19 de febrero de 2005

El mundo termítico de los libros

“El miembro regular de un termitero nacía, crecía, se reproducía y roía hasta morirse. Algunas veces dejaba de roer tiempo antes de su muerte, pero este mismo hecho ocasionaba el fin de su vida pues al perder su dentición el comején estaba automáticamente condenado porque moría de hambre. En aquella sociedad se desconocían las leyes de la prolongación de la vida. Termita que moría, comida que quedaba para que otra la digiriera”.

«Las termitas» (cuento), Gloria Chávez Vásquez, Nueva York, 1976.


Sucede que las bibliotecas no son un santuario para todos los libros. Hay muchos que desaparecen para siempre de sus tramos y catálogos, como si jamás existieran. Hay otros que nunca llegan a las bibliotecas, víctimas de la selección natural de la que hablaba Darwin. El más popular vence y consigue un espacio en los anaqueles.

De hecho, los bibliotecarios, náufragos en un mar de títulos, se subscriben a publicaciones que categorizan, describen y hasta clasifican en listas de popularidad a los últimos títulos de las editoriales. Significa esto que la mayoría de los compralibros accede a una misma base de conocimientos y que, por lo tanto, los catálogos de varias bibliotecas tienen más o menos los mismos contenidos.

Ya se sabe, por ejemplo, de la infame lista que se publicó en norteamerica a final del siglo veinte para clasificar (quizás promocionar) las cien mejores novelas de toda la centuria. Muchos la criticaron, pero otros la imitaron y extendieron la clasificación más allá de los gustos norteamericanos para compilar los mejores títulos de la literatura mundial.

Así resultó que en la lista original, designada en base a las preferencias de expertos y repleta de títulos estadounidenses, la mejor novela fue «Ulises», de James Joyce, mientras que en otra lista de las preferencias de lectores resultó «La rebelión de Atlas» de Ayn Rand. Unos europeos reaccionarios le dieron el título de mejor novela a «Cien años de soledad» de Gabriel García Márquez. En las listas anglosajonas, dicho sea de paso, no apareció ni siquiera uno --repito, ni siquiera uno-- de los escritores hispanos del siglo, a pesar de que la novela moderna naciera en español con las aventuras del hidalgo caballero don Quijote de la Mancha (que, por cierto, en otra lista clasificó como la mejor novela de todos los tiempos).

Lo cierto es que los bibliotecarios del mundo se guían por estas listas, pero también por otras peores, que documentan con regularidad los títulos más populares. (Y hablando de eso, en Estados Unidos, los hispanos aparentemente se interesan primordialmente en los libros del sensacional Dan Brown, el autor del «Codigo Da Vinci»; en los escritos de personalidades de televisión como el ojos azules (o verdes) Jorge Ramos y la plásticamente reconstruida María Antonieta Collins; en las sexo-novelas de Isabel Allende; y en los libros de autoayuda, dietas o supuesta renovación espiritual).

Y esto me trae al punto original de que muchos libros pasan desapercibidos mientras se los come la polilla del tiempo, y otros que por la casualidad circulan por los anaqueles del mundo ceden su sitio a bestsellers como todas las traducciones y ediciones ilustradas del «Código Da Vinci». Es asunto de popularidad, que en nuestros días requiere la más de las veces que la trama esté repleta de inclinaciones esótericas, suspenso, sexo, drogas, celebridad o que al paquete lo apoye alguna campaña de publicidad muy sólida.

Tal vez por cierta aversión a estas tendencias mercantilistas, rescato cuando puedo los libros que botan las bibliotecas. Por falta de espacio y presupuestos, muchos de estos museos de ideas limpian las estanterías para abrir espacio a estos otros libros que se venden como pan caliente. Vuelvo al «Código Da Vinci» como ejemplo más reciente, pero podría citar otros de décadas pasadas, aunque lo cierto es que muchos de esos libros más vendidos pasaron de moda.

Pero tal y como el personaje de «La sombra del viento», una novela de Carlos Ruiz Zafón que se publicó el año pasado, he recorrido estos cementerios de libros que son las bibliotecas modernas, antes de que se entregaran varios tomos a las fauces de algún camión de basura. Esta práctica selectiva también me recuerda aquella escena en que los enemigos del idealismo de don Quijote queman las novelas de caballería. Y sorprende la cantidad de libros que en nuestros días de liberalismo político se encuentran camino al incinerador. Son víctimas del desinterés.

Las bibliotecas los regalan a aquellos que quieran reciclarlos antes de mandarlos a los basureros municipales. Una vez salvé una edición de cubierta dura de «La República» de Platón, considerada uno de los mejores trabajos del filósofo griego. Mi esposa llegó una tarde con «La Celestina», la tragicomedia de Calixto y Melibea que dejó el misterioso escritor Fernando de Rojas, y que dicho sea de paso sobrevive a las llamas y las listas de bestsellers por lo menos desde el año mil cuatrocientos noventinueve. Recogimos también una antología de prosa estadounidense; dos novelas del “lobo estepario” Herman Hesse; una recopilación autobiográfica de Evita Perón; un libro de tirada limitada del poeta español Luis Cernuda (aparentemente financiada por el mismo autor durante su estadía en Nueva York); y el tratado «Emilio o de la educación» del filósofo ginebrés Juan Jacobo Rousseau.

