26 de marzo de 2005

El don Quijote de todos

“Cuántas veces don Quijote,
por esa misma llanura,
en horas de desaliento
así te miró pasar.

Y cuántas veces te gritó
‘Hazme un sitio en tu montura
y llévame a tu lugar,
que yo también
voy cargado de amargura
y no puedo batallar'”.

Joan Manuel Serrat, «Vencidos».



En vista de que hacen cuatro siglos que se publicó «Don Quijote de la Mancha», me cuento entre aquellos que regresaron este mes a sus estantes de libros y desempolvaron sus ediciones de esta obra cumbre en que se cuentan las hazañas del ingenioso hidalgo.

Por todas partes de la Hispania, que así le llamaré a la tierra literaria que conocemos desde la Tierra del Fuego hasta los barrios hispanos de Nueva York, se celebran reuniones, lecturas, presentaciones y congresos que hacen ecos a las celebraciones en España.

Entre todos estos actos, incluyendo aquellos de elevados vuelos académicos, el más honesto, y a la vez el más revelador, es la lectura de la obra, ya sea por primera o sucesiva vez. Solamente así se descubre qué es lo que puede tener un relato que obviamente recorre los senderos de la ficción para que no solamente sobreviva a su autor, sino a los siglos, y así se convierta en un arquetipo de la experiencia humana.

La gran novela española sobrevive, ya en todos los idiomas que tienen literatura, desde mil seiscientos cinco hasta dos mil cinco. Es porque Miguel de Cervantes Saavedra se conectó en aquella cárcel de Sevilla donde escribió con por lo menos un gran aspecto fundamental de nuestra condición. Todos somos Quijotes en alguna parte de sí mismos, o queremos serlos, emprender el trote hacia aventuras que a la vez concuerden con un profundo sentido de la ética y la caridad humanas. Todos conocemos algún Sancho Panza, si no es que lo somos: hombres de pensamiento común que muchas veces, sin darse cuenta, tocan profundidades espirituales. Y existe, aún en estos tiempos de “empates” por chat rooms, acuerdos prenupciales, profilácticos y servicios de éscorts, el romance idealizado que a veces es caricatura de sí mismo, pero que también encierra el anhelo primordial que tenemos de amar y ser amados.

Todo eso y más es el Quijote, y por eso la obra no morirá mientras exista una literatura.

Pero hay algo más, que trasciende en mi caso a aquella primera lectura en la que anduve rodando por el piso de mi cuarto, muerto de la risa, porque me burlaba encarnizadamente de tan ingenuo y destartalado héroe. En esos primeros capítulos leí al Quijote como quien ve al Chapulín Colorado, otro gran personaje de la Hispania aunque en otro medio, sin darme cuenta de que entre risa y risa se colaban otras observaciones de mayor envergadura.

Y no sé si fue en alguna clase de literatura, o tal vez en alguna conversación con uno de mis profesores favoritos, que alguien dijo que en el Quijote cada cual lee lo que quiere leer y que esa cualidad le hacía una obra universal. Servía de espejo a las flaquezas y fortalezas humanas, como cuando el Quijote se enfrenta al caballero cuyo traje está hecho de espejos.

Es cierto. El Quijote no es solamente un soñador idealista, sino una entidad misma de ese mundo de las ideas que tanto le interesaba a Platón. En él se cristaliza una variedad de percepciones humanas, que dicen más del lector que del personaje. Esa ha de ser una gran aspiración de la buena literatura, servir de espejo, para que quien la lea se mire y se reconozca en ella a través de las situaciones y los personajes: algo así como un intricado juego de visualización en el que terminamos por ver algo de sí mismos.

De esa manera, lo que leí en mi primera experiencia del Quijote no es lo mismo que leí la segunda vez, ni lo mismo que leo ahora que emprendo una tercera lectura -- o tal vez una tercera salida como las del hidalgo caballero sobre su enflaquecido Rocinante.

