio silenciaban la cacofonía de merengues para poner música de muertos, como le decíamos entonces a los clásicos. Ese día no se trabajaba, ni siquiera para barrer el polvo fino que se asentaba en la madera oscura de las mecedoras. Ese día comíamos habichuelas con dulce y galletitas de leche. Ese día nos portábamos bien y guardábamos luto. 
Se decía que si en ese día se arrancaba de raíz una planta que se llama “Cardo de Cristo” saldría sangre de sus raíces y tallo espinoso. La sangre de Cristo. Ese día la misma tierra estaba viva y tenía uno que cuidarse de no pisar muy duro para que no le doliera al ser sagrado que la habitaba.
Aquello parece otra vida que tuve hace siglos, aunque no hace tanto. Y es tal vez en esa vida donde se encuentran también mis raíces narrativas. Una parte de mi todavía ve el mundo como un gran ser vivo que está lleno de misterios. La otra parte, tallada por más de una década de experiencia periodística, es completamente escéptica y hasta cínica.

Escribo desde esos dos polos, sin que haya todavía un balance.


Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

6 de abril de 2006

El cristianismo no es lo que parece

Los noticieros del mundo amplificaron hoy el anuncio de la traducción del Evangelio de Judas, un documento antiguo que estuvo en manos de coleccionistas. La causa de alarma es que este escrito apócrifo —que no debería significar “falso” sino “secreto”— presenta una versión distinta del drama cristiano: una en la que Judas no es traidor, sino tal vez el discípulo más comprometido — porque desempeña un papel crucial y acordado para que se cumpla lo que se tiene que cumplir en la inmolación del Mesías.

Esto no es nada nuevo. Hace décadas que existe una nutrida colección de evangelios apócrifos que se descubrieron en Nag Hammadi y presentaron al movimiento cristiano primitivo a través de los evangelios secretos de Tomás, Juan, e incluso María Magdalena. Se sabía que el de Judas existía. Ese era el gnosticismo de la era formativa del cristianismo, un misticismo de diversas visiones que en última instancia enfatizaba el derecho del ser humano a experimentar la verdad divina en sí mismo.

En el campo del ensayo existe un libro mayormente desconocido, del escritor dominicano Juan Bosch, que me pareció brillante en su tiempo. Se titula «Judas Iscariote, el calumniado», donde Bosch presenta una trama alternativa del discípulo que las iglesias aprendieron a odiar. Allí decía Bosch que “el amor une, pero no fanatiza; lo que fanatiza es el odio”. Asunto para reflexionar.

¿Y qué tal la interpretación literaria (y visionaria) que ofrecía el novelista Nikos Kazantzakis en su obra «La última tentación de Cristo», que se convirtió en una película condenada por los quemalibros?

En ella, Jesús instruía a Judas, diciéndole (es mi traducción del inglés):

“No grites, Judas. Este es el camino. Para que el mundo se salve, yo, de mi propia voluntad, debo morir. En un principio yo mismo no lo entendía. Dios me ha enviado señales en vano: a veces visiones en el aire; a veces sueños mientras duermo; o el cadáver del chivo en el desierto con todos los pecados de la gente alrededor de su cuello. Y desde el día que salí de la casa de mi madre, una sombra me ha seguido como a un perro o a veces ha corrido frente a mi para mostrarme el camino. ¿Cuál camino? ¡La cruz!”


Este tipo de sugerencia ya se encontraba también en esos escritos secretos del cristianismo que quedaron excluidos del canon que aceptan —ciegamente, diría yo— las iglesias.

Ahora los estudiosos de estos asuntos confirman, en base a manuscritos antiguos, una versión parecida —y digo “una versión” no un relato cierto, porque todas las escrituras no son más que eso: versiones— a las de escritores como Bosch y Kazantzakis.

En fin: el cristianismo original se parecía poco al de ahora, porque admitía diversidad espiritual y no le quitaba al ser humano la dignidad de encontrar la salvación sin necesidad de intermediarios. Al contrario, la religión era para vivirla en carne propia.

Como decía Jesús en El Libro Secreto de Santo Tomás, otro de los evangelios suprimidos, al explicarle a sus discípulos el Reino de los Cielos:

“Qué vergüenza de ustedes que necesitan de un defensor. Qué vergüenza de ustedes que esperan necesitados de la gracia. Benditos sean aquellos que hablan y que adquieren la gracia por sí mismos”.


Pero los cristianos son los primeros que no conocen su historia — y, si la conocieran, yo sostengo que muchos no serían cristianos. A mi me ha inquietado hace décadas el hecho de que el cristianismo que tanto nos influye es una supresión del cristianismo original. Es una reducción y una dogmatización de la espiritualidad.

Ojalá y todo este revuelo sobre el otro Judas ilumine un poco a quienes se atreven a asegurar que la Biblia manufacturada de nuestros días, y los cultos que resultan de ella, son asunto infalible. Pero lo dudo. El fanatismo es demasiado fuerte.




Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

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