Iban a la basura. A los incineradores.

La razón: nadie los tomaba prestados de las bibliotecas donde ocupaban espacio nada más, aunque los libros del gurú de las estrellas Deepak Chopra requerían listas de espera.

No tengo nada contra Brown ni Chopra (ni Ramos, Collins y otras caras). De hecho, leí a ambos, pero para el buen lector bastan pocas explicaciones.

Los que más me llaman la atención, por una forma de compasión distorsionada, son esos libros que no fueron a ningún lado y cuyos autores no obtuvieron la celebridad instantánea. Ahora ni siquiera merecen sitios en las bibliotecas.

Encontré uno de esos en la Langston Hughes Public Library de Corona, un barrio neoyorquino. Lo pusieron a tostarse al sol de la entrada para que los salvalibros como yo los adoptaran antes de que llegara el camión de basura. En la portada vi el título, formado por trozos de madera vieja que desprendían aserrín. Se titulaba «Las termitas» y lo llevé a la casa junto a otros rescatados. Hará dos o tres años de eso, pero hasta ahora abrí sus páginas. Lo leí una tarde de estas, y francamente me encantó uno de sus cuentos, titulado «Sor Orfelina». El escrito «Las termitas» no estaba mal como fábula. Lo demás no tanto. Pero ese cuento de Orfelina era suficiente como para rescatarlo.

Había algo más, en la segunda página encontré una dedicatoria de la misma pluma de su autora, Gloria Chávez Vásquez, que según mi investigación es maestra en el sistema educativo de Nueva York. Está fechada el ocho de septiembre o el nueve de agosto de mil novecientos ochenticuatro, según se lean los números.

Se ve que escribió la dedicación con cariño, por los detalles estilizados de sus letras, a alguien que por lo menos tuvo el respeto y la delicadeza de no botar el libro y se lo regaló a la biblioteca.

Dice:

Para mi amigo
Tulio Mario
compañero de pluma
y de ESP en este
mundo termítico

Love

Gloria Chávez
‘84

13 de febrero de 2005

El espacio de la mente

En Nueva York prescindí de cualquier cosa que se llamara privacidad, porque carecía de dinero para comprarla. Viví con mi esposa y primer niño en un sótano de esos donde la sala era a la vez el comedor y la recámara. El baño era un estuche al lado de la cocina. Nuestra vista consistía de unas ventanillas rectangulares a la altura del cielo raso, desde donde divisábamos nada menos que los pies de los vecinos que frecuentaban los botes de basura.

Recibíamos a las visitas allí, y lo único que dividía la cama y la cuna de los muebles de la sala eran unas finas cortinas que colgaban del techo.

En tales condiciones escribí mis primeros cuentos, tecleándolos a veces en la intimidad de las noches mientras escuchaba en la otra esquina los ronquidos armónicos de mi esposa y bebé.

Éramos felices, porque la felicidad solamente existe en el pretérito, cuando las inconveniencias del diario vivir han desaparecido como espejismo.

Para cuando tuvimos el segundo niño mejoraban nuestras condiciones, porque teníamos ya una recámara al menos, donde los pequeños nos acompañaban, todavía cercanos a nuestro lecho marital. Recibíamos las visitas en una sala de veras y mi esposa preparaba los alimentos en cocina aparte, pero el escritorio seguía en la sala, como parte íntegra de nuestra vida social. O lo que quedaba de ella.

Hubo madrugadas en las que me alumbraron los primeros rayos de la mañana pegado en el trance de la escritura.

Ese horario me dejaba como un estropajo. Por eso busqué una alternativa. Resolví que haría una cita conmigo mismo todos los sábados en la mañana. Junté unos ahorros y me compré una computadora portatil. La coloqué en un bulto que gané en un concurso y que preparé para la excursión sabatina, a quince minutos de camino. Recorría las calles de East Elmhurst hasta la Langston Hughes Public Library -- nombrada así para honrar a un escritor negro del que se sabe que pasó vicisitudes económicas mientras plasmaba los volúmenes de historias que escribió.

Era un lugar apropiado. Me arrimaba a la mesa más recóndita, donde por cierto había uno de los pocos enchufes para mi computadora, y me entregaba por una hora al trance frenético. Tomaba algunos respiros. Y desde allí veía el incesante tráfico de Northern Boulevard y la gente que entraba y salía del restaurante dominicano al cruzar la calle.

Le arranqué varios capítulos a esa esquina.

Ahora vivo en la que parece casi otra vida. Tengo dos pisos y un cuarto donde me encierro para escribir, pero estos años me enseñaron que importa más el espacio que uno hace en la propia mente que el desahogo físico del que se goce.

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