31 de julio de 2005

¡El agua está viva!

Hoy mis hijos jugaron a la entrada del garaje, mientras la lluvia se estrellaba en sus sonrisas. Pisaban charcos con sus chancletas de goma para que salpicara el agua. Correteaban, mientras yo los vigilaba desde el espacio seco del garaje. ¿Cuántas veces no fui yo quien corrió por las calles enlodadas de mi niñez mientras la tierra hervía de gotas? ¿Cuántas me deleite bajo algún caño que devolvía la lluvia a raudales?

Los miraba con el secreto deseo de unírmeles y saltar de alegría, pero no me permití el momento. ¿Qué dirán los vecinos? ¿Qué de mis pertenencias en los bolsillos? ¿Y la ropa, cómo quedaría?

Corría el peligro de ser loco.

Supongo que los niños me veían con igual extrañeza que yo a los adultos de aquellas tardes de aguacero. Se encerraban en sus casas como si la lluvia fuera dañina. Se cubrían bajo paraguas, porque les importaba más la ropa que la felicidad. Miraban a los niños desde lejos y tal vez se ponían nostálgicos, como yo.

Era una de las actividades más divertidas de mi niñez, igual que lo fue hoy para mis niños de tres y seis años.

“¡El agua está viva!” gritó el mayor.

Le dije que sí, que efectivamente el agua es vida.

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