3 de abril de 2005

Las aves de rapiña y la felicidad.

Salí con mi esposa y niños a aprovechar el sol de la primavera floridana. Anduvimos por un refugio de aves de rapiña, donde se recoge a los buhos, águilas, pavos y otros animales similares que sufrieron algún trauma físico o enfermedad. Se les atiende. A algunos se les opera. Los cuidan, y a aquellos que se recuperan los colocan con aves que le sirven de parientes adoptivos antes de reintegrarlos a la naturaleza salvaje.

Sobre los edificios de esta ciudad en que vivimos todavía vuelan águilas, cóndores, buitres y otras aves similares -- que descienden de sorpresa y pescan en los muchos lagos del área.

Hoy vimos esas aves muy de cerca, con sus plumajes brillosos, y conversamos con los cuidadores de aquel refugio. Los niños y yo disfrutamos del cosquilleo en las manos de un puñado de gusanos que constituyen el alimento de algunas de estas aves. Me impresionaron mucho un condor tuerto; un águila de cuello blanco que está loca por daños irreversibles al sistema nervioso; y un buho que cree que es humano -- porque lo primero que vio al nacer fue a un ser humano y se le quedó esa impronta. (Creo que estaba enamorado de mi esposa).

De alguna manera sentí que aquellos cuidadores -- guardianes que sanan y protegen a estos animales emplumados, sin importarles que esos mismos animales estén dispuestos a darles algún picotazo a las mismas manos que los alimentan -- desempeñan la misión instintiva que nos corresponde a todos los seres humanos: proteger la naturaleza salvaje.

Es decir, ser compasivos. Ser guardianes de la vida.

Por estos días he tenido un asunto en mi interior, como si fuera un objeto que cae en un pozo y desciende lentamente hasta el mismo fondo. Les hablo de la felicidad. O de lo que entendemos por felicidad -- la felicidad posible.

Y me encuentro ante el reto de saber cómo es el mundo, de saber que hay sufrimiento por todas partes, que hay agresividad en la naturaleza silvestre y en nosotros mismos, y de absorber ese saber sin que me envenene.

Me aclaró algunas cosas ese momento de esta tarde en que los cuidadores se aseguraban bien de cómo sostenían a las águilas o a los cóndores para evitar el picotazo, que desde el punto de vista racional podría considerarse un acto ingrato. Mas esos cuidadores no pensaban así. Su compasión hacia esas aves de rapiña surgía de una comprensión más profunda que lo simplemente racional.

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