30 de enero de 2005

La conciencia de escritor

Cuando busco entre los pasillos borrosos de la memoria, encuentro mi primera conciencia de escritor más o menos en el quinto grado de la escuela primaria.

La maestra de historia, que era la encargada de nuestro salón, nos explicaba que a partir de entonces los exámenes finales incluirían un requisito de composición.

Es decir, se esperaría que los estudiantes expusieran sus puntos de vista por escrito sobre un tema que se revelaría el mismo día del examen. Mis compañeros de clase reaccionaron a la noticia con un lamento colectivo. Yo, en cambio, me sentí seguro de que aquella sería la parte más fácil del examen. Y en ese momento supe que tenía una habilidad que no era demasiado común. Escribía con facilidad.

Aún recuerdo mi perplejidad al verificar que algo que era tan simple para mi intimidara a los mejores estudiantes de la clase. Mi razonamiento era igual de simple. Decía en mi mente que lo único que se necesitaba para componer bien era escribir tal y como se hablaba.

Mi entendimiento de la escritura es ahora mucho más complejo, pero guarda algo de esa simplicidad. Los que escribimos no aprendemos a redactar como hablamos, sino que aprendemos a hablar como redactamos. Aprendemos a pensar en oraciones completas, con puntos y comas. De allí, a mi parecer, surge la voz narrativa que luego se encuentra en los mejores trabajos literarios.

Hace, pues, más de veinte años desde que me sentí un escritor incipiente, que no es lo mismo que insípido. Pasé la siguiente década sin imaginarme escritor, aunque siempre escribía. Y esta última década se me fue descartando otras cosas para abrirle paso a la escritura.

Ahora escribo para vivir, aunque lo que quiero es vivir.

Cargo además un peso. Es un sentido de misión. Tengo que escribir igual que el convertido religioso que tiene que dar testimonio de la potestad invisible que presencia. El propósito último es la comunicación, aunque esto vaya más allá de transmitir hechos, cifras y situaciones. Es transmitir un algo invisible, que tal vez no difiera mucho del fervor religioso.

Hay una cita de Franz Kafka que aparece por todos lados, pero que transmite esta urgencia que siente el escritor. Al parafrasearlo, cambiaré la palabra "libro" por "escrito", porque la obra no tiene que ser extensa para alcanzar este efecto:

Necesitamos los escritos que nos afectan como un desastre, que nos hacen sufrir como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, que nos hacen sentir como si estuviéramos al borde del suicidio, o perdidos en un bosque alejado de toda presencia humana -- Un escrito debe ser como un hacha para el mar helado que llevamos dentro.

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