He oido variadas interpretaciones, como éstas, derivadas de mis conversaciones respecto a la novela. Una profesora me dio la interpretación oficial de que era una burla del genero novelístico de caballerías. Alguien lo leyó como un tratado de la más profunda astrología y simbolismo esotéricos. Otra persona me decía que contenía joyas de conducta moral. Otros la ven como un simple reflejo de la España de la época. Alguien hasta vio en los caballeros señas de fraternidad masculina, sino de homoerotismo. Alguien más descubrió una renovación del viacrucis cristiano. Una mujer me decía que lo leyó como una crítica de la mentalidad enflaquecida de los hombres. Otros me decían que era un tratado revolucionario, que se oponía al establecimiento mediocre y burgués de la época. Otra persona me decía que parecía un análisis de la locura y, particularmente, de la esquizofrenia. Yo, francamente, en mi segunda lectura vi una novela iniciática que retrataba las luchas en el camino hacia la perfección espiritual. Pero, ahora, además de ver todas estas cosas que acabo de mencionar, descubro una novela que estudia y expone el mismo valor de la literatura, y por extensión del arte.

Se versifica, se pinta, se canta, se narra, para que el ser humano vislumbre algo del misterio de su propia vida.

5 de marzo de 2005

La mística de los escritores

Un escritor es alguien que sabe escribir y lo hace. Nada más. Pero en los medios literarios se trata a los autores consagrados como si fueran grandes guías de la humanidad, y semidioses de algún Olimpo desgraciado. Algunos genios habrá; otros escasamente serán estilistas, aunque están los que necesitarán ayuda siquiátrica.

De los escritores, sin embargo, se vende una imagen, que la mayoría de las veces bordea en lo misticoide.

Aparecen fotografiados en poses de profundo pensamiento, retorcidos casi como el hombre tieso de la escultura de Rodín, que una vez describiera Gabriela Mistral en su poesía:


Con el mentón caído sobre la mano ruda
el Pensador se acuerda que es carne de la huesa
carne fatal, delante del destino desnuda,
carne que odia la muerte, y tembló de belleza.


Y en las entrevistas se les rinde pleitesía, y se les formulan preguntas grasosas, que a veces tienen muy poco que ver con los libros que escribieron: ¿cuál es para usted el significado de la vida? Así ganan los escritores un púlpito de roca, desde el que bien pueden exhibir sus egos de pedantes, lucir su erudición, o en raras ocasiones compartir los asuntos vitales que les mueven a la escritura. La mayoría lo que hace es pavonearse, presas de toda la alcahuetería que se forma alrededor de ellos.

Mucha de la gente que devora libros se cree esa mística rara y trafica en historias oscuras sobre esos seres angustiados que enaltecen en sus mentes. Recuerdo alguna ocasión en que alguien me recomendaba a una escritora con ese tipo de motivaciones (que ahora exagero en mi memoria): Es una persona muy sufrida que desciende de una familia muy atormentada. Es huérfana de padre y madre, porque su padre murió en un accidente automovilístico y su mamá se suicidó. Cayó en el alcoholismo y las drogas, y ella misma trató de cortarse las venas varias veces.

A mi se me retorcía cada vez más la cara con cada capa de tormento, porque me preguntaba por qué querría leer a alguien que arrastrara semejantes martirios y confusión existencial. Además, se me dijo todo de su vida afanada y nada de la calidad y el contenido de su arte.

Lo que pasa es que los escritores, cuentistas y novelistas, adeptos en el suspenso y la hipérbole, aprendieron a ficcionalizarse ellos mismos y a hacerse interesantes. Se convirtieron en personajes de sus propias ficciones -- y el mundo de las relaciones públicas explota esas tragicomedias para vender más que libros, una imagen. La imagen que predomina es la del escritor atormentado, y tal vez algo cínico, que lleva la mayoría de las veces una vida bohemia -- es decir, que fuma, toma, tal vez usa drogas; si es hombre tiene muchas mujeres y frecuenta putas; si es mujer, es liberal y tal vez ultrafeminista, o, mejor aún, bisexual. Tal parece que no hay nada común ni corriente entre los que alcanzan el éxito literario. Todos tienen algún toque de desgracia, locura o grandeza.

Esta es una mística falsa, saturada por cierta idiotez a través de los siglos. No hay que destruirse para expresarse. No hay que “ensolver” --como decía mi abuelo-- el humo de la nicotina ni dejar que substancias alcaloides le carcoman a uno el cerebro. No hay que cortarse las venas y dejarlas sangrar lo suficiente como para aparentar suicidio. Nada de eso es arte, sino bellaquería. Nada de eso es vivir, sino prostituirse. Nada de eso es grandeza, sino pequeñez.

Y coincido con otros al decir que vivir en sí es un arte y, en el fondo, la más sincera expresión de lo que es ser humanos. Por eso soy tal que cuando veo un escritor en una de esas poses de ensimismamiento, con una copa o un cigarrillo humeante en la mano, se me van las ganas de leerle.

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